Democracia y coloniaje: en busca del presente perdido (tercero de una serie)

Caribe Hoy

Hoy nadie se atrevería a poner en duda que el Estado Libre Asociado fue un sistema jurídico producto de la ansiedad “desarrollista” en el contexto de la “Guerra Fría”. Su finalidad era poner un poco de pan, una cuota de tierra o propiedad y un aperitivo de libertad en las manos de la gente para evitar el “contagio” comunista.

Un problema, y no el menor, era que el discurso anticomunista era aplanador y equiparaba a un nacionalista cultural vociferante con un bolchevique tropical sin más miramientos. La gravedad de la amenaza roja nunca fue demostrada: se tomaba como un hecho. Para conseguir los objetivos que se había propuesto levantó, sobre las bases del “Nuevo Trato”, la arquitectura de un estado cada vez más paternal, vigilante y moralmente coercitivo. El Estado Interventor, Providencial y Benefactor, creció hasta desparramarse por todas partes.

Claro dentro de la más sana lógica, una vez en “Post Guerra Fría” y vencida la presunta amenaza comunista, el ELA perdería su utilidad y debería entrar en un proceso limpio de reformas que lo conducirían al camino que se había cancelado entre 1948 y 1952: la soberanía o una forma aproximada de ello. Ese proceso debió haberse iniciado hacia 1989. Lo que pasa que la “historia” nunca ha seguido ninguna lógica. El papel creativo de los historiadores es inventarle y adjudicarle un orden a fin de conciliarse con el caos. Por eso, cuando se acabó la “Guerra Fría” las tensiones que mal legitimaban la colonia se reprodujeron en otras direcciones y el ELA permaneció como el monumento a un pasado inevitable. Los intentos por convertir el “Pacto” en un “Nuevo Pacto” o de enfrentar el “déficit de democracia” fracasaron y sus proponentes, en vista de que no podían cambiar la situación, se vieron forzados a argüir con las muelas de atrás que el ELA no era colonial.

Por aquel entonces el unipartidismo hegemónico había sido dejado atrás y los gobiernos “compartidos” o “divididos” habían resultado desastrosos. En 1968, en medio de lo peor de la “Guerra Fría”, el triunfo casual de  Luis A. Ferré Aguayo movió a los populares a colocar al joven Rafael Hernández Colón a la cabeza del Senado. Del mismo modo, el cuestionado triunfo de Carlos Romero Barceló en los comicios de 1980, condujo al país al inmovilismo en medio de una grave crisis política. En ambos casos la necesidad de la concertación se vio opacada por las pasiones político-partidistas que llevaron a rojos y azules a refinar las artes de sabotear el trabajo del opositor.

Los modelos conspirativos no se limitan a las borrascosas rencillas entre penepés y populares, por cierto. Muñoz Marín mismo había hecho trabajo de zapa a un gobernador de su propio partido, Sánchez Vilella, al cual él mismo había señalado para la posición. Lo más patético de aquel episodio fue que ocurría poco después del poético y comentado reclamo que había hecho el Vate de que “yo no me voy, yo regreso”. Todo parece indicar que el viejo caudillo quería ser titiritero y el ingeniero de Mayagüez no tenía vocación de monigote.

Del mismo modo, la actitud de Pedro Roselló González en el Senado de 2004, y el eterno mandarinato de Hernández Colón en el PPD a la manera de una poderosa “mano (in)visible” hasta el presente, los ha colocado en las fronteras del sabotaje a sus “sagradas” causas en numerosas ocasiones. Lo peor de todo es que el carácter “hereditario” de la línea de poder ha animado muchos de sus actos. Las aristocracias burguesas resultan tan voraces con el poder como las de la nobleza. En cierto modo, es como si el fin de la “unanimidad” político-partidista que animaba el autoritarismo dominante, hubiese tomado a la clase política en paños menores. En el momento en que debían pensar como demócratas maduras demostraron su incapacidad para ello la clase política no sabía qué hacer ante la situación por lo que perdía la compostura cuando no estaba en el poder. No debemos olvidar la frase “Derrota… ¿qué derrota?” de Romero Barceló en 1984, o el llanto constante de Jorge Santini tras la suya en 2012.

