Mi visita a Oscar López Rivera

Caribe Hoy


Cuando se abrió la puerta por la que los presos entran a la sala de visitas y vi entrar a Oscar López Rivera me cautivó su sonrisa. Cuatro horas después entendí el porqué.

Era sábado, a media mañana. Quique Ayoroa Santaliz y yo esperábamos con alguna ansiedad que se produjera el encuentro para el que habíamos viajado desde Ponce a la carcel federal de Terre Haute, Indiana. Tuvimos que esperar por largo rato en la pequeña oficina a la que se llega cuando se va a visitar a un prisionero que está recluído en el área de seguridad mediana, en la que se encuentra confinado Oscar en estos días. Sentados en el banco de madera próximo a la reja que da entrada al patio que separa ambos edificios, nos preguntamos de qué podríamos hablar durante cuatro horas con ese héroe mítico que nos esperaba y al que solo conocíamos por su leyenda.

Cuando al fin se nos permitió entrar, un oficial nos escoltó hasta la sala de visitas. Allí se nos indicó que tratándose de una entrevista de abogados, deberíamos permanecer en un pequeño cubículo en el que hay un banco a un solo lado, que dizque da un cierto grado de privacidad. Pasaron unos diez minutos antes de que Oscar entrara a través de una puerta en el lado opuesto del salón. Al entrar, miró hacia donde nos econtrabamos Quique y yo, y sonrió.

Una sonrisa puede reflejar sentimientos muy diversos. En mi profesión de abogado litigante, he visto a través de los años, sonrisas de burla, de desprecio, de hipocresía, de miedo, en fin, reveladoras de los múltiples estados de tensión en que se encuentran los seres humanos en un ambiente tan hostil como suele serlo un tribunal. La sonrisa de Oscar comunicaba algo muy especial: era acogedora, amable y sincera.

Cuando nos dimos la mano, fue como reencontrarnos con un amigo a quien se ha dejado de ver por mucho tiempo. La conversación fluyó libre y espontáneamente. Lo primero que le dije fue que mi hermano Rafael le enviaba un saludo y su completa solidaridad con las gestiones que se hacen para lograr su excarcelación. Cumplido ese encargo, hablamos de todos los temas imaginables. Tanto Quique como yo le expresamos nuestra admiración por la labor y los logros del grupo de boricuas —y algunos mexicanos, también— que forman parte del Puerto Rican Cultural Center. Estos han hecho maravillas con el Paseo Boricua de Chicago donde operan escuelas y centros de asistencia social comunitarios que nos hacen añorar el sentido de solidaridad que caracterizaba a nuestro país y que siento que hemos perdido los que vivimos en la isla.

Al conversar con Oscar, resultó notable su gran conocimiento de lo que acontece en el mundo, no solo porque se mantiene bien informado, sino por su capacidad de análisis de las causas y consecuencias de los eventos. Cuando contó anécdotas de su vida lo hizo con una sinceridad que usualmente uno se reserva para los amigos íntimos. Sus expresiones sobre su encarcelamiento, no denotaron odios, rencores o resentimientos. Por el contrario, habló de cómo ha crecido espiritualmente, de cómo adquirió más y mejores conocimientos sobre la naturaleza humana y de cómo logró mantener el control del tiempo para sí, a pesar de las exigencias que le hacía el régimen carcelario. Para decirlo de otra forma, los carceleros han logrado confinar su cuerpo, nunca la intimidad de su ser.

Su verbo fue sencillo, pero profundo. Su visión de su porvenir es optimista pues sabe que ha despertado en su país una solidaridad casi total entre todos los sectores políticos y unánime, en la sociedad civil. Agradeció las incontables muestras de apoyo que ha recibido de todas partes del mundo.

Cuando llegó el momento de desperdirnos, nos abrazamos. Con lágrimas en los ojos, y habiéndo ya comprendido la razón de su hermosa sonrisa, le dije que, pese a que físicamente está encarcelado, es el hombre más libre que he conocido.

No puedo terminar estas líneas sin agradecer la gentileza con que me trataron todas las personas que conocí durante los tres días de convivencia con los nuevos amigos que hice en Chicago. Espero reciprocarles las atenciones que tuvieron con Quique y conmigo. Paradójicamente, regresé de Chicago con el convencimiento de que puede que nuestra salvación como pueblo, como gente, esté en la diáspora y no en la isla.