Puerto Rico, la Isla del Diablo: ¿se construye una supercárcel?

Justicia Social

Los cálculos que proyectan un crecimiento de 52 por ciento en la población penal en Puerto Rico durante este cuatrienio, para lo cual ya se ha solicitado que Estados Unidos eleve los límites legales de hacinamiento, ponen al Gobierno autonomista en la dudosa perspectiva de ser el que más personas envíe a las cárceles en toda la historia de esta nación isleña.

A contrapelo de ese crecimiento acelerado en la población encarcelada, sectores liberales del oficialismo proponen desde la Legislatura enmiendas al Código Penal para reducir penas y restituir la discreción de los jueces para evitar en muchos casos las sentencias de cárcel, pero de inmediato la jefatura del Gobierno ha hecho claro que eso no cuenta con el beneplácito del Palacio de Santa Catalina, sede de la gobernación.

El incremento que ya se está produciendo y el que se anticipa -que podría elevar de menos de 11.000 en 2012 a casi 16.700 para 2016 la población penal “estable” y en decenas de miles más al año las cifras de los encarcelados- traen de vuelta recuerdos históricos de hace 35 años. En aquel tiempo, tras un motín y una demanda de clase de los presos, el tribunal de distrito de EE. UU. encontró que el sistema carcelario establecido en Puerto Rico era tan barbárico y ajeno a la decencia humana que constituía castigo cruel e inusitado.

Uno de los aspectos en aquella situación era el hacinamiento carcelario, por lo cual, bajo supervisión del Tribunal, se desarrolló un programa masivo de construcción de prisiones. Las degradaciones del crédito de Puerto Rico, la crisis económica y las políticas renovadas de mano dura se han combinado para que, otra vez, los espacios carcelarios resulten insuficientes y el Gobierno anticipa que se superará el límite legal de 14.400 presos el año próximo.

El asunto fue discutido en semanas recientes en una reunión sostenida con los alcaides de las prisiones y se presentó al Tribunal de EE. UU. una solicitud formal para que se autorice elevar el límite legal de espacios para confinados adultos hasta 16.681 sin construir cárceles nuevas. La solicitud está pendiente de determinación judicial y, como tantos otros temas comprometedores para el discurso de liberalismo y derechos civiles por parte del Gobierno autonomista, no ha sido objeto de atención pública de importancia.

Mucho menos se toma en cuenta que, en momentos en que se reanuda la discusión sobre posibles cambios a la condición de Puerto Rico como colonia de EE. UU., cobran vigencia los referentes de turbulencias que se creían superadas en el País y de páginas peores en la historia caribeña.

Según el Sumario Estadístico del Departamento de Justicia, ya para 1960 la población penal “estable” de Puerto Rico mantenía un promedio de poco más de 4.300 presos, lo que se mantuvo sin cambios mayores hasta 1982-83. Sin embargo, ese nivel ya sobrecargaba el sistema de prisiones, buena parte de las cuales databa de tiempos de España en el siglo XIX.

Precisamente una de esas -el viejo Presidio Provincial de La Princesa- fue escenario en 1974 de un motín contra los abusos, evento que catapultó el liderato carismático de Carlos Torres Iriarte, conocido como “Carlos La Sombra”. Cinco años después, en el Presidio Estatal “Oso Blanco”, Carlos La Sombra se unió a otros presos -entre ellos al menos uno de los encarcelados por la lucha para sacar de Vieques a la Armada de EE. UU.- y fundaron la hermandad de confinados “Ñeta”, hoy con filiales en varios países.

En ese mismo año de 1979, otro preso que se encontraba también en el “Oso Blanco” por un delito menos grave, de nombre Carlos Morales Feliciano, presentó una demanda judicial que pronto se convirtió en un pleito de clase a nombre de todos los confinados del País. Desde entonces, las cárceles de Puerto Rico han estado bajo vigilancia judicial.

En los años ochenta se construyó cerca de una docena de prisiones y se logró superar el hacinamiento en 1994, cuando hubo 11.511 espacios autorizados y un promedio de 10.616 presos. En aquellos años había comenzado una ofensiva contra el narcotráfico que incluyó el uso de las fuerzas militares y llegó a elevar la población penal a 14.876 presos en 1998 y más en años posteriores, pero siempre por debajo de los espacios que había disponibles, que llegaron a 16.964.

La desmovilización de la fuerza castrense y un código penal más liberal comenzaron a sentirse a partir de 2007-2008 en la baja de la población penal, que en 2012 llegó a solo 10.958. Pero ese mismo año entró en vigencia otro código, de tipo conservador, que explica el renovado aumento en los encarcelados.

La nueva jefatura conservadora del autonomismo no solo está pidiendo permiso para hacinar otra vez las prisiones, sino que el Tribunal le autorice más flexibilidad para reducir el personal de custodia y cuidados ahora obligatorios.

Todo eso trae a la memoria referentes viejos, como cuando en décadas pasadas se llegó a plantear usar la isla de Mona para una cárcel de “separación permanente” para criminales habituales, al estilo de la tristemente célebre Isla del Diablo, en la Guayana francesa. Esta última, clausurada en 1949, sirvió de aldabonazo para la conciencia liberal con la publicación de la novela autobiográfica del expreso Henri Charriere “Papillón” en 1969, basada en “La guillotina seca” de René Belbenoit.

Referentes como el de la Isla del Diablo estaban muy vigentes en los años setenta -“Papillón” fue llevada al cine de Hollywood en 1973, meses antes del motín de La Princesa- pero hoy han quedado lejos. Igual ocurre con los referentes nuevos, como la política actual del Departamento de Justicia de EE. UU. de reducir la población penal.

Todavía más lejos quedan los referentes clásicos como el célebre debate en Atenas en el siglo V A.C. en el que Cleón pedía las penas más fuertes como escarmiento y Diódoto argumentaba que eso no disuadía la conducta criminal.


Crédito foto: Aapo Haapanen, www.flickr.com, bajo licencia de Creative Commons (https://creativecommons.org/licenses/by-sa/2.0/)