Recordando a Pedro Juan Soto

Caribe Imaginado

En muchos lugares en el mundo académico, todos los días son Día del Descubrimiento. De ahí, que muchos regresen a hacer la misma investigación sobre el mismo tema muy a pesar de que algunas de nosotras ya la hicimos hace muchos años. Ese es el caso de Pedro Juan Soto y su obra. Mientras asistía a Bryn Mawr College en Pennsylvania entre 1974 y 1978, mi profesor de aquella época, John Deredita, al oír que yo quería escribir sobre tres novelistas puertorriqueños y el tema del compromiso social, me sugirió que buscara las obras de Pedro Juan Soto. El Profesor Deredita había trabajado con Soto en SUNY Búfalo, Nueva York,  y le tenía gran admiración. Así comencé mi viaje a indagar en las obras de este maravilloso e incomprendido ser puertorriqueño.

Una de las primeras cosas que hice, fue pedirle una entrevista a Soto en 1977. No fue fácil. Soto no veía con buenos ojos que fuese una mujer quien estuviera ahora determinada a escribir sobre su obra y a entrevistarlo. Se notaba huraño. Sin embargo, me dijo cosas abiertamente y sin tapabocas isleños; comentarios que hicieron historia en las bocas del chisme académico. Por ejemplo, cuando me dijo que detestaba el barroco isleño de Laguerre. Entre 1977 y 1978 estuve haciendo investigaciones diarias en la Biblioteca Lázaro de la Universidad de Puerto Rico de donde, confieso, me robé el ejemplar que tenían de Ardiente suelo, fría estación porque sabía que sin él no podría terminar mi tesis doctoral. Pensé con cuidado el robo del libro que permaneció junto a mí hasta terminar la disertación y que, luego, devolviera anónimamente por correo a la Biblioteca Lázaro. Me río ahora de que sea Lázaro parte del nombre de esa biblioteca porque lo mío y el libro fueron, en verdad, un “Luzma, levántate y anda,” cuando cargué con él en 1977.

En aquella época (los años setenta), cuando hice mi primera entrevista con Soto y el primer artículo que quise publicar sobre su obra, ambos fueron rechazados porque me decían que no sabían quién era ese autor tanto en Latinoamérica como en los Estados Unidos.  Finalmente, la Revista Chicano/Riqueña, que en aquel entonces estaba situada en Indiana, aceptó publicar la entrevista en 1979. Por otra parte, la Revista Bilingüe también me dio la oportunidad al aceptar mi artículo sobre Usmail. Tuve la suerte, además, de que Hispania, en aquel entonces, aceptó reproducir la entrevista porque entendía que la RCR tenía poca difusión.

Defendí mi disertación en mayo de 1978. Recuerdo vivamente que mi profesor, Joaquín González Muela, erudito español muy perceptivo, estaba en el comité de defensa y para él la obra ejemplar de Soto era El francotirador, obra de la cual yo no hablaba en mi estudio. Pero, eventualmente, llegue a escribir un artículo sobre esa obra y el tema de la metaficción donde abogué porque se incluyera a Soto entre los escritores latinoamericanos del Boom. Intento fallido, ya que en la Latinoamérica de aquella época, para que los intelectuales puertorriqueños de ahora se eduquen, un escritor puertorriqueño no era latinoamericano. Así que otros pasaron a la inmortalidad al ser miembros del Boom, pero Soto se quedó fuera.

El 25 de julio de 1978, ocurrieron los hechos del Cerro Maravilla en donde fue asesinado el hijo de Soto –Carlos Soto Arriví. De inmediato empecé a seguir los sucesos ya desde mi posición de catedrática en Rutgers University. Como ya había entrevistado a Soto y, también, como ya se había roto el escalofriante hielo entre él y yo, le pedí que me permitiera entrevistarlo una vez más. Anteriormente, cuando lo entrevisté en 1977, Soto se había mostrado enfadado de pensar que una mujer iba a escribir sobre su obra, como ya indicara anteriormente. El Pedro Juan Soto a quien llamé, después del Cerro Maravilla, era otro hombre. Soto ahora me veía como una persona ya familiar en su ámbito y a quién podía hablarle sin tapujos. Viajé a Puerto Rico para verlo. En aquella época, si mal no recuerdo, la oficina de Soto estaba en el edificio de Estudios Generales en la UPR. Cuando entré a la oficina, recuerdo haberlo besado en su barba profusa. Soto, estaba ese día bajo los efectos del alcohol y yo entendí que mi labor tenía que ser corta. Llevaba conmigo una grabadora casete de Panasonic y le pedí permiso para grabar la entrevista. El aceptó y con una voz genuinamente dolida me contó de su hijo y de su relación con él.

