Querido/a Jayuyano/a [Boricua del campo]

Cartas de un(a) Antillano(a)
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Les quiero aclarar, primeramente, que yo no soy enemiga del reggaetón. De hecho, lo escucho cuando corro, aprecio un buen perreo, y, como muchos jóvenes Puertorriqueños, me acuerdo el momento exacto, incluso la ropa que tenía puesta, al escuchar Se Vale To en la radio por la primera vez.

El problema que sucede en nuestro barrio,  de Jayuya, es infelizmente el porvenir de casi toda la campiña de nuestra hermosa isla, y va mucho más allá de tales disputas sobre el reggaetón, el trap, o lo que en cualquier década se elija como la música emblemática de dada generación. No se trata de que el reggaetón “corrompe las mentes de los jóvenes”, de quel dembow dominiqui presente un “ritmo diabólico” y demás—no. Lo que acontece es una especie de asalto auditivo, a un volumen espeluznantemente alto, que parece que ha salido de una novela distópica o de la misma Guaracha del Macho Camacho, para reventarles los tímpanos a cada pobre ciudadano de nuestra hermosa campiña. De Jayuya a Corozal, de Barranquitas a Arecibo, de Añasco a Naranjito, el nuevo caco-campesino Puertorriqueño blastea una música del peor gusto, más tiembla-perro, más despierta-viejo, con la letra más denigrante hacia la mujer que se le ha ocurrido al hombre en la historia del caribe.

Estos individuos blastean a cualquier hora del día sin tan siquiera considerar que quizás, en su barrio, sí, en las casas que asaltan con su supuesta música, hay un bebé recién nacido durmiendo, o una viejita encamada que se le va el alma cada vez que pasan con sus baúles abiertos, mostrando sus monstruosidades de bocinas (que, de hecho, la mayoría posicionadas hacia afuera y no hacia el mismo conductor). Todo esto una especie de homenaje a nuestro rasgo más putrefacto de la posmodernidad antillana. Así mismo, tanto el carrito como las bocinas, ambos importados, son artefactos de la miseria del capitalismo, símbolos del colonizado y cautivo consumista.

No les mentiré— el abuso ha llegado a tal nivel que de vez en cuando, digamos, de uno en cien de dicho evento, cuando le caen con una buena pista (incluso han pasado con salsa vieja escuela), doy gracias al Señor. A pesar de que me esté asaltando este individuo con la misma pared monumental de sonido, doy gracias (en arquetipo de síndrome de Estocolmo,) que éste traiga algo un poco más culto a la escena. Por lo tanto, mientras ningún ciudadano del barrio consienta a esta intromisión violenta en nuestro diario vivir, seguirá siendo un abuso.

Les recalco—como un buen traguito de ron con agua de coco, el blasteo se reserva para ocasiones específicas y numeradas. ¿Un sábado a las siete de la noche año nuevo en el cumpleaño de tu primo Jaime? Una buena ocasión para abrir todas las puertas de tu Tercel y montar el pari. Por lo tanto, lamento tener que recordarle, amigo Jayuyano, que las siete de la mañana un domingo no es de esos momentos privilegiados o adecuados para dropear un dembow dominicano a x hertz por la barriada. Tampoco es, una tarde en la cancha de baloncesto pública, el lugar y tiempo oportuno para subir el volumen a max para que mi pequeña sobrina escuche “yo te quiero dar en cuatro patas” mientras pateamos la bola. Y menos será todavía, a las diez y media de la noche, cuando por fin estoy en la cama con mi esposo al final de un día largo y desgastador, el perfecto silencio para interrumpir de manera obtusamente violenta con un beat y una letra mas trillada que Gasolina.

Peor todavía es que los mismos políticos de nuestra comunidad—y ahora peor que nunca con las elecciones a punto de destallar—emplean la misma táctica asalto-auditivo para diseminar sus promesas vacías y mensajes igual de trillados. “Ahora sí, ahora sí” gritan los jingles diabólicos de Gonzales junto al cover que le confeccionaron a Elvin de alguna canción de Ricky Martín—versión politiqueo-meets-canción-de-la-cual-nos-queríamos-olvidar-en-los-90s. Sí, todo esto emitido de unas bocinas hexagonales-espaciales asaltándonos con su pared de sonido, montadas en la flatbed del pobre peón que se le ha contratado, seguramente a menos del mínimo, para guiar esta especie de bitácora de politiqueo asqueroso a 3mph por nuestras humildes calles—recién pavimentadas justo a tiempo para las elecciones—mientras el municipio nos ha negado el derecho al agua potable por doce días corridos.

Antes, en un pasado no muy lejano, se respiraba paz en el campo—las mañanas eran juguito de parcha con canciones de pajaritos silvestres y las noches sinfonía de coquíes. El motivo de esta carta se interesa con una pregunta para ustedes reggaetoneros, traperos, políticos, oficiales que no hacen nada al respecto, y ciudadanos de esta comunidad campiña: ¿cuándo habrá sido suficiente? ¿No se les ocurre que vivir en paz y silencio tiene, para la comunidad, mucho más valor que una música de mal gusto y bocinas importadas?

Le pido, caco campesino, Jayuyano, Boricua, ser humano, que se concientice. Que considere a cada miembro de esta comunidad como considera a su abuelita encamada. Como si fuese tu bebé recién nacido que se despertara con el trap ofensivo e innecesariamente alto. Como si fueses tu mismo tratando de vivir una vida digna y tranquila, un puntito minúsculo en las infinitas arrugas de nuestra inmensa cordillera, volviéndose a conocer en lo mas sagrado del silencio. Lo que anhelamos no es el campo de nuestros abuelos—quizás, algo ya inalcanzable en un Puerto Rico posmoderno. Lo que pido, lo que merecemos todos, es un campo tranquilo y de todos, compartido en harmonía.