En ocho párrafos y mil palabras...

Creativo

Después de acceder a la médula ontológica, abrimos otro ciclo en el umbral de tu voz, como si fuera la antesala de la casa del silencio para volver al principio. Y esto aún cuando hoy se hacen invisibles tanto la ecuación de causa y efecto que lleva todos los días a Papo Impala a gritar desde los espacios de color cerrado en la esquina de siempre: “¡Ya vienen a buscarme!”, delirando después de ver en Reyerta TV una de las temporadas de crímenes domésticos y cuentos traidores, entretejidos en violencias cotidianas de malasangre vislumbradas por una muñeca menor, con pasión y libertad, con eso de no me quieras y autopsias de exquisito cadáver, que entre el delirio y la esperanza, cual si fueran piropazos tienen como valor añadido las peores intenciones transmutadas en anzuelos y carnadas que lanzadas al mar atraparon un pez de vidrio de la extinta especie que en felices días tío Sergio describía como peces emplumados en el más profundo hemisferio de la sombra.

Tejido en el combate cotidiano, esa duermevela en tránsito te hace divagar al otro lado de tus párpados por diversos estadios en los que ya el psicoanalista manifiesta cierto hastío con el proceso traductor del sexto sueño, que, mientras tanto, destila una nítida silueta en letra viva con relieve en las formas del vértigo. Tras la última caricia onírica, concluida la consulta, sientes que cada vez te despides mejor de este mundo cruel. Y esto sucede cuando otros, de forma particular, dicen que los dormidos están a lo lejos, en un cielo pájaro, a distancia prudente de la dosis de casquillos que brinda la orquesta diepálica, cotidiana y kitsch, repleta de belleza bruta en la música de cámara que interpreta como cierre una serie de sonetos sinfónicos y un aguinaldo puertorriqueño en clave de Mardi Gras.

No de otra forma se ha establecido este sinuoso embudo del sendero umbrío y encancaranublado, que lleva como enigmático ouroboros -esa serpiente que se muerde su propia cola- a la familia de todos nosotros. Sin que nos desvíen los pactos de silencio o la reunión de espejos en un tramo ancla vertiginoso en el que apenas podemos saludar con palabras vivas a Delfia cada tarde o enviar cuentos para rafa por la tragicomedia de andar como muertos vivientes, en una canibalia cibernética que nos mantiene pegados al Smartphone, desperdiciando de esa forma incluso los microgramas de sol.

Y esto ocurre aún cuando hemos tenido un fraile confabulado con el pájaro loco que con Cátulo visualizan la infamia de Roma y combaten al imperialista ausente, lo que se establecerá mediante el repertorio de un concierto de metal para el recuerdo como remedio a esta sensación continua y quemante de andar en la calle como si bailáramos la guaracha del Macho Camacho en danza negra buscando la mirada de Gurdelia Grifitos que nos ignora mientras focaliza su atención a los movimientos inesperados de los personajes en las páginas de la novela bingo, quienes, envueltos en cuerpo de camisa con mangas largas, y ante la mutable sonrisa de esa mujer moderna ocupada además en un breviario sin nombre de psicodelias urbanas, se transmutan en un mundo cero de guajana, cercano al lugar de los trámites en Talipe, con un gato malo divertido a pata suelta, como el animal fiero y tierno que es, con el vaivén de la brisa en la tela de la araña que el niño de cristal y los olvidados han desplegado en la única ventana de la alcoba roja, muy cerca del sótano que también sirve de zona de carga y descarga en esa estructura que sirvió como taller literario al humanista de apellido Mairena.

Tiempos diferentes a cuando los niños salían despavoridos del aula después de divisar vagando por las cercanías del terrazo a Santa Cló en La Cuchilla con el gutural canto cacofónico de un gallo exógeno en textos importados, cuando vivíamos sumergidos en la llamarada condicionada a ciclos de bagazo y tiempo muerto marcado por trote cansado del Rucio que reconoce las huellas del josco que certifica con sus relinchos sobre este suelo que las mismas son reales y no cuentos del cedro, mientras hoy como ayer intentamos vender incesantemente, unos y otros, este País de cuatro pisos mediante cuentos para fomentar el turismo.

Es así que sin descansar, ni siquiera hasta en el 30 de febrero, llevamos en nuestros brazos al niño morado de Monsona Quintana con el ineludible proceso en diciembre anotado en el poco espacio disponible en la postal de una ciudad llamada San Juan, que enviamos con el mismo mensaje en dos cartas distintas remitidas bajo el título de otro día nuestro.

Y como si se tratara, por lo quijotesco, de un canto de la locura, es importante hacer inventario del panorama puntualizando que aquí nadie peca de incauto. Tras lo cual vemos que unos (cuña del propio palo) consideran anécdota trivial y lo nombran la actual fantasía, pero nosotros, este grupo de escribas, conscientes de nuestro paso particular a través de los siglos y anticipando el desconcierto existencial de esos otros, ya habíamos conjurado con ojos de luna, al mar y tú, esas rutas similares a los soles truncos que han perdurado más allá de las cenizas y el tirijala actual de palpables distancias temporales en el castillo de la memoria. Es así que podemos acercarnos, sin miedo, a la dinámica interdependiente de épocas anteriores cuando no eran desconocidos los motivos que llevaron a los ancestros a sembrar la palma del cacique entre medicinales pasajes de Yerba bruja.

Ya en este punto se escapa inevitablemente el suspiro después de la resaca que, sin embargo, no deja a medio hacer la curiosidad innata de tres hombres junto al río que absortos continúan examinando el cuerpo inerte. Ahora solo queda acceder a la médula ontológica que permite la cohoba y que amable el Bajarí nos ofrece en la cueva del litoral costeño que permanece incólume frente al atlántico.

Crédito foto: Keoni Cabral, www.flickr.com, bajo licencia de Creative Commons (https://creativecommons.org/licenses/by/2.0/)