Queer Nation [revisitada]

Zona Ambiente
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[Nota del Editor:  Egidio Colón Archilla es el curador de la sección Zona Ambiente.  Nos comparte este trabajo del autor, y nos indica “desempolvando el Album de mis Recuerdos me encuentro con este maravilloso trabajo de mi amigo Rubén Ríos Avila, que hoy comparto con todas ustedes”+.
 
"La primera vez que leí la frase Queer Nation pensé que se refería a Puerto Rico. Estaba escrita en una pegatina sobre el muro de un edificio de Christopher Street, en el West Village de Nueva York, a principios de los noventa. Me detuve en seco ante esas dos palabras escritas con enormes letras negras, con una mezcla de escepticismo y fascinación. Cuando me acerqué al muro y leí el resto del afi che me di cuenta que era el nombre de un grupo de activistas gays bastante parecido al de ACT UP, organizado para defender a las comunidades gay, transgénero y lésbica de ataques de violencia homofóbica. Me sonreí, debidamente informado y correctamente aludido, y seguí mi camino. Pero admito que lo primero que se me vino a la mente, al ver esa frase tan lapidaria y profética de una queer nation, es que el anuncio aludiría a algún grupo de homosexuales independentistas boricuas empeñados en fundar una nación maricona. ¿Cómo sería una nación maricona? ¿Cómo sería una nación maricona de puertorriqueños? No se puede negar que la fantasía que procrea y moviliza la frase es rica en posibilidades. Hay que decir que la noción de esa nación no es tan descabellada, sobre todo cuando se piensa que Puerto Rico es, de cierto modo ya, una nación “queer”, como lo ha sugerido Frances Negrón en su Boricua Pop, aún si se defi ne el término con su acepción neutral, divorciada de su inevitable connotación homofílica, donde lo que se destaca, en vez de una preferencia sexual, es lo meramente raro, lo que no encaja, algo extraño, fuera de la norma, quizás incluso ominoso por raro. El caso de Puerto Rico, un país (aunque la pregunta de si somos país, pueblo, nación o diáspora es ya parte del problema, de lo espinosamente brought to you by COREView metadata, citation and similar papers at core.ac.ukprovided by Revista Iberoamericana tan empeñado en asociarse con los atributos culturales que se relacionan con las naciones, a pesar de nunca haberse consolidado políticamente como estado-nación y a pesar de ser una colonia o neo-colonia de Estados Unidos, se deja pensar bastante rápido a través de ciertos matices de lo queer. Puerto Rico es de muchos modos una colonia con vocación de nación, una colonia queer por sus pretensiones nacionales o una nación queer por sus preferencias coloniales. Aunque el independentismo nunca se haya convertido en una opción electoral decisiva, con un partido independentista que se ha dedicado ya casi vocacional y profesionalmente a perder elecciones, los elementos característicos de un nacionalismo de corte culturalista abundan en la isla e incluso se desbordan a lo largo de las comunidades de puertorriqueños que viven en el continente. La bandera, la gastronomía local y la música popular se han convertido en dispositivos productores de una suerte de efervescencia y celebración de una mismidad que se asume como ampliamente compartida y verifi cada. Es sabido que una de las funciones fundamentales de la fundación nacional es la creación de un sistema de coherencia interna al grupo asociado bajo el término, que sirva de muro o fi ltro protector para defender a esa supuesta nación de infl uencias, ataques o peligros extranjeros, algunos reales y muchos de ellos imaginarios. Aunque no haya producido gestiones políticas contundentes en esa dirección, el puertorriqueño vive obsedido por la emoción de su nacionalidad, o, para usar el término de Arturo Torrecilla en su libro, el puertorriqueño vive obsedido por lo que él llama la ansiedad de ser puertorriqueño. Ese nacionalismo culturalista es un dispositivo ya prácticamente indispensable para la política eleccionaria puertorriqueña, (y si partimos de la lectura que hace Carlos Pabón en La Nación Postmortem, cooptado oportunistamente por los mercados del capitalismo salvaje) usado y abusado por todos los partidos, que compiten entre sí por presentarse cada uno como más auténticamente puertorriqueño que el otro, aunque en algunos casos, como en el de la estadidad, la retórica puertorriqueñista coquetee con los límites del absurdo. Por otra parte, si seguimos elucubrando a partir de la inquietante frase de la pegatina, esa obsesión de lo nacional siempre ha estado casi sistemáticamente disociada de cualquier elemento que pudiera tildarse “seriamente” de queer, sobre todo cuando usamos el término en su acepción más reciente, que lo relaciona con sexualidades fuera de norma. Visto de otro modo, a lo mejor la frase queer nation me resultaba inicialmente fascinante precisamente porque la leía también como un oxímoron, como el acercamiento de dos términos mutuamente excluyentes; bien visto, nada menos queer que una nación, cualquier nación, en última instancia. Las fi guraciones de la nación puertorriqueña suelen ser, de hecho, como en tantos otros lugares, bastante previsiblemente heteronormativas: o se trata de la nación viril,
