Pese a que la independencia es una ilusión, digo [No] a la estadidad

Política

(San Juan, 9:00 a.m.) En Jugando Pelota Dura, un programa televisivo de análisis político, se informó recientemente que en una encuesta – de la cual ignoro el método y sus controles –, el anexionismo obtuvo 42% de preferencia.  Si es cierto, significa que el apoyo proporcional a la estadidad ha  crecido, desde 1967, menos de 4 puntos. Ese año el voto anexionista logró alrededor del 39% en un evento plebiscitario de escaza participación. Cerca del 40% de los electores se abstuvo.

Este próximo referéndum  o plebiscito – ambos términos significan consultas al pueblo -, del Sí o el No a la Estadidad, responde a que algunos líderes del PNP suponen que ese status cuenta ya con el apoyo de la mayoría. De suerte que el 42% no les satisface. Pero tampoco les desagrada. El voto estadista es una de las formas de la fidelidad. “Aunque no me aceptes en el rebaño, sabes que atesoro tus favores”, es la plegaria íntima del anexionista del patio.

La Estadidad es un espejismo. Puede que en cien años cambie la cosa. Pero en 100 años todo se desintegra. En el caso de Estados Unidos, es posible que Texas y California, al menos, se separen de la unión. En el caso de Puerto Rico, la voracidad capitalista arruinará sus playas, sus bosques y sus ríos.   Entonces no seremos apetecibles para nadie.  Mientras, el congreso se muestra impávido ante los ruegos anexionistas.

En este momento la estadidad es improbable, aunque lo pida una súper mayoría. No se trata simplemente de amenazantes matemáticas de representación, ni de intrigas palaciegas. Es la identidad histórica.  Puerto Rico es una nación con idioma y cultura tenaces. EE.UU. no acepta pueblos definidos y distintos en su federación. Sería el principio del fin del país conocido. Solo ha admitido territorios de escaza población nativa,  donde el sector dominante es el de los invasores  blancos y angloparlantes. Aquí, pese a la dominación militar e intentos de transculturación, el estadounidense es un extraño, el “otro”, mero visitante o el patrono ausente. No somos ellos. La ciudadanía impuesta en 1917 no nos convirtió en hermanos o compatriotas. El pasaporte es solo un boleto de entrada al territorio estadounidense, lo que no es cosa de poca monta.

La Estadidad no es un derecho social.   Si lo fuera,  podría reclamarse y obtenerse en los tribunales. La estadidad es un contrato político que requiere la libre voluntad de ambas partes. Puedes tocar insistentemente a su puerta, pero no puedes exigir la entrada. La independencia, en cambio, es un derecho político inalienable que no debe depender de resultados plebiscitarios. No existe el derecho de ser colonia. Se presume la incapacidad de negarse la propia soberanía. Se presume la dictadura del sistema colonial.

Cuando era comisionado residente, a mitad del siglo 20, don Antonio Fernós Isern le confesó a un amigo que si la mayoría de los puertorriqueños pide la estadidad, el congreso complacido la negaría, pero si  pide la independencia, muy ofendidos, la otorgaría. Dudo de esto último.  En aquellos días se aplastó sin piedades el clamor libertario.

Los imperios racionalizan sus desmanes. Presumen que son civilizadores, que cumplen con el deber cristiano de proteger a sus posesiones de ellas mismas y de sus incapacidades.  Pedirles la libertad es ingratitud. Exigirles la independencia es rebelión. Llegan para quedarse. El voto estadista cumple con su rol encubridor. Cada plebiscito condona el colonialismo. El voto por la Estadidad es fingido. Se intuye su futilidad.   Pero es  una forma de aplacar la cólera del colonizador, mostrar lealtad y pedir favores.

Por su parte, el escaso voto por la Independencia desde 1960 no es menos iluso, aunque se entienda digno y necesario. Con votos no se ha hecho la independencia. Los independentistas no cuentan   con los recursos materiales para derrotar la ideología dominante. Para hacer la independencia se requieren eventos extraordinarios y auxilios internacionales. Es una tarea imposible para minorías pobres y huérfanas de amigos poderosos en el planeta. La hegemonía imperial es abrumadora.  La colonia parece ser el único mundo posible.  Otro Puerto Rico, libre y soberano, ajustado a su propio ritmo y necesidades, abierto al mundo entero, es hoy difícil de prever. Pese a que solo se trata de rescatar la soberanía, añadir  mercados y renegociar la mejor y justa relación política con Estados Unidos.   Es poco pedir.

Pero el callejón colonial no tiene salidas.  La estadidad es un fantasma y  la independencia, una ilusión.