Existencia y forma: un mundo para Carlos Canales

Crítica literaria
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altNo es fácil ser feliz;

observando los dolores del mundo,

suele perderse a dios.

Rafael Vargas

Camino para liberarme. Para alejarme de mí.

Para borrar la sombra. No sé cómo ni por qué

me detuve a la orilla de un río. Lo miré con calma

y me sorprendió cómo fluía el agua. Y sin querer

me pregunté ¿Por qué nuestras vidas no pueden

fluir como los ríos?


Carlos Canales

El Árbol de la filosofía


El mundo gira, y solo hace ese bostezo estelar de la gravedad: girar sin pausa. Dentro del mundo el hombre. Fue Adán, Eva, Caín, Abel, Moisés, Abraham, Job y su teorema personal del caos, Sócrates, Esquilo, Jesús, el hijo del carpintero. Luego, dentro de ese girar y el hombre vino el Nuevo Mundo-¿Colón?-bueno, junto a él, Pizarro, Cortés, Vasco Núñez de Balboa, Cabeza de Vaca, Magallanes, la fiebre del imperio, el oro, el saqueo, luego los incendiarios que rompieron la norma hacia la libertad, los Hidalgo, los Morelos, las Josefa Ortiz de Domínguez, los Bolívar, los “Manolo el leñero” los Albizu, y el mundo sigue girando.

¿Qué más pudo haber sido? Hay una forma, un modo de costumbre y enunciado; sucede que el hombre sigue tratando de ser a pesar del milenio, a pesar del oscurantismo antiguo y moderno, a pesar de la máquina, la ilustración y la hecatombe, la fibra óptica, y a pesar del coche que en subrutinas electrónicas, aprende a estacionarse solo, sin la intervención del chofer. Hay una existencia fuera de la tesis, y consistente en la práctica. Hay un modo de definirse y redefinirse, ya sea en refrescantes meditaciones, la oración lineal o yuxtapuesta, la contemplación o la escritura. La escritura, esa primogénita manera del existir, ¡y cuánto nos ha dicho! El poeta, el narrador, el dramaturgo, el novelista, el sagaz ensayista, todos demiurgos naturales que proponen la revisión del ser, en todas sus divisas. El hombre, como en los ecos de Antonio Machado es un caminante, un surtidor, un navegante, terrestre y marino de lo elegido, y de lo que le toca vivir dentro de ésa, o cualquiera de sus selecciones.

Aquí entra, con su vorágine elegida, Carlos Canales, escritor puertorriqueño. Su escritura devela y descifra, de lejos y de cerca la máscara infinita del hombre. El ser, es un andamio perdido de laberintos y anatomías, destierros, y descansos. Carlos Canales, vive escribiendo esos laberintos, esos despojos, esa metamorfosis donde el hombre llega y se denomina, se domina, se destierra, se ama en su mentira o en su error, o en su búsqueda. Es dramaturgo en una elección que solo hace nombrar los elementos, imponerles horario y marejada, éxtasis, fatiga, incomprensión o como en El árbol de la filosofía los lanza a la diatriba de la definición y la verdad. Pero ¿somos una verdad? ¿nos prefiere o preferimos ignorarla? Se vive en esa premisa, quizá como Gustave Flaubert que en su obra de teatro La tentación de San Antonio hace enfrentar al mártir con la verdad del alma y el espíritu conllevando, a su diestra, el insospechado reino de las irrealidades, la mentira, la inmediatez, lo disímil. Pero es que la verdad no es fácil de abrazar y comprometerse a ella. Tenemos, todos, una vivencia entre interiores y periferias; todos pasan, vienen, van o se extinguen. Alguien se impone o se derrota, las lágrimas desean víctimas, una victoria individual refleja trampas o espejos rotos, o la respuesta a la pregunta, nunca nos es ofrecida. El pálpito escénico entonces adquiere y adhiere al lector, una frontera necesaria y repetida donde se debe caminar, debe haber, creo yo, un sitio a donde se obliga pertenecer. El bando definitorio, es terriblemente certero, pero en esa otredad que, casi es parte de nuestro organismo, esas letras, esas palabras, esa dicotomía luz y sombra, se dimensiona con libertad y en limpia seguridad. En su narrativa, ese rumbo sigue por su propia resolución. Tomemos por ejemplo Los hombres de los rostros tristes (Palabra-Pórtico editores 2015) su primer libro de cuentos develado. Y digo “develado” bajo la razón de que habiendo una naturalidad luminosa de perfiles impares, la ronda escénica la imponen personajes profundos, de contraste imaginativo, motivados hacia lo hiperrealista, o lo surrealista, pero no lejos del equinoccio donde la existencia alumbra y oscurece su esencia. En, Diario de un asesino cuento de magistral audacia psicológica-o rompecabezas armado a una gran novela-se suceden personajes, que en cada uno, existe el vínculo a la vida bajo la interpretación de máscaras; el juez, Magdalena y el calor agridulce de su árbol genealógico con desenlace en el caribe, el reverendo, causa y efecto de la iglesia y su diaria apostasía, los juegos de la mente, la líbido, el acercamiento al crimen por justicia; he aquí la sociedad se desmaya en sus nuevos pecados capitales; alguien debe hacerlo, con sangre aleccionadora. El resultado es un teatro abierto dentro del acto de relatar, de decirle a seres grandemente “estilizados’’ que ya desde el remate de su propia mentira, una buena verdad nos va llamando, pero existe una decepción: Sísifo arrastra la misma gruta, inconsolable, o mejor, vamos como sociedad a seguir repitiéndonos. ¿Acaso no sucede ahora, en estas bambalinas tersas, y húmedas de muecas donde, un espejo oficia las peores sombras?

