PEN Club

Creativo

“La literatura no tendrá más salida que reivindicar

la desobediencia, la rebeldía, la inconformidad.”

Luis Rafael Sánchez

Cuando el cansancio de una larga velada ascendía imparable por mi espalda, alimentado por discursos académicos que se extendían más allá de lo que mi mente podía absorber, Ángela López Borrero lanza la fulminante sentencia, "Dejémonos de falsas humildades, todos los que escribimos queremos ser leídos," en su discurso aceptando el homenaje le hiciera el PEN Club de Puerto Rico, durante la ceremonia de premiación a los mejores libros del año. Era diciembre del 2014 y hacía catorce años que yo no iba a Puerto Rico.

 

Me pregunta Rubis Camacho, al comentarle sobre mi largo lapso de ausencia, “¿y cómo se siente estar de nuevo en la Isla?” “Como si nunca me hubiera ido,” le contesto. Su rostro hace entonces un gesto de aprobación, cual si validando algún valor literario que mi comentario pudiese tener, junto con una rápidamente cocida y fragmentada observación, denotando beneplácito. Era el tercer rostro que me brindaba Rubis en menos de dos minutos. El primero fue cuando llegué al aula magna del Centro de Estudios Avanzados, una media hora antes de comenzada la ceremonia de premiación y sentada en la primera fila, diviso su espalda. Conversaba ésta con alguien para mí desconocido y, por un momento, esperé en la cercanía a que terminara para poder saludarla. Pero estaba en Puerto Rico y la conversación no daba visos de acabar. Preocupado por la posible afrenta de la interrupción, pero aún hacia adelante, toco el hombro de Rubis mientras me disculpo con su interlocutor. Ésta, volteando su cara con lo que me pareció un ampliamente practicado semblante de camaradería que piensa se le debe a cualquier colega escritor que se presentara esa noche y, seguro ahora, tocaba su hombro, me mira. Solo le tomó una fracción de segundo entender quien era, regalándome así de manera casi instantánea un segundo rostro, exclusivo para mí, con una sincera faz inundada de grata e inesperada sorpresa.

 

Escribir con la precaución y el delicado tacto del que está pendiente a la fama, entendiendo el texto como instrumento de promoción personal que encuesta los gustos y ajusta sus temas y oraciones en concordancia con estos, es embarcarse en una actividad riesgosa. Pues a la gran posibilidad de que, a pesar de nuestros esfuerzos, pasemos desapercibidos, se le añade el convenio con la moda literaria, la cual, aunque pueda tener calidad, se limita a los patrones y cánones aceptados y promovidos por los que manejan el capital literario del momento, exponiéndose el escritor a la eventualidad de comoquiera perder. Pues puede que nadie nos lea y, si nos leen, puede que sea por nuestra capacidad de escribir literatura apta para el mercadeo, aún cuando los lectores sean parte de un reducido grupo, pero con algún peso en la determinación de lo que es literatura de calidad. Pero apostar al escrito que no procura fama es casi, como lo implica el comentario de López Borrero, una imposibilidad. Pues aún en el intento de crear una obra contestaría que por “incomprensible” ahuyente al aplauso mayoritario, desechando de su ente la importancia que los premios de los productores de cultura puedan tener, siempre se escribe para ser leído. Lo contrario es “una falsa humildad.”

 

Eran como las siete de la noche y había aterrizado solo pocas horas antes. Luego de tomar un taxi hasta el Viejo San Juan y acomodarme con premura en el hotel, cruzo la Caleta de Las Monjas para disfrutar de una cerveza, antes de darme un baño.[1] Titubeé al preguntarme el bartender que deseaba tomar. Decidí por lo acostumbrado y pedí una Heineken. Fue una movida de transición, pues al ordenar la segunda, la situación estaba mucho más clara y la realidad del aterrizaje era ya aceptada. Estaba en Puerto Rico y era pertinente ordenar una Medalla. Emocionado, le tomo una foto al par de botellas, logrando en una corta síntesis expresar lo que acababa de experimentar e inmediatamente la cuelgo en mi muro de Facebook. Los “likes” no se hicieron esperar, junto con las declaraciones de sorpresa de que me encontrase en la Isla.

