Palpo

Creativo

Se pasó una buena parte de la mañana tocándose la cascarita que le había crecido alrededor del tajo en su dedo pulgar.  La sobaba y la rozaba con la uña, mirando, mientras tanto, hacia puntos indeterminados y fluctuantes en la dirección general de la sala, tratando, sólo por medio del tacto y sin hacer trampa con la vista, de contar los valles y cimas de su relieve. Su propia costra, de topografía única e irrepetible, le proporcionaba una satisfacción plena y la anticipación gozosa del explorador que se lanza a catalogar nuevos territorios.

De todos sus sentidos, el tacto era el más desarrollado, no porque no usara los otros, sino porque el deleite de tocar sobrepasaba por mucho la necesidad de ver por donde caminaba o de escuchar las sobras de las voces.  Uno de sus juegos favoritos era sentarse en el asiento de ventanilla de un tren de cercanías y ver el paisaje pasar a alta velocidad, y de este modo competir contra la rapidez con la que le llegaban las imágenes: veía algo, un poste de luz o las vías de madera podrida y metal mohoso, o las malas hierbas que de ahí brotaban, o los muros de un almacén abandonado hasta por los vándalos, o los troncos de pinos enflaquecidos por tantos años de vivir al ras de esas vías, y a esas imágenes que le pasaban frente a los ojos en una fracción de segundo les daba vida, las transformaba intensamente cuando las colaba por el filtro de su mejor sentido.  Entonces lo visual se tornaba táctil, y en vez de ver tronco, piedra, hierba o metal, lo sentía: profundamente le llegaba el roce de la brizna de hierba, afilada y veloz, inmisericorde al momento del zarpazo que mina la piel.  O la porosidad áspera del concreto con su fina película de polvo, o las astillas húmedas de la madera carcomida, o el cosquilleo esponjoso del musgo tenaz.  Lo que veía no era nada hasta que retumbara en la yema de sus dedos.  La imagen, entonces, era sólo un conducto, tramo pasajero que llevaba al placer verdadero.

Y éste era el placer del roce, del peso, de la textura y del calor.  Ansiaba el humo, la piquiña, el hielo y el vapor.  El chicotazo de un látigo tirado al pie del camino, visto por un instante y sentido hasta el tuétano como las secuelas de un sismo.  Concluía que el viaje en tren había sido bueno si sentía que le había ganado a la máquina ferroviaria, que su piel ya había procesado la gran cantidad de objetos que veía por la ventanilla, sin importar la velocidad, y su carne vibraba, extenuada y triunfal.

Podía dominar y extender el juego con más gusto que el que derivaba del sexo, cuyas reglas generalmente estaban fuera de su alcance y control.  Había conocido a unas cuantas personas dispuestas a practicar el toque mutuo y extendido, especialmente si se les describía como sexo tántrico, pero poco a poco perdían interés, ya que lo veían como un preámbulo a algo que nunca llegó a descifrar.  No entendían que ese algo era un mero zarcear de cañerías, cosa que se pierde, golpes internos asestados al azar.  ¿De qué vale jugar a un orgasmo si no es por el toque repetido y solemne?  ¿Cómo les era posible no venirse con el tacto, con el roce eléctrico entre dos pieles a milímetros de distancia?  Mucho le tardó adiestrarse para imitar a estos seres carentes, en una juventud que ya le parecía lejana.  Esfuerzos que no le trajeron sino congoja y rechazos corteses.

Ya para el mediodía todo estaba listo.  Escogió el mejor cuadradito de vidrio de su colección (trozo que se alojó, furioso, en su carne blandengue: carne que sangró risitas diligentes, cuadraditas),  y vibró con el júbilo de  palpar.

Crédito foto: www.pixabay.com, bajo licencia de dominio público