A Vane, a Rubis, a Mairym, a Emilio y a Rubén
I. Apócrifo del viudo tarsiano
La viudez no le sentaba bien y volvió a casarse por segunda vez.
Cuando pudo llegar a Jerusalén, el gentío aglomerado alrededor del supuesto Rey de los judíos, no le permitió acercarse. La imagen de un hombre ensangrentado cargando una cruz romana rumbo a su crucifixión lo dejaba perplejo, sin ilusión, sin aliento. ¿Qué clase de profeta puede ser ese si Dios lo deja morir así? Se sentía engañado. Una sensación de odio nauseabundo se le convertía en burda burla, peligrosa oscuridad, deseo de mutilarse por tan siquiera pensar en la posibilidad de que ese farsante lo hubiera podido ayudar a recobrar a María y a sus hijos. ¡Cuánta imbecilidad!
Al tercer día, volvió a escuchar sus voces. Pudo conversar con ellos y prometerles que pronto estarían todos juntos. Pero lo imposible volvía a repetirse. Jesucristo resucitaba y la noticia se esparcía en un abrir y cerrar de ojos por doquier. Entonces, deseó ser rayo para matar y morirse en un mismo instante. Rasgó sus vestiduras y corría como si quisiera reventar, hasta que sus pasos dolieron y se detuvo frente al palacio. Esa era la señal. Un poco más compuesto, pidió audiencia. Le prometió a su rey que iba a encontrar a Jesús, que lo volvería a matar, y que mataría a sus seguidores y a quienes les dieran asilo también. Herodes lo miró curioso y le preguntó: ¿Quién eres que hablas con tanto ardor? Y él le contestó: Soy Saulo de Tarso.
II. Apócrifo de la viuda tarsiana
Al tercer día, unos ángeles abrieron el sello de su escondida tumba: ella despertó con su vientre sano, y fundó la primera escuela secreta de oratoria para mujeres sobrevivientes.