macha, profetizada por Albizu Campos, fundada en un heroismo de la hombría, o se trata de la nación femenina de un Gautier Benítez, una isla doncella, un búcaro de fl ores columpiado sobre la mar Caribe, en espera de la inseminación poética del bardo de turno. El Estado Libre Asociado de Muñoz Marín, aún con todas sus ambigüedades y la improbabilidad que la fórmula misma sugiere, no salta a la vista como una alegoría política homoerótica, más bien se trata de lo contrario. Un pacto pretendidamente bilateral, tan civil, artifi cial, impuesto e institucional como la institución misma del matrimonio. El Estado Libre Asociado es eso, un matrimonio de conveniencia. Lo cierto es que nuestras elucubraciones nacionalistas han producido un concepto bastante rígido y estático de la identidad, con un énfasis desmedido y, a mi juicio, empobrecedor en una fi guración demasiado hecha y preproducida de lo puertorriqueño. Palabras como boricua, puertorro, mi gente, mi familia funcionan como contraseñas facilitadoras de una nacionalidad entendida a partir de certezas compartidas e identifi caciones instantáneas. Lejos de instaurar diferencias, mucho menos sexuales, lo puertorriqueño se usa para detectar en el gentilicio una esencia compartida e indiscutible. Nada más lejos de la acepción más moderna y política de lo queer, la que la teoría de los queer studies ha trabajado en los textos de Judith Butler, Lee Edelmann o Eve Kosofsky como aquello que atenta precisamente contra la paz de las identidades unitarias, consolidadas, sin quiebras ni fi suras. Si lo queer marca el desplazamiento y la diseminación como lo único “propio” del sujeto, entonces la idea misma de nación, con su énfasis en las comunidades que se juntan a partir de mitologías compartidas, de sueños omnipotentes, es lo anti-queer por antonomasia. Si seguimos abonando a este argumento diríamos que en Puerto Rico ni tan siquiera puede hablarse de una tradición de fi guras públicas abiertamente homosexuales. La noción de un posicionamiento público del sujeto gay es todavía bastante impensable. En la literatura, por ejemplo, el hecho de que autores como Magali GarciaRamis, Luis Rafael Sánchez o René Marqués aborden asuntos de identidad sexual en algunos de sus textos centrales no autoriza necesariamente la identifi cación de ninguno de ellos como escritor homosexual. Escritores e intelectuales como Manuel Ramos Otero, Alfredo Villanueva, Frances Negrón Muntaner o Angel Lozada son abiertamente homosexuales, pero escriben mayormente desde Estados Unidos, lo que de cierta manera funciona en este contexto como un exilio. Artistas plásticos como Antonio Martorell, Francisco Rodón o Myrna Báez, y otros más jóvenes, como Carlos Collazo, Marimater O’Neill o Arnaldo Roche invitan en sus obras a lecturas homosexuales, pero que a nadie se le ocurra aludir en ninguno de ellos a un deseo específi camente homosexual. Apenas comienza a esbozarse en Puerto Rico la categoría de artista gay. Cuando se alude a la supuesta homosexualidad de artistas de la farándula popular como Ricky Martin o Lucesita Benítez se hace siempre desde el clandestinaje, como si la identificación con la homosexualidad tuviese que ser vista necesariamente como un elemento nocivo que atenta contra su estabilidad profesional. El caso de los políticos es parecido. Curiosamente, son los fundamentalistas los que se sienten autorizados a esgrimir la supuesta homosexualidad de ex legisladoras como Margarita Ostolaza o Zaida Cucusa Hernández, pero sólo para desprestigiarlas, para invalidarlas. La homosexualidad sólo se propone como un criterio de deslegitimación, no como un lugar desde donde pueda construirse una plataforma de acción civil, o de intervención social. En los últimos años ha surgido, sin embargo, un frente de activistas gay, representado por Olga Orraca-Paredes, Ada Conde o Pedro Julio Serrano. El caso de Pedro Julio Serrano es interesante. Después de un intento infructuoso de conseguir un escaño en la legislatura por el Partido Nuevo Progresista con una agenda gay, forma una organización sin fi nes de lucro para atender los problemas de discriminación por orientación sexual en el país. La organización, curiosamente, se llama Puerto Rico para Todos. No hay la más mínima alusión en ese nombre a la orientación sexual de los activistas que la componen, como si la frase Puerto Rico borrara, con su mágico poder de