El mundo se derrama sobre las calles
con su sed de siglos.
Todos somos el otro y ninguno:
el hombre que finge ser una marioneta caída
la prostituta que llegará tarde a su trabajo
la sombra tullida que un día será Kafka.
Y entre ellos,
tú sabes reconocerme por mis pecados:
mi gentileza de vereda torcida
mi niño que tropieza con adjetivos
mi sexo con su corona de espinas blandas.
Caminamos muy juntos,
unidos por el peso de la multitud
y por una costumbre adicta e hipnótica,
mientras nuestros besos nos hacen cruzar
uno de los muchos puentes que nos separan.
Pero la dicha, que tiene el tiempo breve
de las cosas que logramos sostener en una mano,
nos invita a seguir hasta la próxima distancia.
Esta ciudad babélica nos habla
con un silencio aturdido y entrecortado
de mendigos, reyes muertos y gárgolas
que, inadvertidamente, rompes con un “Te amo”.
Yo, como un ciego que rebusca
entre un armario de viejos abrigos de invierno,
escojo un cálido “Yo también te amo”.
El final de la noche y las orillas del río
no marcan la frontera de nuestros pasos.
Los ghettos, los bares y los gatos se suceden
así como en la corriente del agua lunar viajan los reflejos
de lo que hoy somos y tal vez no seremos mañana.
Como Praga, dejarás en mí la impresión indeleble
de una puerta centenaria que nunca se ha cerrado.