Ver el documental Vietnam, Puerto Rico (Dir. Gabriel Miranda, Puerto Rico, 2018), es
para sentirse bien. El mismo documenta un proceso de lucha social, de rescatadores
de terrenos en la comunidad de Vietnam, en Guaynabo, quienes lucharon por preservar
un pedazo de tierra donde se ubica su hogar.
La historia se hilvana de forma interesante con los testimonios de los residentes que
aún quedaban, luego de un proceso de desalojo iniciado por el entonces alcalde
poderoso de Guaynabo, Héctor O’Neill. El proceso de desalojo que inició en el 2008,
culminó en algún momento del 2015, cuando el Tribunal Supremo de Puerto Rico les
dio la razón a los residentes, y se contuvo el avance de expropiarles las tierras por
parte del alcalde, los desarrolladores y el capital inmobiliario.
Entonces el filme inicia su primer parte un tanto desorganizadamente, pero en lo que
sería la construcción estructural de la segunda parte se mueve muy inteligentemente
en lo que fue la lucha social: residentes versus alcalde. En un país que hoy tiene tan
poca sensibilidad por Héctor O’ Neill, el filme se torna interesante por la lucha por
demostrarle a éste, que los residentes tenían la razón y no él. El resto, ya saben, “los
buenos contra los malos”, y normalmente los malos siempre pierden.
Con grandes aciertos cinematográficos, basados en la creatividad del director Miranda,
Vietnam, Puerto Rico se impone en tiempos recientes como el primer testimonio fílmico
que da fe de la victoria popular sobre las fuerzas del capital, el gobierno y sobre todo,
los buscones locales. En esta medida, el documental lo hace sentir a uno bien.
Lo que es contradictorio de este documental, y de muchos otros hoy en existencia
reciente en la isla, es que la narrativa nos hace abanderarnos con un lado, por encima
de las contradicciones de ese bando. A manera de ejemplo, las tierras de la barriada
Vietnam, en los linderos de Cataño y Guaynabo, se fundaron en el relleno de
manglares y rescatando la nueva tierra del mar. Si fuéramos ecológicamente
consistentes, tendríamos que oponernos. La ecología protegería el ecosistema natural
por encima de todo. Pero no es así.
De otro lado, el documental pierde su momento al no utilizar sabiamente a los
residentes, y mantener a los “expertos” como interlocutores de los pobres, negros y
desprotegidos. Un problema de clase social que impuso la mirada del director Miranda
y sus entrevistados, por encima en algunos momentos de la voluntad popular, que en
muchos casos actuó con demasiada sabiduría.
El trabajo de Miranda me hace recordar al genio de las voces silenciadas, el cineasta
Frederick Wiseman, quien en su ya clásico documental Titicut follies (Dir. Frederick
Wiseman, EEUU, 1967) nos recuerda que los sin voz pueden ser su propia voz. Los
interlocutores e intérpretes sobran.
En fin, una gran aportación del emergente talento llamado Gabriel Miranda. Hay que
seguirle la pista. Va a dar mucho de qué hablar en el futuro. Adelante Gabriel,
adelante.