convocatoria, cualquier diferencia potencialmente onerosa. Aun el activismo más decidida y valientemente gay, como el de Serrano, opta por ocultar su antagonismo político, su lucha disidente, su reclamo de justicia, bajo el manto de un igualitarismo utópico y sentimentalista. En otras palabras, es difícil y hasta contraproducente precisar lo queer de esta queer nation, a menos que sea incorporando sus secretos inconfesados, sus hipocresías, su juego de escondidas consigo misma, sus contradicciones, como parte de ese teatro queer. Pero a lo mejor de eso se trata. De muchos modos, la palabra queer llega a la teoría cultural como opuesta al término gay. No se trata de celebrar las identidades como estados puros del autoconocimiento, sino de explorar las imposturas y las perfi dias del sujeto, e incluso de acercarse al territorio del deseo sexual como un predio indeterminado y polimorfo, resistente a las nomenclaturas y a las racionalidades disponibles. Si releemos lo queer desde este ángulo, a lo mejor haya que partir de que, de hecho, toda nación arrastra su fondo queer precisamente a partir de un elemento inherentemente oximorónico y paradójico que asocia la construcción de las naciones con la construcción de los sujetos. La nación, como la iglesia, como el ejército, es un tipo de masa (Freud así lo especifi ca en su Psicología de las masas) y las masas suelen organizarse bastante cerca de las fantasías narcisistas de los individuos que las componen. Forma parte de un grupo, usualmente, el que está dispuesto a pertenecer a él siempre y cuando sienta que el grupo lo representa, que la masa a la que pertenece es un espejo de su propio rostro. Pero también hay que añadir que es de ese modo y a consecuencia de esas identifi caciones narcisistas que las naciones están sujetas a las mismas decepciones del sujeto, o por lo menos a decepciones parecidas y comparables. Lo queer partiría entonces de la composición misma del oxímoron que es un sujeto, en cuyo caso toda nación es, bien vista, una queer nation. Puerto Rico sería más bien un ejemplo bastante ilustrativo de la distorsión que subyace, en el fondo, a todas las naciones. Nosotros, que nunca llegamos al estado nación, somos la paleo-nación, el fondo oscuro e inconfesado de todas las naciones, la nación en perpetuo estado de gestación y derrumbamiento. Si insistimos en que lo raro, lo extraño de la nación se asienta subrepticiamente, escondido bajo el manto de lo familiar, entonces no es del todo improcedente acercar el término queer a otro término parecido: me refi ero a a lo ominoso en ese sentido específicamente freudiano de lo unheimlich, como condición de lo heimlich, que localiza lo más extranjero, lo más ajeno, en el seno mismo de lo familiar. Lo más extraño, nos dice Freud, resulta ser lo más cercano. Siguiendo esta línea de pensamiento, podría decirse que detrás de la paz familiar se urden las sórdidas pulsiones edipales, y si acudimos al mito de la horda primitiva que Freud elabora en Totem y Tabú habría que decir con él que toda Gran Familia, sobre todo las familias nacionales, se consolidan a partir de un mismo crimen compartido, un crimen perdido en la más remota memoria ancestral que regresa, sin embargo, bajo la forma del trauma. Freud se refi ere, sobre todo, al asesinato del padre de la horda por sus propios hijos, que lo matan por envidia, por su control absoluto de las mujeres del clan. Bajo la sonrisa de álbum familiar que reúne a los miembros de una nación tras el clic de una serie de fotoestáticas, se revelaría una insistente cuestión palpitante, un negativo sombrío. ¿Qué crimen compartido, siguiendo la propuesta del mito freudiano de la horda ancestral, aglutina a las naciones, marcando su origen siniestro, su originaria factura ominosa? ¿Es acaso el secreto de un crimen compartido lo que hace a toda nación inherentemente queer? ¿Cuán sostenible resulta esta asociación de lo queer con lo criminal, con aquello que no pasa por la ley, con lo que está incluso más allá de la mera infracción y que se constituye a partir de una ilegalidad originaria? Los ejemplos abundan, aunque haya que expandir la noción de crimen más allá del parricidio. Casi todos los templos musulmanes de la India yacen sobre los vestigios de otros templos del hinduismo que el fervor nacionalista del imperialismo islámico destruyó con su rabia monoteísta. La plaza del Zócalo, en la capital mexicana, exhibe la ruina de su Templo Mayor azteca, recientemente excavado (excavado, hay que decir, con la furia de otro nacionalismo opositor) bajo los cimientos mismos de su catedral católica, una catedral hundida también, apenas sostenida sobre un terreno que no logra encubrir del todo su secreto. Las naciones suelen yacer sobre las ruinas de otros pueblos y de otras naciones que destruyeron para constituirse.