 

Escribir desde el extranjero acarrea peculiares dilemas. Pues si bien el dominio de un segundo idioma abre las puertas a un mundo literario con posibilidades inimaginables de compensación y reconocimiento, es el idioma materno, el de la patria de la juventud, el de los apasionados dichos y turbulencias que nos formaron, el que termina cediendo a la emoción que exige el papel. Se opta entonces por el mercado diminuto, casi inexistente, pero que sirve de terreno fértil para ubicarse en una longeva tradición que al presente busca con ansias redefinirse.

 

Rubis parecía legítimamente confundida acerca de cuando había llegado a la Isla y, pensando que llevaba varios días, trae a colación la foto. “Vi en Facebook que te tomabas una Schaefer y pensaba cómo serías capaz de estar en la Isla y no avisarme para entrevistarte en la radio.” Conmovido por su amabilidad, le explico que sólo llevaba pocas horas y que había venido para verla aquí en la premiación. Retomando ésta el tema de la entrevista radial y la posibilidad de que se hiciese entonces durante la semana, le señalo que ya regresaba a Boston el día siguiente, pues tenía que trabajar, además de que no podía estar tanto tiempo sin ver a mis hijos. Pero mientras mis labios articulaban todas estas explicaciones, mi mente sólo pensaba en la implicaciones de Rubis haber confundido las Heineken y Medalla con una Schaefer. ¿¡Una Schaefer!? Pensé en que la última vez que vi una, fue en casa de mi abuela en Caparra Terrace, en algún punto a finales de los años sesenta o principio de los setenta. Ésta las compraba por cagas y las tenía listas y frías para las reuniones familiares de los domingos, en donde mi padre, junto con mis tíos, cada uno con una Schaefer en la mano, formaban un círculo conversatorio en la marquesina que le hubiese servido de excelente trasfondo a Chucho Avellanet mientras, con cautivadora vocalización, incitaba a todos a seguir tomando “vaso tras vaso.” Era evidente entonces, concluían revoltosas las ideas en mi mente, que Rubis o nunca se había dado una cerveza en su vida o si las conocía, estaban hilvanadas con memorias de un Puerto Rico hace ya algún tiempo desaparecido, pero que, por razones desconocidas para mí, vivía suspendido en la idea que ésta tenía sobre el mundo actual de los bebedores boricuas.

 

Desde afuera escribimos sobre lo que fuimos y placenteramente nos sorprende descubrir que tres décadas no son nada en el calendario, cuando de continuar nuestra puertorriqueñidad se trata. Lo que entonces parecía pequeño se amplía, pues seguro de mantener una sólida conexión que ni el tiempo, ni las nevadas, ni el salvajemente arrollador idioma ajeno han podido mermar, tomamos ventaja en el ensanchamiento de nuestros horizontes, revelando a los incrédulos el entendimiento universal que atesora nuestro origen. Es como regresar, luego de la larga jornada, al muy conocido punto de partida y aún así, entenderlo como nunca antes se entendió.

 

Antes de terminar lo que pensé debería ser una corta conversación, pues imaginaba lo ocupada y solicitada que Rubis estaba en una noche como aquella, tiene ésta la delicadeza de preguntarle al paciente oyente que había yo interrumpido, si conocía a Ricardo Vega. Para mi sorpresa éste dice, “sí, por supuesto.” Pero sospeché que fue algo que pensó debería decir. Nadie a quien Rubis haya saludado con tanto candor, merecía identificársele como un desconocido. Yo, por mi parte o no lo recuerdo o simplemente no nos conocemos.

 

Se requiere entonces un balance donde el abrazo al deseo de ser leído, permanezca fiel a la incesante búsqueda por desmenuzar con palabras el mundo heredado, lo que nos ha tocado vivir, desde un ángulo novedoso, nuestro ángulo, exorcizándose así de una notoriedad que por protegerla o por permanecer vinculados a ella, nos tiente a la comodidad de escribir lo predecible y, con el tiempo, a ser deshonestos. En la distorsionada carrera por alcanzar e imitar un particular modelo de lo que el establecido mundo de las letras ha determinado loable, asumimos papeles que pensamos se deben asumir y por lo tanto, perdemos la originalidad que demanda la nueva literatura, la que busca desprenderse cuanto antes del inescapable comienzo que copia a los maestros.

