Ayer celebramos [felizmente] el día de la puertorriqueñidad

Política

(San Juan, 9:00 a.m.) Ayer conmemoramos la puertorriqueñidad. Es una celebración de las características que nos definen como hijos e hijas de Boriquén. Es a su vez una ofrenda a la memoria de todos los ancestros que aportaron sus culturas para dar origen a una nueva idiosincrasia producto del mestizaje entre aborígenes, africanos y europeos.

Honramos también a las madres ancestrales porque es a través de ellas que hemos aprendido a ser puertorriqueños. La mujer boricua es bastión identitario, son guardianas de las tradiciones y maestras que nos han enseñado a llamar patria a esta tierra.  Grandiosas son las gestas de nuestras machas que han sabido empuñar el machete para defender a sus hijos y compañeros. Loas a Adolfina, Lolita, Lola, Mariana y a tantas otras cuyos nombres no conocemos.

Enaltecemos a los padres ancestrales que con azadas, machetes y picotas abrieron los surcos por los cuales se formó la puertorriqueñidad y en sus gestas consagraron el nombre de la patria donde quiera que iban.

En este día tampoco podemos olvidar a todos los que en la diáspora han mantenido el amor a la patria vivo. Son héroes y heroínas que a diario avivan en sus hijos el fuego identitario y les enseñan a sentirse orgullosos de ser puertorriqueños. ¡Cuán grandioso es escuchar al chorno de un boricua que se vio forzado a emigrar en busca de mejeros condiciones de vida gritar a viva voz, “yo soy boricua pa’ que tú lo sepas”!

La relación con la patria es un proceso individual y colectivo. Aprendemos a ser puertorriqueños a través de un proceso de adoctrinación. Desde que nacemos nuestros padres nos educan para ser boricuas. Usualmente, si nacemos en Puerto Rico, en la escuela continuaremos aprendiendo sobre los valores que nos identifican como hijos de esta tierra.

Aprendemos a comer comida criolla (arroz con gandules, lechón, pasteles, arroz con dulce…), escuchamos música tradicional todas las navidades, nos vestimos como jíbaros, bailamos bomba y plena, en fin, compartimos con otros los símbolos visibles de lo que nos hace puertorriqueños. 

La situación es más compleja si resides en Estados Unidos porque tienes que competir con la aculturación a la que se exponen todos los emigrantes. En el caso de los puertorriqueños hemos sido exitosos en perpetuar el sentido identitario en las nuevas generaciones criadas y nacidas en Estados Unidos, en contra de todas las expectativas que apuestan a la dilución de la cultura propia en favor de la estadounidense.

La mayoría de nosotros asumimos que ser puertorriqueño es haber nacido en la Isla del Encanto o a lo sumo tener ancestros cuyas raíces están ligadas al archipiélago borincano. Pero, ¿cómo describimos a los nacidos en otras tierras que asumen la identidad puertorriqueña? Entre estos está el grandioso cantante de música tradicional, Tony Croato (nacido en Italia, criado entre Argentina y Uruguay), un jíbaro “terminao” porque más boricua que ese, nadie; la antropóloga e historiadora Raquel Brailowski Cabrera, nacida en Paraguay, pero puertorriqueña hasta la médula de los huesos que tanto aportó a la patria documentando las tradiciones nacionales o la profesora de estudios hispánicos Rosario Méndez Panedas, nacida en España, que se ha dedicado a investigar el legado de las mujeres negras boricuas.

Ser puertorriqueño no lo constituye el hecho de haber nacido en Boriquén o tener ancestros boricuas. Conozco a muchos que se avergüenzan de su origen y darían lo que no tienen por haber nacido en otros lares. Estos apátridas, son los menos, pero hacen mucho ruido. Hay otros que buscan arrancarse la mancha de plátano para hacerse estadounidenses, como si fuera posible borrar de la genética el movimiento involuntario del cuerpo cuando suenan los tambores de bomba o repica un pandero.

La puertorriqueñidad está impresa en nuestro genoma. Es el resultado del mestizaje y de la resistencia, la lucha continua por evitar la extinción como unidad independiente entre los pueblos de la tierra.  

Para ser puertorriqueño se requiere identificarse con los elementos identitarios que nos asemejan como tal. Es hincharse de orgullo cuando escuchamos los acordes de La Borinqueña o vemos izar la Monoestrellada.  Es añorar el terruño cuando nos alejamos o idealizar la patria mítica, aunque nunca la hayamos pisado.  Es gritar “WEPA” o sacarte desde lo más profundo del ser una “puñeta” que refleja una explosión de alegría incontrolable similar al éxtasis de los iluminados.

El boricua ama las bellezas del archipiélago, venera las playas, se goza en los ríos y sucumbe ante la pujanza de la flora que engalana los montes de las islas borincanas. El canto del coquí acuna nuestros sueños y hace volar los pensamientos hacia los bohíos de los ancestros.

Los puertorriqueños amamos la familia, idolatramos a la madre y reverenciamos al padre. Trabajamos duro para darles una mejor vida a los hijos y evitarles sinsabores. Estimulamos a los hijos a educarse para que tengan oportunidades y hagan realidad sus sueños, aunque esto implique verlos partir para el extranjero.

Los boricuas celebramos la navidad con algarabía y religiosidad. Cantamos aguinaldos, llevamos parrandas, comemos lechón y bebemos pitorro. Celebramos velorios para honrar a los Tres Santos Reyes Magos y les pedimos su bendición. Llenamos la casa de artesanías con la imagen de los magos de oriente, sin importar nuestras creencias religiosas.

Hablamos español o por lo menos, pedimos la bendición y decimos te amo, aunque no dominemos el idioma de Cervantes.

La puertorriqueñidad es compleja, está en constante evolución. Tiene vida propia, pero no duerme en los claustros universitarios, sino en las barriadas y campos. Los viejos añoramos otros tiempos, pero la identidad ha roto con las limitaciones que se le impusieron para vestir sus mejores galas, bailar a ritmo de bomba y gritarle al mundo, ¡soy mestiza! La puertorriqueñidad tiene claro su sustrato africano, amerindio e hispanófilo.

El sentido de pertenencia boricua ha sobrevivido 122 años bajo un ataque constante que infravalora y menosprecia la puertorriqueñidad. Los males sociopolíticos y económicos que nos abruman son el resultado de ese bombardeo continuo que busca mantenernos cabizbajos y esclavizados. Empero, como buen josco, sabemos embestir, solo esperamos el momento oportuno. El tiempo ha demostrado que cada acción en contra de quienes somos solo ha servido para hacernos más puertorriqueños y latinoamericanos. Nuestra identidad es resiliente, no se doblega, ni se entrega.

Me siento orgulloso de ser puertorriqueño, ¿y tú?

¡Celebremos, felizmente, el día de la puertorriqueñidad!