Desde El Exilio

Creativo

Cual si indefensos ante los poderes de una evolución que seleccionó la caminata, todos, de una manera u otra abandonamos nuestro origen y avanzamos, aunque con inmensa melancolía, cediendo al misterioso atractivo de la incertidumbre, el desconocido lugar, la alternativa. Es la metáfora de la partida, y ha permeado nuestra imaginación desde los tiempos sin memoria.

El viaje es muchas veces físico, tomando forma en una nueva tierra que, aunque generosa en amaneceres primos, el nuestro no es parte de su inventario. Otras veces la novedosa jornada ocurre en la mente, en el espíritu, en la exploración de ideas y mundos diferentes a los aceptados y compartidos por los hermanos del terruño. Pero más temprano que tarde esta partida, como si programada en nuestros adentros, irrumpe en escena. Sucede poco tiempo después del nacimiento en el momento donde, contrario a los consejos de nuestros progenitores o protectores iniciales, decidimos explorar la aventura del ser desde nuestra propia perspectiva. Desde el niño que investiga los vedados recovecos ignorando la advertencia materna del peligro, el adolescente que intenta hacer su hogar fuera del nido, al adulto que compromete su vida con una forma de pensar diferente a la de su comunidad, o aquel que decide establecer su destino en tierra lejana, todos nos convertimos en exilados.

La patria primera es el hogar, y cuánto habrá de extenderse esta cuna es difícil predecir, pues depende tanto de nosotros como de las circunstancias que nos toque vivir. Pero el gusto innato por la aventura nos tienta siempre al abandono de lo cómodo, de la rutina. Se entra en los terrenos prohibidos del no volver. Atrás queda la cuna-patria, la niñez, la adolescencia, y comienza el destierro, haciendo de nuestro común e inminente destino de exilados una clasificación líquida. Pues aunque parte integral de la experiencia humana, llega en diferentes momentos, vive en diversos lugares, y se expande con variados significados y profundidades. Pero una vez entendido que prácticamente todo adulto es un exilado, un caminante que partió de un origen restricto al pasado, usar esta condición universalmente compartida como elemento en la valorización del carácter de las personas, es un sin sentido inútil, creador de discordias e innecesarios malos entendidos.

Sospechosos de que la lealtad a la comunidad original, sus nociones de lo válido, y la regularidad de un calendario que, como nos habla Rancière, va dejando de ser el nuestro, nos atrapen en el placer de una presuntuosa paz que desestima los abusos y, temerosos de aceptar estos atropellos como parte inevitable de un universo que los exige en sacrificio por la supuesta devolución que hace en las comodidades que nos ofrece, nos revelamos y optamos por otro camino. Decidimos entonces arrancar tiempo para nosotros de entre las rendijas de lo que se nos devela como una desquiciante cotidianidad y así, crear nuestra propia rutina, nuestras auténticas reflexiones, y ejercer lo que entendemos bondadoso y justo. Creamos de esta manera nuestro exilio, y lo mostramos al mundo como alternativa de lo que puede ser.

La aversión es un sentimiento tentador, cuando se percibe al que partió, ya sea física o mentalmente, como un derrotado por las circunstancias. O tal vez como alguien que se rindió y que débil, abandona su verdadero destino, el deber con sus raíces. Si se apartaron, dicen los resentidos, si no se quedaron a sufrir como lo hacemos nosotros, afirman, si no fueron capaces de dar el sacrificio que se requiere para poder seguir adelante, subrayan, entonces, por consecuencia lógica, tampoco tienen derecho a opinar sobre el lugar que decidieron abandonar. Que se queden por allá en sus mundos, nos comunican, demandando que los dejemos solos. No nos necesitan, aseguran, sellando así el destino de exilados que ejercen todos los que no se conforman. Pero dado que nuestra historia como humanos se ha escrito sobre la base del camino hacia lo desconocido, sería fácil contra argumentar que la persistencia en el origen es una negación de nuestro destino de exploradores, una visión conservadora que insiste en la permanencia de unas costumbres caducas, una inflexibilidad ante las constantes nuevas circunstancias.