 

Miré entonces hacia los asientos del auditorio, una cuarta parte de los cuales ya parecían ocupados y me senté hacia el centro, en la octava de unas, tal vez, veinte filas. Muchas de las sillas quedaron a mis espaldas. Según avanzaban los minutos, la gente seguía llegando en buen número. En ningún momento miré hacia atrás, excepto por la fila inmediata a la mía. Pero a juzgar por lo que pasaba alrededor de mis primeras nueve filas, todo me daba la sensación de haber descendido, en un instante, en una especie de premiación de Hollywood con sabor criollo, en donde conocía los rostros de todos los asistentes, pero personalmente, a ninguno. La magia del Facebook haciendo de las suyas.

 

La velocidad del siglo, contrario a lo esperado, nos mantiene en el mismo lugar donde siempre hemos estado, solidificando en la comunicación inmediata, una cultura y costumbres que de otra manera la distancia las hubiera obligado a evolucionar y a diversificar. Pero las miles de millas que nos separan son reales y acentúan su presencia en la formación de unas relaciones que, al sacar el cara-a-cara de su ecuación, junto con los olores, sabores y todas las sensaciones táctiles que en ataño eran parte incuestionable de la amistad, crean una cercanía que desconoce la intimidad y obliga, en el momento del encuentro físico, si es que este ocurre, a comenzar por la presentación formal, el “¿cómo esta?”, el “encantado en conocerlo.”

 

 

“La literatura es el escudo de los tímidos.”

Ricardo Piglia

 

 

Comencé a sentirme un poco extraño, pues pensé sería prudente pararme y presentarme a gente que, aunque fuese solo de manera virtual, eran mis amigos. Sin embargo, la incomodidad de que las sillas a los extremos de mi fila estuviesen ya ocupadas, obligándome a tener que hacer unos cuantos malabares para salir de donde estaba, además del retraimiento que creaba el tratar de hacer contacto visual con muchos de los escritores y no haber tenido éxito, hizo que me quedara enjaulado en mi posición.

 

El que escribe lo hace por que se enamora de la soledad, se encuentra en el aislamiento, aprende a entender el mundo y sus habitantes en el encierro y como tal, va disminuyendo su habilidad para la socialización. Se cristaliza entonces la palabra escrita como la carta casi exclusiva de presentación para el escritor. Las largas horas que consumen las lecturas y relecturas, las extensas y profundas reflexiones que alimentan y realimentan el papel, hacen del escritor que mora en la lejanía, una persona desconocida entre el público de su propia tierra.

 

Me dedico entonces, dentro de mi concurrida soledad, a conectar rostros con obras. Vi llegar a Beatriz Ramírez Betances con sus retoños y enseguida vino “Cruce” a mi mente y los trabajos míos que su noble mano editó para la revista. Frente a mí y a solo unas cuatro filas de distancia, estaba Mary Ely Marrero-Pérez. Ésta presenció buena parte de la ceremonia sentada de medio lado, mostrando un perfil al escenario y otro en mi dirección. Pero ni mi tímido y frustrado intento de llamar su atención me alejaban de pensar en el éxito de su “Abraso” y de cómo ésta había publicado una foto en Facebook de los libros que al corriente leía, en donde cariñosamente mostraba mi “Democracia Intelectual” junto a textos de Angelamaría Dávila y José Saramago. No estaba seguro si lo compró o si llegó a sus manos por gracia, pues creo que era uno de los miembros del jurado. De cualquier manera, la noche acabó sin poder darle las gracias.

 

La imponente presencia de José Muratti dominaba el panorama, mientras yo solo pensaba en la literatura compartida y las felicitaciones mutuas de cumpleaños que parecían solo tener vida en las memorias electrónicas de las redes. Regresé a Boston sin el placer de estrechar su mano.

