Paseos con Leo 3: Un niño mago

Creativo

Qué de casos extraños encuentra uno en una gran ciudad cuando se sabe pasear y mirar… nos dice Baudelaire, la vida hormiguea en monstruos inocentes. A diferencia de andar en carro, andar a pie hace la diferencia. Cuando cumplí 50 años, decidí vender mi auto. El que quisiera verme, debía entrar en mi casa, llenar mi sala con lecturas, hacerse amigo de mis libros.

Ya hace un año ando a pie, valga el pleonasmo. Y se llenan de personajes singulares los barrios por donde habito, algunos incluso pequeños monstruos. Pero la noche pasada fue diferente.

El reloj cucú cantó las tres de la madrugada. Y así, como de un susto, se sentó Leo. Lo miré asombrada, pues yo también acababa de despertar. Sus ojos inmensamente abiertos me dijeron que no habría manera de hacerlo dormir. Algo extraño habitaba la casa. Amanecería Día de Reyes Magos. Pero eso él aun no lo sabe. Decidí entonces dar un dilatado paseo, niño en brazo izquierdo, por el larguísimo pasillo de mi casa. Encendí la luz y así pude leerle algunos títulos que sobresalían del librero, cuadernos que mal coloqué, algunos que releo constantemente. Él tocaba los cuellos como si fueran antiguos amigos con quienes aplazar el juego. Algún libro abrí para que viera los dibujos. Conservo uno o dos de lectura para niños, que también hace poco abrí a mi madre para enseñarle a volver a hablar.

Así seguí el camino largo del pasillo que desemboca en la sala. Allí, silentes como niños mudos, las mecedoras de pajilla, las butacas, las mesas antiguas, todos hermanos entre sí, los muebles de mi casa. Como para hacer grandes magias, toqué una mecedora y comenzó a rechinar. Volví a hacerlo. El niño incluso se reía. El cucú volvió a cantar, esta vez para marcar la media hora. Era largo el viaje por mi casa. Mostrarle al niño las edades de las cosas, dejarle saber que no solo el paseo convoca a la ciudad donde deambulan día y noche, con luz y con tinieblas, esos personajes que la toman, la piazza es mía, la piazza es mía… aquellos monstruos inocentes de los que hablaba Baudelaire, o Los miserables del gran alcalde Víctor Hugo.

Pero nuestro viaje no terminaba ahí. Pasé mi mano por las mesas, él pasaba su mano por las mesas. Encendí una vela para no asustar las sombras, algunas presencias tibias que se sienten en la noche cuando todo es silencio. El pequeño Leo miraba como si fuera la primera vez, y tal vez lo era. Sus grandes ojos caramelo se encendían mientras me acercaba a la inmensa galería abierta de par en par con vista al mar. Entonces supe la razón de nuestro desvelo. Lo supe claramente porque lo vi con mis propios ojos. Allí estaba ella, redonda como si se hubiera acabado de completar en ese mismo instante. Profunda con el pescador a punto de atrapar su pez. Sé, porque también lo vi con mis propios ojos, que en el Hemisferio Sur es un conejo a punto de saltar quien se vislumbra en ella.

El niño que ahora apreté más contra mi pecho, alzaba sus manos como queriendo agarrarla, a ella, a la de siempre, a la misma luna hechicera que habita las islas humanas, la misma que sin luz o con ella se sostiene perpetua en el mismísimo centro de algún cielo. Aunque de siempre hemos sabido que hay muchos centros en las historias de los hombres. No son Tres Reyes Magos los que entraran al amanecer en mi casa. Es un niño mago que me ha llegado. Sus bracitos continuaban alzados hacia ella como hacia una madre. Mi niño mago, ese que guiará mis pasos por las calles largas de la ciudad que me habita. Ese a quien le muestro el viaje interior por la casa. Porque hay un adentro y un afuera. Aun me falta un poco de tiempo para conjugar ambos viajes, ambos pasajes por la vida de los dioses y las bestias. Cómo sentir con la frescura de la inocencia, me pregunto, que esa luna nos guiará hacia un niño que nos salve a todos, que a través de sus ojos nos miremos, que cada criatura es un nuevo cristo, una esperanza en donde vernos desde el adentro, desde el largo pasillo de la casa.