Los hombres de los rostros tristes es la suma del hombre. Su voltaje de visión, su crispación, su sentido del ahogo y el deseo, su camino trastocado entre la psiquis y la razón; es teatro para narradores.

Y es que como nos ilustra Carlos Dimeo Álvarez, en su prefacio al libro Teatro del lado de allá (La Campana Sumergida Editorial 2016) el teatro de Carlos Canales es teatro textual, sí, y debe serlo, de ahí se nutre la frontera, el otro lado, el escaparate divinamente humano, con reglas y revolución, con liviandad, pero ¿es así de concluyente? Esa prominente galaxia de la existencia en soluciones “livianas’’ donde el hombre quiebra su propia arena pisada, y traspasa el umbral más incomprendido para resumirse, pero, es que Carlos Canales siempre lo ha hecho: brindar la textura de la narración como el teatro esencial del hombre en ese peregrinar por su dimensión, su antonomasia, su verbo, su ascenso y su caída, y ahí ambos, teatro y narración logran un binomio capaz de lograr su “viceversa”.

Cada quien y cada cual, vivos, enumerados o innumerables; los Lugosi, María del Rosario, Bonnie y Kin, Freddy Nivelito, los abandonados Charles Bukowski, Eugene O’ Neill junto a su siglo de whiskey y las ventanas grandilocuentes de su dramaturgia; números, cuerpos, palabras y cimientos de palabras, cabalidad, el alma a prueba y todas esas miradas en escena que se cruzan y bonifican con un espejo nuestro de futuro.

Más vertiginoso para mí fue empezar a ver a un escritor dentro de otro escritor; un vocalista de la vida al son de Tito Rodríguez o del bolero herido de Rafael Hernández, porque “mi vida es cantar, yo no sé llorar” el dramaturgo canta la vida bajo abanico de emociones, penumbras y lumbreras; el narrador granula la historia en un teatro al aire libre donde todos somos espectadores de nosotros mismos, querámoslo o no. Más vertiginoso-a lo magnífico, como editor-fue ver de entre esa zaga que se sucedía en un a veces diario accidentado de conversación, a un novelista irremediablemente revelado. Algo, ese “duende’’ incisivo y soledoso del cual Lorca bandea en su teatro, me susurraba desde Diario de un asesino, que un novelista “llenaba de voz la fuente” (a propósito de Lorca en El Público) un novelista cortando figuras en esa electricidad que la imaginación suele rasgar para su salida. Minucioso, de psicología diestra en su repaso con la conjunción del personaje en su tránsito de vida, miedo, soledad, angustia y placer, también muerte como páramo a la existencia. Advertí un novelista, punto…y seguido. Ocurría ese duelo de pares y nones de Dostoievski blindando la historia hacia la gran hiperrealidad. Entonces, se lo dije, y hubo negación, pero, el duelo había comenzado y buscaría su espacio y su nombre.

De ahí, han surgido dos novelas que tendrán su discusión, su tránsito de perspectivas; El pájaro rojo, y El hijo de aquél al menos me las ha traído a un hemisferio conocido, y confirman el vestigio: en telón de fondo, formado y con lenguaje propio el novelista levanta también su teatro, contra toda norma.

Carlos Canales, es un escritor en existencia y forma del ser; los cambios de piel, la poesía natural que subyace y grita libre, el alma y su contorno, la cotidianidad como terreno del hallazgo, lo onírico en antesala a la realidad y su oleada de signo con variantes. Todo es un mundo que le pertenece; en otro modo es imposible. El autor completo es prestidigitador de los espejos prestos a rendirse; esa es su forma, su poesía en existencia, su caminar, su próximo drama, su próxima novela, el relato que nos descubrirá, en una voz que se renueva y luce de frente al existir.

Olvidaba un asunto. La vida la interpretó Charles Chaplin, Richard Burton, Pedro Armendáriz, o Bela Lugosi, Andrés Soler, o un Humprey Bogart de perfil amasado de muchos viajes a Casablanca; la vida escrita está para los actores, y esos actores nos hablan sobre nosotros mismos; cada palabra que se escriba desde la voz de Carlos Canales, tendrá un tiempo de teatro; la gran novela como tanto la cantó La Lupe; el Juego de la vida que pregonaba Daniel Santos; vida que te llevas tanto, dijo alguna vez Lucho Gatica o uno no sabe nunca nada. El buen escritor es eso, recoge al hombre como un gran y a la vez pésimo actor de su propia vida.

La voz, será su viaje y su única escena. Carlos Canales le ha seguido el rumbo, y lo interpreta.

Marioantonio Rosa

Poeta, editor, crítico literario

San Juan, Puerto Rico.