 

Cargamos sin remedio con nuestro origen, a pesar de ya no ser de donde éramos, de donde irremediablemente siempre seremos. Se vuelve entonces al exilio. Al retiro de un trabajo que en su dureza, responde con el despertar de la creación.

 

Observaba a Muratti con detenimiento, cuando Ana Marina Rúa entra a la sala y ambos se identifican a la distancia, para luego fundirse en un cálido abrazo de colegas. Ver a Ana Marina fue especial, pues a través de Facebook nos habíamos comunicados unas pocas horas antes, al ella ver mi foto de cervezas y, sorprendida de que estuviese en la Isla, me pregunta si iba a la premiación en la noche. Con entusiasmo le informé que sí, alegrándome sobremanera de que por fin nos íbamos a conocer en persona. Era el paso lógico de una relación literaria que había comenzado hace algún tiempo, cuando brevemente comenté en Facebook, por supuesto, uno de sus relatos, “Histrión”, recomendándolo mientras lo compartía con mis otros amigos virtuales. Con el tiempo nos hemos ido intercambiando escritos y solicitando opiniones, hasta que recién ésta tuvo la amabilidad de escribir la introducción a mi segundo libro.

Más tarde en la premiación y luego de recibir su merecida mención honorífica, Ana Marina camina por el lado de los asientos, hacia la parte atrás del auditorio y, mientras saludaba al padre de Luis Othoniel, justo en la fila donde me encontraba, la miré con la certeza de que viraría su cara y me reconocería. No fue así. Aún así guardé la esperanza de que al final de la ceremonia, en el anunciado coctel y amenización musical en el patio interior del Centro, tendríamos amplia oportunidad de conversar.

Es todo una novedosa y, como tal, confusa paradoja, en donde nuestras mejores conexiones en el extranjero permanecen las isleñas.

Tina Casanova, Emilio del Carril, Edwin Figueroa, Elsa Tió, Solimar Ortiz, Tere Dávila, Rosa Margarita Hernández, Miguel Rodríguez López, Arlene Caraballo, Carlos Esteban Cana, Beatriz Navia, Daniel Nina, Stefan Antonmattei, Mayda Colón y muchos otros, la mayoría escritores y otros no, pero todos presentes; la mayor parte de estos mis amigos en Facebook y otros, que no esperaron a la noche de la premiación para desestimar mis ofertas de amistad, bloqueando el intento de este lector y escritor boricua en el extranjero, deseoso de establecer un diálogo e intercambio con las letras del país. Con ninguno tuve oportunidad de trocar palabra, dejando así uno de mis mayores propósitos del viaje sin realizar.

Lo local se vuelve frio.

 

Ya para entonces, excepto por la sonrisa que me brindara Zulma Quiñones, comenzaba a ponderar si las ideas de Eduardo Lalo sobre el puertorriqueño invisible habían descendido vigorosas sobre mí. Dudaba sin embargo que pasara yo totalmente desapercibido. Mi tez es bien clara, casi trasparente, la cual, aumentada por las luces de escenario que iluminaban la audiencia, junto con mi inmensa calva situada al tope de mi descomunal cabeza, me tienen que haber convertido en faro cegador para tanto navegante que anclaba en aquel lugar. Además, si era yo capaz de reconocer los rostros de todos los escritores que iban llegando, auxiliado por las memorias virtuales, ¿cómo era posible que nadie me reconociera? Era todo, a la vez, una especie de crisis personal, pues a fin de cuentas también pensaba, ¿y de dónde saco yo la idea de ser tan famoso?

 

Por más que haya construido desde acá, allá tengo que empezar de nuevo.

 

Cuando vi entrar a Ricardo Rodríguez Santos y dirigirse a la fila justo detrás de la que yo estaba, pude apreciar como las luces del auditorio se regocijaban al encontrar otra superficie tan atípicamente pálida, a la cual envolver en una resplandeciente brillantez que amenazaba con opacarme, además de una calvicie tan redonda como la mía. Inmediatamente pensé que jamás existiría momento más apropiado para extender mi mano y decir “tocayo.” Pero ni mi torcido torso, ni los saltarines ojos en mi tenuemente virada carota buscando enlace fueron suficientes para llamar su atención.