Pero estos ataques no serían tan incomprensibles si viniesen sólo de los arraigados a un presente el cual, nos es más que una versión inadecuada del pasado. El problema real consiste en lo atractivo que se hacen dichos argumentos aun para aquellos que han roto con lo establecido—pero todavía permanecen en la Isla—a la hora de usarlos para desprestigiar a los compatriotas que viven en el extranjero. Pero esta dicotomía, entre los que se fueron y los que se quedan, es una insensatez, si se entiende el exilio como una condición que todos compartimos. Especialmente cuando quienes “permanecen”, logran entenderse a sí mismos como exilados en su propia tierra. Seres que abandonaron el mundo de lo aceptado y ahora, desde su exilio en la patria, entienden y buscan algo diferente.

El abandono físico se ha convertido en el poseedor casi exclusivo del título de exilado. Pero es una exclusividad falsa, promovida tal vez por el deseo de adjudicarse un título que por un tiempo ha implicado prestigio, especialmente dentro de los grupos descontentos con lo actual. Estar exilado se entiende como sinónimo de haber pagado un alto precio, el abandono de la patria, como consecuencia de elevados ideales e innegociables compromisos. Algo así como las marcas de macana policial que muestran los que participaron en la revuelta, como prueba de su elevado nivel revolucionario. El exilado intenta disfrutar de los beneficios que ofrece una visión arcaica de la condición, la del idealizado perseguido político que abandona su tierra para proteger su vida, o que es forzado por los poderes gubernamentales fuera del país. Y todo esto aún permanece cierto al corriente, sólo que de una manera más solapada. Pues en la gran mayoría de los casos, nadie llevó al que salió del país al aeropuerto a punta de pistola. Pero si el ser contestatario en una sociedad cada vez menos tolerante provoca un aislamiento con consecuencia económicas—dificultad de conseguir empleo, etc.—el barril del cañón toma formas más sutiles, pero no por ello menos dramáticas y dolorosas.

Pero no tiene razón de ser la apropiación exclusiva del título de exiliado por parte de los que viven fuera del país natal. Los pagos y castigos que el exilio hace merecedor, ejecutados por los que lo ven como sabotaje desestabilizador de lo que existe, son los mismos tanto en el extranjero como en la Isla. Nuestros escritores, luchadores sociales, maestros, trabajadores, y estudiantes, junto con todos los puertorriqueños que no forman parte de la clase gubernamental-acomodada y sus aliados financieros e intelectuales, hace ya un tiempo que viven exilados en su propia tierra abandonando lo aceptado, lo establecido. En el experimento de traer a nuestras vida algún tipo de sanidad mental y espiritual dentro de un contexto que se desmorona, y que a gritos clama por una transformación, dejamos atrás la familia-comunidad-patria de donde surgimos, entendemos que el corriente no puede ser el mejor de los mundos, e intentamos así crear, desde nuestros adentros, pero con obvias consecuencias reales a derredor, un hogar-mundo diferente, una manera nueva de ver y hacer las cosas.

Esta ruptura con lo que se trata de imponer como inexorable realidad es crucial para el cambio social. Pues se separa de la lógica de los que dominan las instituciones oficiales, demostrando que el universo de estos no es el único en existencia. Nos saca también del gastado entendimiento de que lo necesario es la toma de control de este mundo gubernamental y financiero como única esperanza de cambio, olvidando que la corrupción del sistema es tal, que invariablemente contamina a todo aquel que se le acerca, aún con intenciones de mejorarlo.

El exilio es entonces esperanzador. Pues, como nos explica Badiou, va “agujereando el saber existente”, a la vez que crea un creciente grupo que ofrece opciones a las imperfecciones e injusticias del presente. Lo temible sería permanecer en el origen, negar la tradición del humano caminante. Tal negación de nuestra herencia evolutiva nos mantendría atados a un pasado y a sus defectos, ya que es la exploración de lo novedoso lo que siempre nos mueve hacia adelante.