 

Pero no hay que ir tan lejos en el tiempo. La guerra contra el terrorismo con la que Estados Unidos se autoriza para invadir, primero a Afganistán y luego a Irak, es un caso típico del nacionalismo que se funda en el miedo al otro, el miedo con el que erige su muro imaginario. Ese muro imaginario se hace visible y contundente a la hora de proteger los límites nacionales de los mexicanos que cruzan el Río Grande en busca de mejores oportunidades de sobrevivencia. El dedo acusatorio que señala el crimen del terrorista, o del refugiado como invasor, también sirve para ocultar los propios crímenes, los que solventan el sueño autocomplaciente del liberalismo burgués norteamericano. En el caso de Puerto Rico habría que mencionar que aún una fantasía nacionalista tan precaria como la que funda el Estado Libre Asociado dependió, en gran medida, para su funcionamiento, de la emigración masiva de una buena parte de los puertorriqueños que abandonaron la isla en los años cincuenta para que de ese modo fuese factible el proyecto de la operación Manos a la Obra. Podría hablarse de ese acto, o de ese acontecimiento, como el crimen fundacional de nuestro pacto con la modernidad. De cierto modo, ese pueblo diaspórico que funda en gran medida el Estado Libre Asociado, ese exceso que su programa de reformas no pudo o no supo procesar, es hoy el síntoma más poderoso de otro Puerto Rico, de otra isla de Puerto Rico, para usar el título del cuento de Manuel Ramos Otero, “La otra isla de Puerto Rico”. Ese Puerto Rico de la diáspora, desparramado hoy a lo largo y lo ancho de muchas ciudades norteamericanas amenaza, no sólo demográfi ca, sino cultural e ideológicamente, con desplazar los sueños nacionalistas del culturalismo estadolibrista. Hace mucho tiempo que el imaginario global de la puertorriqueñidad es producido por ese pueblo del derrame, desde West Side Story hasta Jennifer López. De los espejismos y veleidades del nacionalismo nunca se dirá lo suficiente. El caso del pueblo de Israel produce una de sus contradicciones más dramáticas y dolorosas. ¿Cómo es posible que los mismos judíos que fueron victimizados por el fascismo nacionalista alemán hayan pretendido encontrar la solución de sus penurias fundando a su vez otra nación perseguidora, el estado de Israel, que se instala en el Oriente Medio a la fuerza, convirtiendo a los palestinos en víctimas de un desplazamiento tan miserablemente parecido al horror de las fantasías plenipotenciarias del nazismo? En un libro brillante y conmovedor, The Last Resistance, la intelectual judeo-inglesa Jackeline Rose traza las sutiles coordenadas que entrelazan esos dos momentos cruciales de la historia judía, el holocausto de la Segunda Guerra y la fundación del estado de Israel. Para Rose la figura de Freud, un intelectual desplazado como tantos otros judíos de su época, funciona como contrapeso del entusiasmo nacionalista con que el sionismo recurría a la autorización bíblica para declararse heredero legítimo del territorio invadido. La respuesta de Freud por aquellos años de entusiasmo con el nacionalismo de raíces religiosas
que funda el estado de Israel es escandalosamente perturbadora. Freud escribe su libro sobre Moisés como una respuesta doble al nacionalismo ofensivo hitleriano y al nacionalismo reactivo de los judíos. Y lo hace para decirle, primero a los judíos y después al resto del mundo, que Moisés, el héroe fundacional, el padre de la tierra prometida, era egipcio. Moisés era un extranjero, un adepto a las creencias monoteístas de Akenatón que se comprometió con ayudar a los israelitas a salir de Egipto siempre y cuando consintieran en obedecer los preceptos de su creencia monoteísta. La tesis de ese libro tan central del psicoanálisis es bastante conocida. Rose recalca sobre ella la postura implicada de Freud ante el nacionalismo. Toda nación es el producto de una idea extranjera que la funda desde su interior más profundo, pero que proviene de afuera. Es decir, el miedo que impulsa a las naciones a edifi car sus muros protectivos en realidad se refi ere a un enemigo que todas las naciones llevan dentro, a ese