 

En Boston, días antes de la premiación y sentado en la esquina que atesoro y celo, guarnecida por la suspensión momentánea de caricias para mis hijos, en fin, mi rincón favorito para la escritura, leía la lista de los autores que habían sometido obras para la premiación e inmediatamente concluí que mis primicias literarias no tenían posibilidad alguna de competir con tan rebuscado grupo. Aun así, decidí ir a Puerto Rico, pues con una carrera de escritor que apenas comenzaba, sería una experiencia única e impensable pasar por alto, el poder estar en un mismo salón con plumas de tan alto calibre, junto con la riqueza de las conversaciones que esperaba tener.

 

A pocos minutos de comenzar la ceremonia, veo la figura de Orlando Planchart que, cual torre a la que sobrevolaban figuras geométricas deseosas de intercambiar identidad las unas con las otras, se acerca a mi fila y, con extremidades que en lentos movimientos de noble torpeza, le van pidiendo permiso a las personas que sentadas amurallaban mi posición, termina sentándose a mi lado e inclinado me dice al oído, mientras extendía una robusta mano en señal de saludo, “tu eres Ricardo Vega verdad.” Devuelvo la cortesía con un apretón de manos cargado con la fuerza acumulada para todas las manos de aquel auditorio que nunca llegué a sentir, mientras le contestaba, “y tu eres Orlando Planchart.” Las puertas de una grata conversación se abren cuando este me dice, ”sí, somos amigos,” incluyendo una pícara sonrisa que resumía todo lo que trato de expresar en este ensayo. Pero la conversación termina casi de inmediato, cuando el silencio requerido por el comienzo de la actividad impone su ley.

 

Se ennoblece la vida con la belleza de las excepciones a una regla que nos cuesta justificar.

 

Muratti, al anunciar la fecha de la premiación en Facebook, indicó que los ganadores de las diferentes categorías serían anunciados la noche de la ceremonia. Nunca había oído una cosa como esta y me preguntaba si se esperaba de todos los escritores que viven fuera de la Isla que viajaran, con la esperanza de recibir un premio. Pero bueno, qué sabía yo. El deseo de respirar aire caribeño y de escuchar hablar español isleño habían ya crecido en mí lo suficiente como para saber que tenía que ir. La pequeña traza de esperanza que pudiera haber sobrevivido quedó esfumada, al Muratti anunciar desde la tarima, que a los ganadores se les había comunicado que sus libros estaban siendo “altamente” considerados por los jurados, como modo de dejarles saber que valía la pena estar presente. Yo, por supuesto, no había recibido tal llamada.

 

La madeja del poder.

 

En varias ocasiones, Alinaluz Santiago y otros se esmeraron en mencionar la calidad de los trabajos sometidos, junto con la dificultad de seleccionar a los mejores en cada categoría. La implicación de que mucho libro bueno se quedó sin premiar es obvia. Esto, imagino, iba dirigido a todos los perdedores presentes y ausentes, dándome la impresión de que el segundo grupo era mucho mayor. Sin embargo, luego se anuncia que una de las categorías fue declarada desierta, ya que ninguno de los trabajos sometidos cumplía con los requisitos de calidad demandados por el jurado. Ante el dilema de si escuchar a Alinaluz y pensar que mi libro era bueno, pero no tan bueno o, hacerle más caso al justiciero jurado y concluir que no servía, como escritor que siempre critica la calidad de lo que lee y es así mismo el más lapidario juez de su propio trabajo, me inclino a admitir la pobreza de mi libro.

 

Acaba la noche, por lo menos para mí y pienso que, aunque muchos evidentemente han partido, muchos todavía deben de estar sentados en las filas detrás de mí. Abrigaba este pensamiento con la esperanza de que Ana Marina fuese una de estas. Pero al mirar, solo un número reducido de personas permanecieron hasta el final. Ana Marina no estaba entre estas. El desolado paisaje que azotó mi vista al cruzar el patio interior de El Centro, fue la señal de que era hora de recogerme, regresar al hotel, descansar y ponderar con tiempo todos los pensamientos que aleteaban dentro de mí. Fue allí donde abrí mi computadora y escribí la primera oración de este ensayo.