Daría mi alma por ser hueca,

Daría todo mi ser para que mi mente no fuese,

Más que para espejo y la gente.

Amaría amar sin sentido,

Viviendo con los ojos cerrados,

Mi mundo sería como un castillo.

Si pudiese taladrar huecos en mi cabeza,

Para así llenarla de luz y certeza,

Nada más que sonrisas llenarían mi cartera.

Pero mi mundo no es mio,

Y mi mente es de la cerveza,

Ella es de los hombres,

Mi espíritu es de la iglesia.

Mi cerebro es esclavo del pensamiento,

Y se va comiendo mis sentimientos.

Aún así,

En cavidad mi vida tendría sentido,

Ser culta viola todo mi deseo,

Ganas de crecer,

Pero tengo el corazón despierto.

 

Muchas yo en un mar de gelatina;
no logramos funcionar sin un poco de limón.
La memoria es misteriosa,
me derrama vivencias que ya estoy por vivir.
Cada vez que me olvido,
entre tantos placeres,
mis espinas sienten un poco de frío.
Y lo crea o no lo crea el camaleón,
la oscuridad del mar es solo una ilusión;
 su vacío es más profundo.
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Llego a la Casa Museo Trina Padilla en el pueblo de Arecibo. La noche comienza a caer y el calor arrecia. La actividad es en una pequeña sala con techo alto. Hay un piano de cola de color negro. La decoración del local es sobria, apretada. Yo, chicharronero  y cervecero de cafetín de esquina, me siento raro en esta salita de ateneo y glúteos fruncidos. El pianista invitado se presenta formalmente. Tiene modales decimonónicos y ojos  lagrimosos. Con una mueca de niño goloso parece sonreír. Se sienta frente al piano y comienza a tocar de forma tosca, rudimentaria. Debe ser mi oído poco educado en asuntos musicales. Hace gestos de incomodidad mientras ejecuta las piezas. Danzas, valses, himnos y números populares. No percibo que haya soltura. Creo que está padeciendo de flatulencias repentinas. Concluye sus interpretaciones y se inclina ceremonialmente, mientras se escuchan aplausos monótonos. 

Observo a las personas del salón y no logro sentirme a gusto. El escaso público aparenta estar cómodo, pero  hay una hoja de yagrumo que levita. Alguien presenta a un declamador que goza de alguna popularidad. El susodicho sonríe, tiene contentura. Comienza a declamar poemas ya por mí escuchados, salpicados con anécdotas rancias y chistes  caducos. El vate nocturnal gesticula, camina, manotea, abre los ojos de par en par y calla  abruptamente. Domina la escena. Tiene rostro de bebedor consuetudinario. Me parece que aceptaría, de buena gana un trago de ron blanco con jugo de toronja rosada. Le sonrió con complicidad. Creo que le invitaré, a beber, al negocio de al lado. 

Sigue declamando. Ahora suda a caudales y huele a chivo viejo. Le ofrecen una botella de agua. La coge con avidez y continúa encabalgando versos alejandrinos. El pianista, que tiene camisa de piquero de fiestas patronales, se detiene de forma inesperada. Le pide a los cuatro gatos que estamos en la velada, que apaguemos los celulares o en su defecto los pongamos  en modo vibración. Toca las teclas y gesticula, gesticula y castiga el instrumento. Entra en frenesí musical. Está poseído, desencajado mientras el declamador brama como ovino en celo. Cae el telón. Los presentes aplauden.

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Todo está en orden
los paños de las mesas limpios
las copas relucientes como el cristal que son
guardadas en el chinero
el agua saliendo perfectamente de la pluma
la cafetera respirando café
oloroso a nuestra tierra
platos y cubiertos a la espera
el aire acondicionado central apagado para vivir el día
el hombre de barro que esculpió Nora
sigue en su misma esquina durmiendo
las puertas de cristal abren y cierran
las plantas aguadas
lloran esta mañana su pequeño rocío
la laguna ya nuestra de tanto mirarla
tiembla un poco como la gata que se fue
vuelven a escucharse los sonidos de la calle
sirenas, autos, el viento más fuerte de la media mañana


Tus besos en mi boca no necesitan presentación,

Nuestros labios se conocen,

Han tenido encuentros de pasión.