Las diferencias entre ambos grupos, lo que superficialmente se denomina como “los que se quedan y los que se van”, se han exagerado, con el propósito, tal vez, de valorizar a un grupo sobre el otro. Quedarse es positivo para los residentes en la Isla, pues demuestra valentía para enfrentar las vicisitudes, coraje para tratar de mejorar lo que se deteriora. Pero para los que se van, quedarse significa precisamente eso, estar quedao, la insistencia que espera resultado diferentes, aun cuando los intentos de solución permanecen los mismos. Irse es positivo para los que viven afuera. Es la oportunidad de salir de la noria, el chance del progreso social y económico que acompaña la libertad. Pero para muchos isleños irse es dejarse vencer, un abandono que debe castigarse con la revocación del derecho a opinar. Y parecen convincentes estos razonamientos, estas supuestamente claras diferencias entre un grupo y otro. Pero una mirada más profunda nos revela un sustrato repleto de similitudes. Pues ambos disfrutamos de los beneficios de una toma de acción contestataria a lo establecido, la claridad de un pensamiento que provee esperanza, la conciencia que promueve una cotidianidad más amena entre los miembros de la comunidad. Pero ambos también sufrimos de las mismas consecuencias de tal acción. Pues la llegada a un terreno nuevo que nos rechaza, y del cual no conocemos las reglas, junto con la presión por probarse a otros y a uno mismo, no son cargas extrañas para ningún exilado físico, mental, o espiritual. Puerto Rico es una fábrica de exilados, tanto internos como externos, y es desde este binomio de lo nuestro que nos colocamos en una aventajada posición para imaginar un futuro mejor. Propongo entonces esta ingeniosa escoba lingüística que desecha una visión de exilado que divide, por una que trata de tomar ventaja del caudal de talento que la fusión de ambos grupos brindaría.

Todo puertorriqueño debe sentirse con el derecho, pocas veces asumido, de sumergirse en el debate político norteamericano y participar de tú a tú con sus conciudadanos del norte. Es un derecho que se han ganado tanto los que viven en la Isla como los que no, a unirse a la discusión de lo que es y debe ser la nación norteamericana y, a reclamar la influencia que merece y de la cual posee una perspectiva única. Las posibilidades son tan ilimitadas como difíciles de predecir. La fuerza de transformación de un flujo solidario entre la Isla y el continente sería mucho más difícil de contener que lo que ambos hacen ahora por separado. Es interesante señalar cómo los actuales y recién gobernantes no parecen tener ningún problema con esta convivencia, ni con todo el beneficio económico que les trae el novedoso ángulo que poseen sobre las cosas, y que muchos otros aprecian. El rechazo ciego a la visión y análisis que los puertorriqueños fuera de la Isla traen al debate local, es también una restricción que sólo cierra las puertas a las múltiples soluciones que pueda tener el problema nacional. Y de paso quisiera aprovechar esta preciada oportunidad para darle una soberana mandada al carajo a todos los isleños que quieren hacer creer que yo no tengo derecho a opinar y a participar en las conversaciones y las decisiones que determinan el futuro de mi país, nuestro país.

Pero nuestro imaginado futuro no está exento de fallas. Y sé que lo anteriormente expuesto es una especie de treta de mi parte. Un juego lingüístico donde les regalo a todos el pesado título de exilado, y de una vez reparto la culpa, diluyéndola en la imposibilidad de encontrar el malhechor. Pues no hay razón para que exista un culpable en un problema imaginario, excepto por aquellos a los cuales sirve tal imaginación. La idea de que todos somos exilados es una narrativa atractiva que, aunque insegura ante los peligros imprevistos, al menos ofrece un camino de posible unidad en la eliminación del saqueo financiero al que se enfrenta la Isla. El sometimiento al capital financiero que afecta tanto a la población isleña, como a millones de trabajadores en los Estados Unidos, hace de su denuncia un asunto internacional que nada tiene que ver con la nimia batalla entre los de aquí y los de allá. No tengo porque entonces negarle a mis compatriotas de la Isla los beneficios de la unificación que ofrece el exilio, pues estos, como exilados que son, también tienen derecho a concebir sus problemas como parte de una nación, la norteamericana, que necesita un cambio radical en su manera de hacer las cosas, si es que se quiere mover a nuestro país y, en última instancia, al mundo entero, en una dirección más noble y justa. Si la condición de caminante la compartimos todos, no puedo pretender que mi camino es más largo y tortuoso que otros. Todos estamos lejos del origen.

