LOS ENCUENTROS

Creativo

Hace unos años escribí, en uno de mis cuentos favoritos –“Dónde está Grace Jones”– que los encuentros no deben dejarse pasar. Que rompiendo el miedo, y, sobre todo la tradición judeo-cristiana, deberíamos aventurarnos más y más a conocer personas que en nuestra vida diaria no son para nada un referente común. En otras palabras, por el miedo, la ignorancia y/o la falta de atrevimiento, muchas veces no nos aventuramos a conocer a una persona desconocida. Ese sentimiento de cuidado/peligro a lo desconocido, no obstante, se mezcla con la razón natural del deseo de conocer lo extraño. La pregunta occidentalista, sin ninguna duda, es ¿por qué?

Recientemente fui al supermercado en busca de comestibles. Puede haber variaciones, si es mercado abierto o cerrado, pero en todas las comunidades en que he estado alrededor del mundo, hay un sitio común donde se compran comestibles. Ese sitio común, que nosotros llamamos supermercado, tiene una interesante particularidad: el lugar de los encuentros se produce dónde se hace la fila para pagar. Entonces, ubicado yo estratégicamente, en la kilométrica fila donde tenía que pagar, vestido como todo un abogado (lejos de ser intelectual en dicho momento), me “encuentro” con un obrero de la industria de refrigeración, quien, vestido como obrero y con dos paquetes en mano, uno de harina de maíz y el otro de galletas semi-dulces, decide hablarme.

Lo cierto es, como en la historia de Grace Jones, que es un momento crucial en el cual debo decidir si hablo con él o no. Es, en ese momento, cuando decido encontrarme con el otro e interesarme por lo que me tiene que decir. Y los encuentros no siempre son para recordar a Roland Barthes o a Octavio Paz. Muchas veces son, como en el caso del obrero, para explicar cómo y por qué en un mismo día uno termina realizando cuatro filas, todas ellas kilométricas, en las que nunca se sabe por qué hay que esperar tanto.

A fin de cuentas, los encuentros, como en todo, son parte del reino de lo inesperado, de lo incierto. Siendo eso así, uno tiene que abrirse a la oportunidad de conocer, a sabiendas de que no existe valor de cambio o de uso, y que lo importante es que uno se entregue a conocer al otro por el mero hecho de hacerlo. En los mundos reales en los que vivimos o en ese mundo posible de Voltaire (“el mejor de los mundos posibles”) o Porto Alegre (“otro mundo es posible”), creo que nos interesamos muchas veces en la otra persona cuando pensamos que existe un valor de cambio (Marx 101) o, cuando en la relación hormonal (en la dirección hete u homo que sea), se encuentran las feromonas.

Lo cierto es que nuestro mundo necesita de otra complejidad. Es decir, de la necesidad, de la urgencia básica de interactuar, como el obrero que decide explicar la teoría de la fila kilométrica (“todo sea porque mi mujer me pidió que le consiguiera esta harina de maíz, que a ella le gusta para su desayuno” me decía con mucho orgullo). Esa interacción tan básica, es la que necesitamos todos y todas para pensar, como decía ese otro filósofo popular de la salsa, Héctor Lavoe Pérez, “cada cabeza es un mundo”. En otras palabras, los reconocimientos de los encuentros son los que nos permiten ver, más allá de la posibilidad de algún intercambio material, que nos podemos comunicar por el mero hecho de satisfacer un valor humano primario que es la relación gregaria social.

En otras palabras, te conozco por que me gusta conocerte. Escucho tus ideas, a veces muy interesantes e ilustradas, a veces auténticas chifladuras sin sentido, por el mero hecho de que en ti descubro otro universo. Ese universo, que como todo universo es siempre el valor de lo desconocido al infinito, es el que me debe permitir, vivir con más tranquilidad sin esperar nunca nada, pero deseando siempre escuchar la palabra ajena.