Soto me explicó que la muerte de su hijo la había recibido a través de la radio. Añadió que ese hijo, Carlos, había tenido con él una relación muy hermosa ya que en la época en que Soto residió en Francia para terminar su doctorado en Toulouse, su hijo lo acompaño y el padre le había impartido muchos conocimientos sobre Francia, Puerto Rico, la vida en el Caribe. Y eso, más que nada,  se me quedó grabado en el recuerdo. Era Soto un padre que se había convertido en el catedrático de historia y cultura de su hijo y, ahora, éste, su hijo y alumno amado, yacía sin vida, vilmente asesinado. Soto me habló entonces de un mecanismo que veía surgir en él ante esta trágica pérdida; padecía de “Writer’s Block,” y no sabía si podría continuar escribiendo en el futuro.  En la misma entrevista, ya Soto profetizaba que iba a demandar al gobierno de los Estados Unidos por el asesinato. La entrevista fue breve y, al terminar, Soto se ofreció a llevarme en su carro a la casa. Le expliqué que podía tomar la guagua, pero, como hombre caballeroso, insistió en guiarme y yo me dejé guiar. Era un carro pequeño y no quiero injuriar la memoria diciendo la marca ni el color. Al llegar a la calle Aldea, en donde me dejó, le volví a dar un beso. Eventualmente, en honor a lo que me confesara sobre su dolor como padre, escribí para él un poema concretista titulado “Writer’s Block,” el cual aparece en mi libro En el país de las maravillas.

Al regreso a los Estados Unidos, transcribí la entrevista y trate de publicarla. Los lugares a donde la envié, se negaron a hacerlo por una razón u otra, lo cual yo veía como un intento de silenciar la voz de un padre y escritor puertorriqueño. Pese a todos mis esfuerzos, la entrevista nunca se publicó; perdí la transcripción de la misma pero conservé el casete hasta 1987. Cerca de 1979, intenté que Rutgers contratara a Pedro Juan Soto como profesor visitante por un semestre en el recinto de New Brunswick. Personalmente, me interesaba que se moviera en otro ámbito que lo extractara por un tiempo de la isla y de aquellos acontecimientos monstruosos. Soto se presentó a la entrevista realizada por el que en aquel entonces era el jefe del departamento de español y portugués, un académico norteamericano. Ese hombre/jefe había hecho su carrera escribiendo sobre el teatro y sobre la obra de René Marqués. En mi inocencia, creí que a Soto se le iba a recibir con los brazos abiertos, pero el puesto nunca se le ofreció. Más tarde volví a ver a Soto en una conferencia organizada por Asela Laguna, en Newark, New Jersey a la cual sí se invitó y se destacó a ese norteamericano que no le dio la oportunidad de empleo a Soto. En cuanto a mí, se me dejo fuera de la conferencia como si yo no tuviese nada que aportar a los estudios puertorriqueños (La conferencia se titulaba “Images and Identities: The Puerto Rican in Literature-1983). Hago un aparte para contar otra memoria sobre ese mismo hombre/catedrático que rechazó a Soto. Cuando me enteré de que había muerto René Marqués en marzo de 1979, llamé a la casa de este académico para dejárselo saber y su reacción hacia mí fue: “Pues, todos nos tenemos que morir algún día,” como si le estuviera hablando de alguien totalmente ajeno a su persona. Uso este comentario para señalar que no todo académico que estudia nuestra literatura lo hace por amor y admiración a los escritores y sus obras, sino por intereses propios. Mientras el escritor sea objeto de estudio, todo va bien. Pero cuando se convierte en sujeto, cara a cara como humano y mortal, el mundo académico no suele lidiar bien con su presencia.