Ya sé de memoria todos tus movimientos,

Mis manos sobre ti,

Y tus dedos en mi pecho.

Esta coreografía es lo que me mantiene viva,

Llamas en tus ojos,

Y tú respiración de sangría,

Hacen de mis ojos un desierto,

De tu cuerpo un oasis,

Y el jurado está abierto.

He estudiado tu mente,

Y lo que piensas al besar,

Pero cada momento que te toco,

Dejas de respirar,

Se corta el oxígeno,

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Fui a la finca esta mañana

con mi abuela

pa’ recoger café

y sembrar habichuelas,

ver el mamey retollar,

cortar los plátanos y guineos,

sembrar, y algún día ver

lo que se puede cultivar.

 

Allí llegamos y hablamos

de política, religión,

líderes e interrelación:

Ferré el bembé, Marín no va,

“Mi hijo, cuidao con Rubén –me decía–

y Mari Brás”.

 

Y me puso a pensar…

 

Mi abuela y yo

tenemos dos cosas en común:

los dos queremos la libertad.

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2:55 a.m.

Prevalece el silencio, la sílaba

agotada. No importa decir

            nada:

hay mudez porque todo se concentra,

tiembla y reposa en el impulso que vierte

sesos, vísceras y tinta

sobre líneas que siempre quedarán 

cortas ante la intención 

de despertar el cuerpo del poema.


Alameda


Escribir un poema es escalar

una montaña de vigilia.

Apenas ves su copo de nieve,

más adivinas del tope la envoltura

de la brisa, la plenitud del panorama.


Cada noche esgrimes carencias 

en un cuaderno azul.

Fumas a oscuras, despides la velada

tumbada en el suelo junto a la cama

con la libreta abierta y una pluma cerca

por si los sueños

revelan cuanto el sentido camufla.


Antes de sucumbir al agotamiento

algo de ti está a punto de desprenderse

y rodar por la pendiente.


Entonces estos versos 

aguantan tu caída. 




Todo naranja 


acaricio 

fuego.

bola de calor

avisando el zumo 

que guardas para ti.


disparas al blanco

de mis poros poblados 

y en sombra te vuelves roja.


es tu olor punzante

     amargo en el cielo

     de la boca penetrando al engaño

              tal hilo perfumado.


después de retirarte 

      sigues mi sentido

      adivinando azúcar 

      tras tu piel.


Aparto 

la cáscara.

desnuda

eres alba en mano

y por tu punto más bajo

–el mío más alto–

fuimos 

reflejo de sol.

 

Cuando la Iglesia hecha polvo  

padecía escalofríos y calenturas, 

y el crucifijo envasado al vacío de la vanidad 

aparentaba mudar de piel 

como la serpiente del Edén, ya decrépita, 

Cuando la ciudad del Vaticano 

cundía hongos en paredes  

carcomida por intrigas de palacios en aquellos palacios de intrigas, 

Cuando su fe desfigurada a destajo 

dobló la apuesta a la usanza de Judas  

entregando sesenta monedas de plata a la codicia del mundo, 

Cuando la sexualidad de por mis culpas comulgó impunemente, 

Cuando el milagro de las Bodas de Caná 

que convirtió agua en alegría quedó abandonado a su suerte, 

Cuando obispos vistieron hábitos de encubridores, 

Cuando quedó sin empuñadura el látigo de Cristo 

mientras los bancos mercaderes y vaticanos  

enjuagaron de inmundicias dineros mal habidos, 

Cuando no hubo quién lavara pies a los pobres 

con las manos amables de la justicia, 

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