Vivo a dos tiempos la pandemia entre Puerto Rico y España

Cultura

altLo mejor que podemos hacer

es mirar con afecto a la consolación;

cuando se tiene miedo los consuelos no se desprecian.

Cualquiera se puede morir,

pero morir a solas es más largo.

Francisca Aguirre,

(San Juan, 10:00 a.m.) Me levanto cada día de madrugada a mirar el WhatsApp, quiero ver si mis hermanos desde Madrid han puesto algo, si siguen bien, si mi madre sigue bien.

Miro el teléfono, y regreso a la cama, pero ya no me vuelvo a dormir. Espero un rato. Me levanto, preparo café y texteo un poco con mis hermanas. Todo igual me dicen.

Pienso en mi sobrina, doctora en el área de cuidados intensivos en un hospital de Madrid. Tan joven, 27 años, y viviendo una catástrofe como esta. Conozco su fuerza, pero conozco también su sensibilidad, sé que lo está pasando mal. Hay más de 19,000 sanitarios infectados.

Miro los periódicos digitales de España y los de Puerto Rico. Aquí también estamos de cuarentena, seguimos bien, leyendo, preparando clases. Sin ver a nadie.

Mi marido y mis hijos se van levantando. Agradezco a la vida estar con ellos, que estén bien. Sé que los cuatro estamos asustados, que esa otra parte nuestra, la que está más allá del Atlántico nos preocupa a todos. Ya han muerto más de diez mil personas en España, la gran mayoría de más de 65 años.

El día se va yendo. Hablo con mi madre todos los días, antes de que ella rece el rosario, antes de que nosotros comamos. Está bien, dice que ella también sale al balcón a aplaudir a los sanitarios. Se emociona, piensa en su nieta. Pertenece a la generación de los niños de la postguerra. Los que nacieron en los treinta y en los cuarenta del siglo pasado son los que se están yendo. Y se van solos, su familia no los puede despedir. Algunos de estos mayores vivieron una guerra, la mayoría crecieron en la postguerra, sobrevivieron una dictadura de cuarenta años, han construido la democracia y no se merecen esa soledad. Nadie se la merece pero ellos que han luchado tanto, ellos..… ellos menos. “Cualquiera se puede morir”, dice la poeta, “pero morir a solas es más largo.”

Mi madre nunca pensó vivir algo así a sus 83 años. Aislada en su casa echa de menos sus paseos por el barrio, la visita de sus hijos, de sus nietos.

El día en Madrid está terminando, al nuestro le quedan seis horas más. Leo, preparo clases, veo una peli, charlamos otro rato. El tiempo no tiene mucho sentido en esta época de pandemia, es más gelatinoso, se desdibuja en el espacio y pierde su precisión; se agazapa, se escurre entre los dedos de la soledad.

Otros años por estas fechas estaría ya planeando mi viaje a Madrid, mi reencuentro con mi madre, mis hermanos y sobrinos, mi familia. Este año no sé si podré ir. Nunca el tiempo había sido tan resbaladizo ni el espacio tan lejano, sin apenas poder salir de casa, sin podernos mover libremente por esta aldea globalizada, contaminada por un virus, que de repente ha desaparecido de forma presencial. Con los que están lejos no nos queda más que el encuentro virtual, tan necesario ahora pero carente del calor humano, del olor conocido, del tacto recordado. Que estén bien, que estemos bien, que podamos volvernos a abrazar es el anhelo que compartimos tantos, que nos sirve de esperanza y de faro luminoso en estos tiempos de pandemia.

Otro día más. Dejo el teléfono cargando para poder ver los mensajes de madrugada.