Cuando ocurrió la Conferencia de 1983 en Rutgers-Newark en la cual vi a Soto por última vez, la biblioteca pública de esa ciudad, decidió hacer una conferencia para incluir las voces que habíamos sido dejadas fuera de la gran conferencia. Ahí tuve el honor de leer de mi obra: En el país de las maravillas al lado y después de la lectura de esa monumental poeta Ángela María Dávila. Tal fue mi agradecimiento hacia esa biblioteca por no habernos dejado fuera de la celebración, que en 1987 hice algo insólito. En ese año (1987) murió mi madre. Coincidió su muerte con una invitación que me había extendido Nancy Gray Díaz para cerrar una serie de literatura Latina en los Estados Unidos que ella había organizado.  Ahí leí por primera vez, y en honor a mi madre, mi colección The Margarita Poems. Y ese día, cometí un error grave. Creyendo hacer un gesto de agradecimiento a la biblioteca de Newark, les doné y entregué todos los casetes con las entrevistas que yo había hecho a través de los años con figuras como Dolores Prida,  Alba Lucia Ángel, Julia Álvarez, Cherrie Moraga y, mis dos entrevistas con Pedro Juan Soto. Digo que fue una decisión desacertada ya que la Biblioteca de Newark le dio tan poca importancia a esos casetes y esas grabaciones que las perdieron y hasta el sol de hoy no las han encontrado. Desde el año 2010, vengo implorando que las busquen para poder transcribir mi entrevista con Soto y, al sol de hoy, todavía me dicen que no las encuentran. En marzo del 2011 me dejaron saber, a través de un abogado a quien le pedí mediación, que, en realidad, los casetes no estaban “perdidos” sino mal puestos y que tenían la certeza de que nunca habían salido de la biblioteca… Dejo ahí la ironía.

El día 7 de noviembre de 2002, al enterarme en mi apartamento en Maine de la muerte de Soto, llamé a una floristería en San Juan para enviar una corona al velorio (ahora me dicen que en la isla los llaman velatorios –parece que “ velan” ahora por que los muertos salgan de su tórrida condición). Pedí que no enviaran las flores en colores de banderas ni movimientos políticos sino un arreglo de margaritas amarillas y pompones blancos. No recuerdo lo que pedí que se inscribiera en la cinta. Ese día, también le escribí una nota personal a Carmen Lugo Filippi su compañera del alma, y la mandé por Express Mail para que le llegara a la funeraria el día del entierro. Carmen tuvo la gentileza de enviarme una nota a manuscrito, agradecida de que siempre hubiese sido una amiga para Soto. No conforme con enviar las flores y al no poder estar allí, le pedí a mi amiga de la infancia, Nancy Simounet, que fuera al velorio. Allí se presentó y me confirmó que la corona estaba expuesta y añadió: “había muchas bonitas y la tuya era de las más bonitas por el contraste de color diáfano.” Nancy estudio arte, asi que sabía que su observación era muy acertada.

¿Por qué decido escribir en este momento esta memoria de Soto? Lo hago para recordarme a mi misma que Soto, quien viviera en NYC y en Puerto Rico y quien también escribiera en inglés, siempre luchó porque se nos incluyera a todos los exiliados en la literatura isleña. De hecho, fue él quien me dijo en la entrevista primera: “Hay puertorriqueños en todas partes, hasta en Alaska, y todos somos puertorriqueños.” Un hombre visionario, brillante, malentendido, quien en su obra Ardiente suelo, fría estación ya hablaba de la hostilidad con la cual se recibe a los puertorriqueños exilados cuando regresan a la patria. Soto, que en su libro Spiks reprodujo el habla popular puertorriqueña para validarla en la gran urbe.  Soto el escritor de una novela metaficción en una época en que nadie lo hacía en la isla.

Me llena el alma escribir mis memorias de un ser humano rechazado en los dos mundos –el isleño y el de los Estados Unidos. Bendigo la hora en que decidí escribir sobre su obra. Con la madurez de los años veo que hice bien en hacerlo.  Al recordar a Pedro Juan Soto, también me recuerdo a mí misma.