sujeto ajeno, ominoso, podría decirse ahora, a ese sujeto, añadiríamos, queer, sin el cual no podrían funcionar sus más preciadas instituciones. Freud es para Jacqueline Rose ese otro judío, el judío permanentemente diaspórico, nómada, un judío que no disocia su identidad de sus desplazamientos. Hay mucho que aprender de aquella lectura de nuestra historia en la que Puerto Rico aparece unido a la historia de los pueblos desplazados, de las múltiples diásporas que convierten el mundo de hoy y con toda probabilidad el del futuro en un mundo atravesado por muchedumbres de refugiados, inmigrantes, viajeros, forasteros, pueblos para quienes la zona más profunda de su identidad coincide siempre con su extranjería. El exilio es una condición fundante de la inteligencia, que vive de la extrañeza y no le teme a la llegada de los huéspedes ni se amedrenta ante el azar. Hay un germen tan implacablemente forastero en la fractura del sujeto que quizás hasta no baste con recurrir para describirlo al vocabulario de lo ominoso con que Freud define los misterios de la identidad. La extranjería queer desafía incluso lo ominoso, porque en última instancia estaría incluso más allá del paradigma de la familia con el que el psicoanálisis marca el límite de sus cavilaciones. Sólo es ominosa una estructura organizada a partir del parricidio, una estructura que se modela desde el confl icto con el padre y el deseo de la madre como punto de partida.Pero hay en lo queer un enemigo permanente de la familia, un otro radicalmente ajeno al cuadro familiar. Lo queer es lo que amenaza con desplazar el modelo mismo de la familia como origen de todas las instituciones, incluyendo la nación. Este aserto resulta particularmente perturbador en el contexto de las políticas minoritarias de estos tiempos, sobre todo cuando hablamos de derechos civiles. Una de las grandes victorias de la lucha por los derechos civiles de hoy en día es la consecución del matrimonio gay, o en algunos países y ciudades, las uniones de hecho, que defi enden los derechos de propiedad compartida y los benefi cios civiles y estatales sin pasar necesariamente por la institución del matrimonio, tan ligada a sus orígenes religiosos. La defensa de esos derechos, y yo me cuento entre aquellos que luchamos por su consecución, no puede, sin embargo, cegarnos ante un hecho igualmente importante. La fundación de un concepto gay de la familia deja, por necesidad, fuera de su jurisdicción, lo más íntimo y perturbador del deseo homosexual, esa carga libidinal netamente queer en la que se origina el sujeto mismo de la diferencia sexual. A medida que prosperan los derechos, se va consolidando una cultura de la diversidad que incluye los reclamos fi nalmente atendidos, de otra minoría pero también se va erosionando una práctica del deseo que es potente e importante precisamente porque se resiste a institucionalizarse, se resiste a formar parte de la sociedad civil, a la sociedad como una metáfora extendida de la familia como tal. Lo queer sería entonces todo aquello que da cuenta de la ilegalidad consustancial del deseo, de la criminalidad inherente a todo acto verdaderamente singular, todo acto que no consiente en abdicarse en aras de las expectativas sociales. Néstor Perlongher, el escritor y activista gay argentino, muerto de sida hace unos años en Brasil, lo dice de un modo elemental, refi riéndose específi camente a una práctica de la homosexualidad masculina en uno de sus ensayos para la revista Fin de siglo, Matan a una marica: “Cierta organización del organismo, jerárquica e histórica, destina el ano a la exclusiva función de la excreción –y no al goce”. Esa jerarquía, esa organización del organismo disciplina los cuerpos y descarga su violencia contra los transgresores. El verdadero miedo que funda la homofobia no procede, en última instancia, de aquellos elementos socializables de las comunidades homosexuales, como su capacidad de formar familia, aportar al Estado y contribuir signifi cativamente a aquella cultura que desemboca en los mercados y en el capital. De hecho, esa es la parte de las comunidades gay que más éxito