Paseo con Leo : En el Umbral de la Muerte

Creativo

Cómo acompañar a la madre al umbral de su muerte. En qué libro de la Biblia o El Quijote de Cervantes están los conjuros para decirle vete en paz, madre mía. Me duele el pecho, tengo que abrir la boca para respirar, el aire no me llega, me tiemblan las piernas, ya no las siento. Me doy cuenta que me duele lo mismo que a ella, que todo lo que ella va sintiendo como una serpiente encantada me lo va pasando. El pequeño Leo no puede acompañarme hasta este piso de este recinto previo a morir.

El pequeño Leo vino con la vida intacta, para recorrer el camino desde sus comienzos hasta el final cuando desde viejo sea él quien me escriba. Ahora, otras mujeres lo guardan y me envían fotos de cómo se ríe con ellas frente al mar. Casi lo pudiera ver desde la ventana del cuarto donde está Madre.

Le brillan los ojos. Queda como mirando fijo a la ventana. Había amanecido. Qué estás mirando, Madre. Miro el Sol. Allá fuera hay muchos niños jugando, dijo, con su voz rusa que solo yo entiendo, porque mi madre está afásica, en sus últimos meses el derrame le quitó el habla y su jerigonza me devolvió una madre rusa. Al principio solo decía una palabra: Inodoro. Después de un tiempo comenzó a decir: Mañana. Ahora, desde su última cuna nos pregunta: Cuánto tiempo me queda. Se entiende clarito, con acento ruso.

Nos despedimos de ella, uno a uno mis hermanos y yo. Le encargamos saludar a los abuelos, y también regresar para decirnos cosas en los sueños, o al oído, de manera que sepamos que es Ella y que nunca se separaría de nosotros. Eran las cuatro de la madrugada. Nos decían que su corazón funcionaba 10% de su capacidad. Se comprometían los pulmones y los riñones. Ella sentía dolor y se quejaba. No había amanecido todavía pedimos morfina para ella. El doctor bonito nos habló. Comenzaron los miligramos de morfina a entrar a su cuerpo.

Es el Sol, me dijo. Y comenzó a hablar su jerigonza. Sigue hablando esas cosas que solo ella entiende. Mi padre vino de EEUU, mi hermano mayor y mis sobrinos. El cuarto no se vacía. Es una fiesta. Ella habla, un poco hace parodia de nuestro sufrimiento cuando en llantos nos despedimos de ella. Ahora se ríe. En este momento acaba de desayunar café, harina de maíz con morfina. Flota mi madre, se siente liviana sin su dolor. No sé qué va a pasar, cuánto tiempo la droga es permitida. Amaneció el tercer día. Por la ventana el Sol y los niños que juegan y que solo ella ve.

Recordé al pequeño Leo. Tenía que irme a su búsqueda. Bajé hacia el vestíbulo del hospital. Luego salí de prisa, ansiosa. Y allí estaba. Tres mujeres lo cuidaban. Lo habían cambiado de ropa, lo habían alimentado con manzanas (qué otra fruta podría ser), dormía plácido. Jamás había sentido celos por nadie, y ahora me daba cuenta que en un abrir y cerrar de ojos su mar podría ser otro. Lo tomé de prisa casi sin despedirme y entré al restaurante a asimilar lo que me pasaba, a detener el paseo, a saber que el día y hora exacta de la muerte la determina una fuerza mayor. Que mi madre y todas las madres del mundo nos vamos a morir. Que es cierto, que la muerte es cierta, que después de todo se paga tan cara la vida que nos tenemos que morir. Pero Ella inventa ahora un palacio, entran y salen sus hijos y sus nietos. Le enseñamos vericuetos de la vida en fotos y videos donde sus biznietos juegan. La morfina en sus venas le da un último aliento de vida y felicidad.