Con la aceptación y validación de la dicotomía de los de aquí y los de allá, nos dejamos atrapar en el actual movimiento global hacia la individualización. Aceptamos la ética arrogante de los poderosos, y contribuimos en la eliminación de todo el carácter revolucionario que nuestra condición de colonia desperdigada entre la Isla y el continente pueda tener. Tales divisiones entre los puertorriqueños sólo puede servir como soporte a los beneficiarios de la fragmentación de nuestra sociedad. Lo revolucionario sería el abrazo a la comunidad grande, y a la transformación social tanto aquí como allá, que en última instancia va en vías de ser lo mismo. Entregando la definición de nuestro destino a los poderosos, y la ingenua creencia de que estos tienen buenas intenciones y nos cuidan, siempre y cuando los apoyemos, a cambio de que nos dejen vivir en las supuestas comodidades que tanto queremos proteger, aceptamos un modelo caduco que sólo sirve para incrementar la acumulación masiva de capital de parte de unos pocos, a escondidas de un pueblo del cual se jactan en haber podido comprar con migajas. El no envolvimiento, la crítica suave que llega a nada, y si llega, sólo lo hace en el plano del beneficio personal, nunca como beneficio colectivo que desmantele los bienes del poder, debe de hacerse cosa del pasado, motivo suficiente para el exilio, demoliendo así los andamios de un sistema de visión a corto plazo, y sustituyéndolo por uno que demuestre la necesaria humildad que dan una concepción más universal del espacio y el tiempo.

Somos navegantes en una pequeña embarcación, la cual no sobreviviremos, a menos que nos entendamos parte de un proyecto mayor. Uno que va más allá de nuestra Isla y aun del planeta, y que por lo tanto, procura entonarse con los ciclos naturales que nos mueven a mirar la experiencia de lo vivo desde otra perspectiva. Un contexto mucho más amplio en donde la vida se entiende entonces como una exigua probabilidad que nos motiva a protegerla en lugar de destruirla, a cuidarla en lugar de descuidarla. La naturaleza tiene su propia manera de destruir las cosas, pero solamente para volverlas a hacer, mejor adaptadas y en armonía con las nuevas circunstancias. Vemos entonces la necesidad de evitar la catastrófica voracidad de los limitados intereses de un arreglo social que tiene como norte el enriquecimiento irresponsable de unos pocos. Una cultura de acumulación insensata de ganancias que ha hecho del progreso, el cual en antaño se vio como el mal necesario que abriría las puertas de una plenitud y libertad sin precedentes, en otro terreno más que solamente busca asegurar, en su desesperación actual provocada por el endeudamiento irracional, el apropiado cultivo para la extracción del restante valor del trabajo humano y los recursos naturales.

Se hace entonces inminente la exploración, la valorización universal de lo nuevo. Integrar como práctica innata el intentar lo que nadie antes ha intentado. Mirar a nuestros alrededores en continua desestimación por lo establecido e intuir lo novedoso, lo radical, creyendo, casi a ciegas, que debe ser pensado, debatido, y finalmente probado. Una cultura que violentamente evite lo establecido, las formas viejas de hacer las cosas como panacea de la crisis, evadir a toda costa lo que Baudrillard llama las “alucinaciones del origen,” nuestro deseo por abrazar una historia del principio y sus posibilidades de todavía solucionar los problemas que este mismo creó, no importando cuán fantástica esta idea sea. Una nueva visión que asuma el exilio, el abandono de la norma, como parte integral de la cotidianidad. El proyecto del status quo es la permanencia en un pasado que ofrece solo la fantasmagórica seguridad de lo establecido, evitando a toda costa la posible incertidumbre que el cambio trae. Pero esto lo hace un proyecto egoísta, pues le cierra las puertas a la multiplicidad de nuevas ideas que brindan las mentes exiladas, aquellas que abandonaron la cacofonía de lo trillado, la ineficiencia de lo añoso.

