El Gavetero Azul

Historia

Sentada al filo de la cama, casi flotando en un vacío con densidad suficiente para sostener su abultado cuerpo, observaba el nuevo gavetero. Su azul profundo hacía que los brillantes rojos de los bordes y las manijas resaltaran, cual incandescentes aperturas de un volcán marino. Trataba de mirar el mueble con los ciegos ojos de su primer hijo que, aún en el vientre, pateaba con rítmica firmeza, como si imitando el entusiasmo de su corazón. Procuró absorber el momento, dilatando en lo posible la apertura de las gavetas. Sabía que mientras más esperara, más fuerte sería el olor a ropita nueva, todavía sin estrenar. Sin embargo, era este el tercer ciclo de un ritual que aún no vivía el mediodía.

Uno a uno fue sacando los pequeños atuendos que en delicada fila flotaban, abriéndose como paracaídas en dirección a un lecho que los esperaba con la suavidad de la yerba mañanera, recién pasado el rocío. Primero los trajecitos de una sola pieza, los cuales había seleccionado con extremo cuidado, juzgando con el roce de sus dedos la suavidad de la tela. Los había escogido con la apertura de la cabeza amplia, inspeccionando cada costura antes de recogerlos, y asegurándose que estaban acabadas a perfección, evitando así todo riesgo de rasguño. Cremalleras, por supuesto, no formaban parte del inventario. Poco a poco desdobló las pijamitas que, con sus jirafas y elefantes, intercambiaban balones que flotaban entre algodonadas nubes, a la vez que comenzaban a despedir su ahora tenue, pero aún delicioso, aroma de futuro.

Pautado para nacer en el invierno, los suéteres de lana se hacían imprescindibles. Los volvió a organizar por colores sobre el improvisado camastro, mientras repasaba en su mente todas las posibles combinaciones con las apropiadas camisitas, las cuales se abrochaban en las piernitas, para que no se le subieran. Pensar en los piececitos desnudos le hizo recordar con nostalgia el perdido arte familiar de tejer en dos agujas, lamentando el no haber observado a su madre con mayor atención. Hoy podría estar tejiendo las botitas que cubrirían los dulces deditos de su primogénito, en lugar de dejarlos tan desnudos como los suyos, víctimas de una intemperie cruda, o a la emboscada de un suelo que vándalos gustaban de adornar con vidrio de botellas rotas, escondidos por entre las rendijas de camino del abandonado parque. Las callosidades que ahora la protegían, habían tomado años desarrollarse, y sabia que su niño no venía preparado con tal equipaje.

Las horas habían pasado con la rapidez del que sueña, y el sol se despedía temprano, acelerando su descenso tras el horizonte, mientras un viento helado que avisaba tormenta la despertaba de su trance, a la vez que amenazaba con desperdigar las hilachas de ropa que con tanto trabajo había logrado acumular por toda la gran urbe. Apresuró en su carrera contra los elementos, recogiendo los curtidos suéteres junto con las descoloridas camisitas. Abrigó contra el pecho los trajecitos de una pieza, mientras las despedazadas pijamitas apenas le ofrecían calor al abultado vientre que comenzaba a contorsionarse con punzantes dolores que le debilitaban las piernas. Eñangotada, y sosteniendo su mano del destartalado mueble que sólo ofrecía parches de recuerdo de un azul difuminado, observaba con tristeza la partida de jirafas y elefantes que, cansados del juego con imaginarios balones, desaparecían en la oscuridad de unas nubes que ennegrecían el paisaje.

Varios pedazos de cartón tendrían que bastar para amortiguar la caída del retoño, el cual, con su primer llanto, devolvía a todo sus brillantes colores originales, en un aliento de porvenir. Las jirafas detenían su partida, urgiendo a los elefantes a hacer lo mismo. Estos, emocionados por la nueva esperanza que de sopetón inundaba el ambiente, aleteaban sus orejas hacia las pijamitas, en un renovado juego de coloridos balones y blanquecinas nubes. Las hilachas, entusiasmadas por el tierno cuerpecito, anudaron esfuerzos en el imperecedero destino de abrigar vida nueva. Y el gavetero, como si inyectado por el gozo del amor, expandió sus pálidos azulados parches con una profundidad que provocó envidia en todos los océanos del mundo, mientras sus bordes y manijas volvían a despedir el color del carbón encendido. Era ya sin duda, el principio de un nuevo amanecer.

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