EL HIJO DEL LOCO

Voces Emergentes

Para Ruth López Zambrana y Carlos López Dzur, en la vida y la palabra.

A veces me siento dichoso pensando que puedo salir a la calle sin riesgo de cruzarme repentinamente con alguien que insista en reconocerme. A veces es un consuelo saberse bien metido en el olvido. Entonces sí vale la pena salir a la calle a dar una vuelta. El gusto redoblado porque no existe el desafío de desempolvar un recuerdo indeseado. Paso adelante campante adentro del campo que quiero pisar puesto a mis órdenes, obedeciéndome a mí solamente, sin nada que me obligue a la condescendencia con los demás.

Es un día de asueto, no hay que reparar en la cordialidad. Al menos que aparezca el policía inoportuno de siempre y me dé la señal de alto porque se le ocurra la obligación de asegurarse de que estén en perfecto orden mis papeles, el marbete, la licencia de conducir, la serie del motor inalterada, las luces direccionales, la goma de respuesta. Me revientan la mala conciencia los policías, qué manera tan fastidiosamente eficaz de afirmarse en la encarnación siendo un obstáculo para la paciencia de los demás.

Mis registros todos en orden. ¡Qué tal yo! Por favor, si saliera solo a la avenida sin papeles ni obligaciones, sin hora para volver, sin seguridades ni llaves, con los pesos suficientes para comprarme el libre acceso, escasamente vestido para no levantar sospechas, podría exigir entonces no ser interrumpido en el trayecto por el odioso círculo de aves de paso que no reconocen que son aves de paso, como somos todos y seremos. Que me dejen tranquilo. Que no quieran leerme los signos de mi destino, nadie los invitó. Mi destino es un aire de distancia al que ya no pertenezco, si es que alguna vez he pertenecido a alguna parte, lo cual es dudoso, y creo que por eso sigo siendo la presa fácil de la maledicencia que no quiero ser para los que me buscan tercamente, contrariando lo poco que me queda de voluntad, porque hay que ver cuánto se empeñan en hacerme parte de esa trama genealógica que se inventan año tras año bien agarrados del buen sentido de la buena humanidad y obligándome así, una vez más, a decepcionarlos.

Por boca de otros es que me he enterado de los contactos de mi padre con el mundo. Su palabra no vale, no tiene solvencia, es palabra de loco. Pero, no importa. Conozco su paradero. Los otros me anuncian su rumbo equivocado por más que trato de disuadirlos. Yo a él lo evado. Opto por la ruta alterna. Me cruzo a la otra acera. Ellos vienen a mí como si tal cosa, se me pegan, son lapas, me saludan y zarandean, me sonríen y enseguida a lo que vinieron, a hablar del otro: que si yo no sabía, que no te lo habrán contado ya, que tengo que saber por dónde anduvo, lo que hacía, lo que dijeron de él y lo que se preguntaron y aún se preguntan después de él haberse alejado.

Celebran las apariciones del bendito las comadres devotas. El ciclo de su gracia reparte suertes aparentemente. Tanto empeño en hacerme ver que no soy otra cosa más que el hijo del loco que anda suelto. Y qué gusto el de mi padre por internarse en ese nido de locura del que no lo pudimos rescatar. Será que sufre verse excluido de la comunión con los demás. Se las ingenia siempre para regresar, para acercarse a la gente, para avistar la aldea, imaginándose uno entre ellos como uno más; amado, necesario en la salud del grupo que lo acoge y que no lo dejaría marchar sin llorar su despedida. No cabe duda, ha puesto a prueba el amor del mundo a su paso.

A mí me tocó el dolor de recibir las señales de todos sus rechazos. Saberlo expelido a la soledad de sus manías sin remedio. Caso perdido. Recomiendan que me haga el loco con el loco. Hacerse el desentendido y seguirlo de largo y no parar porque más loco es el que le hace caso a un loco.

Bíblicamente el hijo da testimonio de la grandeza del padre. El padre ha puesto todas sus esperanzas en la carretera. Monta el carro como un juego. Se remonta lejos. Ese es el algo que dice él que hace con su vida. Empecemos por eso, entonces. La vagancia no podría reconciliarlo con los demás. ¿Hay que hacer? Pues, él tiene algo que hacer. Se siente pájaro y tiene alas para volar. Enseña lo que vuela, se siente capaz. Mi padre abre las alas. Pero no las abre para su hijo y sin embargo será el hijo el que mejor entienda y el que mejor sirva de instrumento para la reconciliación no se sabe si del padre con el mundo o del mundo con el padre o del hijo con todo ese caos.

Reconciliarse con el padre y con el mundo sería reconciliarse con la mujer. El padre dejó loca a la madre con su locura. La familia materna del hijo jamás lo perdonará. La locura del padre y luego la de la madre era el miedo a la locura de dos condenados a las ganas de amarse.

¿Cómo salir al encuentro de una mujer desquiciada que te espera en la penumbra de un pasillo solitario? El amor, después de todo, sigue siendo el amor romántico que te toma por asalto. Todavía no lo sabías. Era ella la que esperaba por ti en la sombra de un pasillo de locura. Y ella todavía no adivinaba que eras tú el que la esperaba en la antesala de la muerte. Cada cual encuentra su lugar en los rincones menos oportunos. Uno huye del padre y encuentra a la mujer. Se cumple un destino. Pero la falta del padre es la condena del hijo, que no comprende, que no acaba de comprender.