Lo que parece ir cambiando es la expansión del conocimiento sobre quienes son beneficiarios de tal individualismo. Estos protagonistas del egoísmo también han aceptado esta nueva realidad, en donde no solamente su identidad, pero también los motivos de sus acciones son cada vez más claros, haciendo de sus intentos por esconderlos bajo una ideología de la distracción cada vez menos atractivos. De manera un tanto inesperada, estos ladrones han asumido como estrategia la tarea de continuar con su propio desenmascaramiento, bajo la arrogante premisa de que la solidez del sistema, junto con la expectativa de un amplio apoyo popular, le permitirán continuar su dominio por prolongado tiempo, convenciéndonos de que, a pesar de todo, es su ética la que más que nos conviene, inculcando así incapacidad en nuestros huesos y futilidad en nuestro espíritu.

La revolución es un evento complicado que requiere un cambio radical de pensamiento de parte de un número substancial de miembros de la sociedad. Parecería que una cosa como esta es imposible, o que si existiese, sólo sería en un futuro lejano. Y puede que este sea el caso. Pero por el otro lado, la constante campaña de desenmascaramiento de los poderes que la corriente era informática nos ha ofrecido por hace ya algún tiempo, abre la riesgosa posibilidad—para los poderosos, por supuesto—de que un solo e inesperado evento, prenda una chispa de cambio que, alimentándose del expandido sentimiento de sospecha, se extienda con velocidad incontrolable, desestabilizando así, en lo que parecería un instante, a todo sistema. Pero los poderosos también presienten esta posibilidad, y buscan prepararse, posiblemente mucho mejor que nosotros, para enfrentar tal revuelta. De la misma manera que desde nuestro exilio hemos reflexionado sobre lo abusivo e injusto que es el sistema actual, también ellos han recibido parte de la noticia, y temen que sus días pueden terminar en cualquier momento. Por ello, y por tener los recursos, piensan y se organizan para tal eventualidad. Pero el ataque parece que continuará por un largo rato hasta que se haga una redistribución que apacigüe los reclamos. La clase dominante será entonces la primera en ofrecer tal redistribución, cuando la emergencia de la situación lo requiriera. Y nosotros estaremos nuevamente ante la disyuntiva de coger lo que nos ofrecen, o seguir empujando por un futuro aún más prometedor, aunque incierto.

Los beneficiarios del presente arreglo siempre pueden procurar consuelo en la idea de que no todos los afectados están en la calle, y en el concepto de que es sólo una pequeña minoría vociferante la cual piensan sencilla de desmantelar, succionándole la poca vida que según ellos puedan tener, con la promulgación de una distracción, algún elemento sospechoso desde adentro de los que clasifican como bocones, y dejar que la opinión pública, la que tan bien piensan han podido cultivar, se encargue del resto, del trabajo sucio. Pero esta confesión a voces es peligrosa. Pues admite el conocimiento implícito de que existe un número de personas en la calle, el cual, si se sobrepasa, cambiaría totalmente el actual balance, poniendo no sólo a temblar las rodillas de los sentados a la mesa del banquete, sino también a pensar en la negociación de su inevitable salida en convenientes términos. Pero la gran tentación, una vez esa cifra se alcanza, de parte de los que amenazan con hacer lo imposible posible, sería la de procurar sentarse en las recién desocupada butacas. Pues aun en el afortunado caso de que estos novedosos inquilinos tengan un proyecto claro de futuro, la ocupación de la silla en sí misma no es más que la puerta de entrada al errado mundo del poder.