ha tenido en conectarse con los nódulos de producción en las sociedades de consumo. Vivimos en una era inimaginada hasta hace poco de visibilidad gay en múltiples niveles.Lo cierto es, sin embargo, que el auge de esa visibilidad gay es un índice irónico de la desaparición de una pulsión queer que la misma cultura gay va borrando a medida que se socializa. La cultura gay termina defendiéndose y hasta expulsando de su recinto la pasión queer, sobre todo porque intuye la violencia que desata en las comunidades reguladas por el consenso y el consumo. El deseo queer es el extranjero que no cabe dentro de la polis gay, aunque es el extranjero que la funda, su origen secreto. La violencia homofóbica se desata realmente contra el deseo homosexual, para usar la frase que hizo famosa Guy Hocquenghem por los años setenta. Para muestra con un botón basta. En los últimos meses la prensa local ha venido destacando un puñado de asesinatos contra homosexuales profesionales, alegadamente cometidos por bugarrones en diversos encuentros furtivos. En uno de los más publicitados,  un joven médico de un pueblo pequeño, salido de la pobreza y convertido en profesional de prestigio, muere apuñalado por otro joven que, según alega, se resistió a penetrarlo: “El quería que se lo metiera y a mí no me gustan los hombres”, le decía el muchachote a la reportera frente a la cámara de televisión, sacando de un cantazo a la intemperie del día lo que para el médico había sido un encuentro privado, o una serie de encuentros privados, su secreto, una parte inconfesada de su vida libidinal que no tenía por qué aparecerse ahora, amenazando con destruir para siempre una imagen pública labrada a partir del sacrifi cio profesional que conduce al éxito social. Ahí tenemos expuesta la violencia homofóbica en su estado puro, una violencia engendradora de una cadena de violencias: la del joven asesino, la de la prensa que se ceba en la noticia sin pensar en la reputación del joven médico, la de la sociedad que margina ciertas prácticas sexuales, e incluso la de la propia familia del joven, que lo prefería admirar y adorar como hijo médico, aunque no necesariamente aceptaran su furtiva homosexualidad. En un ensayo periodístico reciente, la escritora Ana Lydia Vega se queja de que el joven bugarrón haya tenido la última palabra, de que su versión haya sustituido tan injustamente la palabra del joven médico enmudecido por el asesinato. La escritora se lamenta de la humillación, de la vergüenza de esa víctima, y de tantas otras en un país donde se ha perdido, de tantos modos, la vergüenza. Comparto su indignación y me sumo a sus reclamos, pero también me permito visitar ese lugar que la insolencia del asesino ha dejado al descubierto, un lugar que, a pesar de su cobarde autoexculpación, lo incluye y lo incrimina directamente a él. Sólo alguien demasiado libidinalmente comprometido con las promesas del contacto anal, sólo alguien demasiado consciente de la naturaleza prohibida de su deseo estaría dispuesto a matar para defenderse de sus propias inclinaciones. Me parece que no está demás quedarnos un rato en esa escena prohibida, aunque el pudor nos suba la temperatura de la cara. Vale la pena poner de manifi esto la pregunta que el coro trágico de este suceso, el pueblo, la nación puertorriqueña, se hace a gritos mientras lee en silencio la noticia en el periódico.
 
¿Cómo es posible que un joven neurofisiólogo, una ciencia que se ocupa del cerebro, donde supuestamente se alojan los pensamientos y reside la inteligencia con la que construimos las civilizaciones, haya tenido que pasar la humillación sin nombre de hacer público su secreto más íntimo, ese momento cuando el cuerpo se permite celebrar en el culo, ese otro extremo del cuerpo opuesto al cerebro, el lugar por donde se expele todo aquello que no se pudo procesar, todo lo que el organismo expatria fuera de su continente y derrama en el exilio, cómo es posible que se sepa que alguien desee que una fi esta tan innombrable ocurra en un lugar tan proscrito? ¿Cómo es posible que alguien tan decente sea, al mismo tiempo, tan perturbadoramente singular?"