Epitafio y tanatografía

Creativo

Pensar es servir.

José Martí


A Carlos Soto Arriví

y a Arnaldo Darío Rosado, a 36 años:


¡Prohibido olvidar!



Tiembla el pitirre abejero en su gris,

cautivo de su canto enmudecido,

a diez esbirros de sangrienta orden

azorado avista,

disponiendo ejecución a mansalva,

con la maleza por cómplice cruel.

De encarnizada caza,

de cólera sangrienta,

de pólvora y de plomo,

pinta el mediodía,

jalda arriba, en el Cerro Maravilla.

Un nubarrón se cierne jalda abajo,

sobre la Ciudad Universitaria.

Mañanera, exuda prisas la plaza:

dos jóvenes entretanto emprenden

viaje del que no han de regresar,

óbolo de la muerte,

pagan coste de periplo letal,

van camino a Ponce,

donde, hoy, las quenepas

se cuajan de coágulos;

en ruta hacia Villalba,

en donde, hoy, al alba

se le extingue el brillo.

La pena viene del cerro.

Al cerro la pena va.

Aguija como guabá

y gusta matar a hierro.


Sin que medie sospecha,

van hacia su patíbulo,

acompañados por un camarón;

“El Fraile”, llaman al azuzador,

un agente infiltrado al Movimiento,

un tramoyista que, todo cacumen,

arma mortal patraña;

que instiga rebelión

–la toma y saboteo de las torres

de trasmisión radial,

¿acaso para echarlas a volar,

o acaso para hacer una proclama,

simbólico alzamiento,

sedición de las ideas,

una moción para la libertad? –

que tiende la emboscada,

que armiña la sentencia,

melifluo en el decir,

corazón de cadillo,

que inviste disidencia

de manto terrorista:

encerrona, engaño, fraude, trampa.

Agonizante julio preconiza

un día veinticinco;

mil novecientos setenta y ocho, el año;

e igual prevé un malicioso embrollo,

dolosa ocultación,

mortífera asechanza.

Transido de agüeros,

Ponce aguarda el arribo.

Sombría barca de Carón, con ruedas,

desaborda el trío el carro público,

y “El Fraile” de inmediato gesticula

para hacer parar a otro vehículo,

trasbordo de Aqueronte

en mórbido trayecto.

A punta de pistola

auto y chofer incautan,

e inician la subida

del Monte de la Infamia.

Naranja de sangre, el sol se agazapa

sobre un advenedizo mediodía.

De rubicundos tintes

se colora el cielo de Villalba.

“Pitirre, pitirre”, de ronco trino,

intenta inútilmente prevenir

el infausto ascenso

al Cerro del Engaño,

guarida de sicarios.

El monte villalbano

es un latido a punto de extinguirse.

Entra en reversa el taxi hacia las torres.

Cloto, Láquesis y Átropos chirrían,

pero nadie las oye.

Por la puerta del chofer

se apea “El Fraile”,

y por el lado derecho, los jóvenes.

Saltan de su guarida diez cerberos,

canes del inframundo,

vigías del infierno.

Comienzan los disparos.

Resulta herido “El Fraile”

en un dedo, y en pleno reperpero

su identidad finalmente revela,

con grito acobardado

de ¡policía soy!

Camarón, ay, Camarón,

si no andas con cuidado,

vas a acabar en sopón,

o crudo y acevichado.


En la maleza oculto

un par despavorido,

aunque ileso, entrampado,

aguarda cruel porción.

Al acecho del auto los cerberos,

toman por presa al taxista rehén.

Uno de los muchachos

su inocencia clama,

y tras medir Láquesis con su vara

la longitud del hilo de su vida

ve que la suerte al chofer ampara,

que digna, si triste, vejez le aguarda.

Pitirre del espanto,

pupila enardecida,

es su iris dilatado

espejo de la muerte

que en su furor no miente.

De rodillas matan en Maravilla.

Como tampoco miente

la retina que horrorizada avista

su ajusticiamiento,

abominable imagen de la infamia:

postrer fulguración

del plomo en su macabro resplandor,

en dos pares de ojos,

congelados laberintos del pánico

donde riela en su hielo

el criminal afán

de la muerte que llega

en traje de oficial.

Vestida de “Justicia”

se dispara la inquina

que lincha de rodillas

y llama “héroes” a los asesinos.

De rodillas a Carlos y a Arnaldo

matan en Maravilla.

Limón partido, una Razón de Estado,

que jura en falso y mata de rodillas.

Allá en El Yunque, llora Yukiyú.

Se encoge en su tristeza

el cauce loiceño

y queda más chiquito en su quietud.

Trina rabioso el pitirre y es su trino

un grito acusador.

El cerro se desangra;

de amoratadas flores

se recubre, funéreo cohitre.


© Dinorah Cortés Vélez

“Epitafio y tanatografía” del poemario inédito Epitafios y tanatografía.

La autora se desempeña como catedrática asociada de literatura latinoamericana en Marquette University, Milwaukee, Wisconsin, U.S.A.