Aquellos eventos, hoy distantes en el tiempo, no fueron más que el anticipo de la desastrosa diplomacia de “pasillo” que maduró en medio del conflicto entre los “rosellistas” y los “Auténticos” durante el cuatrienio de Aníbal Acevedo Vilá que comenzó en el 2004. La situación llevó a Acevedo Vilá a manufacturar un entendido con los “auténticos”, como Muñoz Marín había hecho el suyo con la minoría de la Unión Tripartita en 1940 cuando no contaba con la mayoría de los votos para conseguir la presidencia del Senado.

La “autenticidad” de los “antirosellistas” se reducía a que no querían someterse a la presión de un “cáncer”, como denominó Luis Fortuño Burset luego gobernador, a Pedro Roselló González. Lo cierto es que los populares, como los penepés, nunca se amoldaron a la idea de ser un partido de oposición. La oposición ha sido el escenario ideal para el sabotaje a la tarea del otro sin que nada importe cuanto pueda afectar esa actitud al pueblo que alegan representar. Lo original del cuatrienio del 2004 al 2008 fue que la mediatización de las pugnas entre “auténticos” y “rosellistas”, propias de un televisivo de chismología, y las negociaciones a puertas cerradas entre aquellos y los populares, convirtieron el acto de gobernar en un laboratorio para los teóricos de la conspiración.

En aquel escenario lleno de suspenso, subyugante y adormecedor, nadie podía ocuparse seriamente de la crisis fiscal y económica en que se hundía país. No solo eso. El ELA, como se ha indicado, ya había perdido toda su magia descolonizadora y desde 1989, incluso los observadores más cautos entendían que la relación estatutaria debía caminar en alguna dirección. Eso significa que fiscal, económica y políticamente había que hacer algo, pero la esclerosis democrática se imponía y los rojos y los azules vivían más preocupados por obtener un triunfo electoral en 2008 que en enfrentar el dislate como representantes de un país. Los marxistas clásicos decían que la religión era y es el opio de los pueblos. No lo pongo en duda. Pero la politiquería mediática compite bien ese título, sin duda. La ceguera respecto a aquellos indicadores de gravedad que encaminaban el país hacia el desahucio, resulta hoy incomprensible para muchos pero, otra vez, se trata de un pasado inevitable.

Si de la experiencia de aquellos escenarios se tratase, habría que concluir que a la altura de 2008, la democracia puertorriqueña no había adelantado un paso. Se podría decir con cinismo que el siglo 20 ha demostrado que Puerto Rico no es capaz del gobierno propio. Es posible. Pero de lo que sí estoy seguro es de que no ha sido capaz de gobierno (im)propio porque lo que ha fracasado es la colonia. El Estado y la Independencia no han fracasado porque en ambos casos se trata de meras entelequias.

Algo no ha cambiado: el hambre electoralista. Las “pequeñas” ansiedades del momento, en especial las elecciones del siguiente cuatrienio, han llamado más la atención de los políticos que las “grandes necesidades” del país y su gente. Esto no quiere decir que yo piense que todo se reduce a una “crisis de valores” y a que el “egoísmo” reina. Tampoco soy de los que piensa que de lo que se trata es de un “problema de espíritu” o una “carencia natural” propia de una sociedad inmadura. Pero si la democracia es la conciencia de que se gobierna en nombre de, y para el pueblo, entonces no se ha avanzado nada. La partidocracia maniquea que compartimos no es ni siquiera una sombra de la “democracia de panfleto” -de papeleta y caseta en colegio cerrado- soñada por el muñocismo de los años 1940.

La colonia inventada en 1952, entró a la era global sin soberanía, con un régimen democrático cuestionable y lleno de carencias, y con todas las manías administrativas del Estado Benefactor desarrollado durante la segunda posguerra mundial. El terreno para la profundización de la crisis económica y fiscal estaba abonado. Desde la década del 1990, el proyecto de desmantelar el Estado Benefactor ha sido causa común de 5 gobernadores distintos. Aquellos esfuerzos parece que se encuentran hoy encaminados a conseguir su propósito. La ausencia de soberanía, la falta de democracia, la crisis económica y fiscal, sin embargo, siguen allí. ¿Hasta cuándo?