Sí, con esa licencia que nos atribuye la licenciada...
(San Juan, 10:00 a.m.) Ante la vista de aquellos que no han vivido, ni se relacionan directamente con nosotros, somos seres con dinero, con egos enormes, blanquitos de clase alta en general, a los que la vida le pone en bandeja de plata las oportunidades y los privilegios. Lejos de los momentos románticos de aplausos masivos a un médico anónimo que trabaja en un hospital, la actitud general como grupo es la de criticarnos, insultarnos y hacernos sentir responsables de todas las desgracias médicas. Importa poco si nos ha tomado mucho o poco trabajo para llegar donde estamos. Después de todo, esto no es impuesto, es una carrera que escogimos. En general, los médicos somos malos. Por eso, la licenciada pudo expresar con tranquilidad que se nos estaba otorgando una licencia para matar. Sí, como si fuéramos uno de los criminales a los que defiende. La frase me impactó y, a pesar de que quise aplicar el consejo de una colega de que “a palabras necias, oídos sordos “, no he podido.
Hoy, la frase me retumbó con fuerza con una noticia que me conmovió y me transportó muchos a mi época de entrenamiento. A los médicos nos entrenan para salvar vidas, (se les olvida en la escuela de medicina darnos una “licencia para matar”). Corremos, consultamos, estudiamos constantemente con el compromiso de no dejar morir nuestro paciente. Y no es solo por el paciente. Posiblemente, en lo más íntimo de nuestro ser, es por nosotros también. Porque se invierte un cúmulo de energía enorme en el ejercicio de salvar una vida y cuando perdemos la batalla, perdemos parte de nuestra energía, de nuestro balance, de nuestra alegría. Nos preguntamos una y mil veces qué otra cosa pudimos haber hecho, aunque haya fallecido por culpa de un cáncer terminal. Mientras más tiempo pasa, más energía ponemos y mucha más perderemos.
Por eso, mientras leía cómo la colega, Lorna Breen, jefa de la sala de emergencia del NewYork-Presbyterian Allen Hospital, se expuso a la experiencia de recibir los pacientes de COVID-19 en la sala emergencia, de ser la coordinadora de los primeros servicios médicos a pacientes críticos y tener que lidiar con la situación de verlos morir sin que llegaran a bajarlos de la ambulancia, sufrí con ella.
Me sentí en esa piel, recibiendo pacientes que le recordaban a sus vecinos, a sus amigos, a sus profesores, a su familia; enfocada en dar las directrices específicas para mantener los signos vitales, para evitar el contagio...
Me sentí en esa piel, cuando fue diagnosticada con COVID-19 y se retiró de la sala de emergencia a su casa, pensando... temiendo que la situación se fuera de control y que eventualmente también ella llegara a ser un ente que terminara disociándose en cuerpo y alma, en la parte trasera de una ambulancia.
Me sentí en esa piel, cuando la declararon curada y decidió que tenía que regresar a su sala de emergencia, que no podía abandonar a su equipo en esa lucha.
Me sentí en esa piel, cuando le dijeron que debía tomarse unos días y se fue a Charlottesville, VA., a conversar con su padre, médico también; solamente él podría comprenderla.
Me sentí en esa piel y sentí el vacío, el cansancio, la confusión ante lo desconocido, la impotencia, la presión de la sensación de inutilidad, de guerra perdida, de camino infinito hacia la nada, oscuro, árido, seco...
Y sí, con esa licencia que nos atribuye la licenciada, la doctora Lorna Breen se privó de su vida.