Incestus

Creativo

El viejo y obeso doctor llegaba siempre a la oficina a la misma hora con su maletín en la mano derecha y en la izquierda el periódico. Todos los días, se levantaba a las cinco de la mañana, y tomaba una ducha fría que hacía que la somnolencia desapareciera. Luego, el ritual consistía en prender la cafetera para prepararse un rico café colombiano. A esa hora no podía desayunar porque cualquier alimento que ingiriera le iba a caer mal. Mientras esperaba que su espeso café negro estuviera listo, se vestía para salir a trabajar. Echaba la bebida caliente en un recipiente para llevar; apagaba las luces, cerraba la puerta, abría el portón eléctrico con el control, se montaba en su auto y se dirigía tranquilamente, a escuchar los secretos que sus pacientes en confesión le narraban. Cada vez que llegaba a la oficina había más pacientes, la mayoría de ellos con depresión porque ahora todos están deprimidos.

Saludó al entrar, observó a las personas, cerró la puerta de la oficina y miró detenidamente los cuadros que colgaban en las paredes. Recordaba que su esposa fue la encargada de decorar ese espacio. Hacía cuarenta años que ella había comprado aquellas pinturas que él encontraba horrorosas. Sin embargo, según pasaban los años fue cogiéndole cariño y mucho más cuando su esposa murió de alzheimer. Aquellos cuadros se la recordaban en todo momento porque quedaban de frente a su escritorio médico. Todavía no comprendía la ausencia de su amada esposa y maldecía la terrible enfermedad que se la había arrebatado. Cinco años desde su ausencia, cinco años prendiendo la cafetera de madrugada y el café no le quedaba como el de ella. Cinco años difíciles de continua negación, de rabia, de fobia social.  Después de unos minutos, el doctor respiró profundamente, sacó de una gaveta su libreta de recetas y por teléfono le indicó a su secretaria, que podía pasar el primer paciente.

La puerta se abrió pausadamente y entró una joven de estatura mediana, blanca de piel y con cabello largo color azabache. Entró cabizbaja, le dio los buenos días y preguntó si podía sentarse. El viejo y obeso psiquiatra le contestó afirmativamente. Buscó su recetario y sin que ella apenas empezara a hablar comenzó a escribir un tanto aburrido: zoloft 25 mg al día, clonazap 2 mg al acostarse. El mismo doctor usaba sertralina para la ansiedad luego de la muerte de su esposa. Por eso, se la recetaba a sus pacientes antes de escuchar lo que le tenían que decir. De forma pausada, el viejo y obeso médico le preguntó a la joven y hermosa muchacha su nombre y, por qué razón estaba allí. La adolescente tímidamente y casi con un silbido pronunció: “estoy aquí porque soy la mujer de mi padre hace seis años.” Aquellas terribles palabras hicieron eco en los oídos del doctor que tragó saliva y le dijo que podía proseguir. El hombre se quedó en silencio escuchándola y observando sus movimientos. Entonces la joven preguntó: “¿Quiere que siga?” Continúe por favor.

Pues como ya le dije, soy la mujer de mi propio padre hace seis años; cuando apenas tenía doce, él empezó a meterse a mi cuarto por las noches. Me decía que me quería, que era su amada niñita, que me iba a tocar despacito, muy suave sin hacerme daño. Yo no podía entender cómo mi padre, mi papá, mi papi, todas las noches se colaba en mi habitación, apagaba la luz, me acostaba en la cama y empezaba a toquetearme.  Primero jugaba con mi pelo y al oído me decía: “No quiero que te lo cortes nunca.” Después, muy despacio y sin dejar de mirarme, me quitaba la camisa y comenzaba a pasar sus dedos por mis pequeños pechos. El viejo y obeso doctor miraba los cuadros de la pared y pensaba: “he escuchado tantas historias, pero ninguna como esta.” La muchacha con su cara seria, sin ningún gesto que delatara su dolor prosiguió. Mi padre seguía con sus juegos y metía su mano allí, me tocaba y yo sentía mucho asco. La primera vez que me penetró grité de dolor y me tapó la boca para que mi madre no escuchara nada. Luego me susurró al oído: “te va a arder unos días y vas a sangrar, pero la próxima vez te va a doler menos.” Y hubo muchas veces, demasiadas. Fui creciendo y le tenía terror a la noche. Por la mañana, cuando nos sentábamos a la mesa a desayunar, antes de ingerir los alimentos, él hacía una oración y siempre pedía que en ningún hogar faltaran alimentos. Mi padre era un fiel devoto que no se ausentaba un domingo a la iglesia. Recuerdo que ocupábamos el mismo banco semana tras semana. Tampoco olvido que en pleno servicio me susurraba al oído: “nunca dejes que un hombre de Dios perverso te ponga una mano encima.” Ahora entiendo por qué me lo decía, él era el único que tenía derecho a poner sus dos manos sobre mi cuerpo. Mi padre era mi Anacleto Morones noche tras noche. Los años pasaron y los abusos siguieron. Muchas veces se lo conté a mi madre y molesta gritaba: “mentirosa, cómo te atreves a hablar así de tu padre, el hombre bueno que nos cuida y protege. Lengüilarga, ojalá no salgan más palabras de tu sucia boca porque eres mala, muy mala.” Entonces comprendí que estaba sola, que en aquella casa no había nadie que me protegiera.

En la oficina, la secretaria tenía las instrucciones muy claras; cuando pasaban veinte minutos, debía dar un toquecito en la puerta para que el viejo y obeso doctor fuera concluyendo la visita. Eso sí, cuando atendía por primera vez a un paciente, le estaba permitido extenderse por media hora y se le facturaba al plan médico una visita de cuarenta y cinco minutos. La chica apenas llevaba quince minutos desde que entró y comenzó a hablar. Todavía le restaban quince minutos más. El doctor le preguntó si quería tomarse un café porque él lo necesitaba con carácter de urgencia. Ella le contestó que no, que lo único que deseaba era reanudar su relato. El viejo y obeso doctor respiró profundo, exhaló, se colocó la mano izquierda en la boca y con un gesto le indicó que podía seguir.

“Me intenté suicidar tres veces” eso le escuchó decir y por unos instantes tuvo que cerrar los ojos y pensó en Leticia, su mujer, la que había muerto de alzheimer. Intentaron por todos los medios de tener un hijo y no pudieron lograrlo. La familia y los amigos les decían que adoptaran un niño o una niña, pero no se animaron. El viejo y obeso doctor no podía creer que la joven que tenía de frente fuera abusada por su padre y que nadie hiciera nada. Coño, cómo es posible que la madre ignorara lo que pasaba en su casa cuando las puertas se cerraban. Fue entonces que recordó al personaje de Silvina, abusada por Galante, el marido de su madre Leandra, todos personajes de una novela llamada La Charca de un tal Manuel Zeno Gandía. El médico tomó un sorbo de café que le trajo su secretaria y le indicó a la joven: “puede continuar con su historia.”

Como ya le dije me intenté suicidar tres veces. En dos ocasiones me corté las venas, pero parece que nunca di con la precisa porque fallé en el intento. Mire mis brazos. Pasé la filosa navaja por las muñecas y tenía que hacerlo a través del brazo. Se suponía que me abriera las venas de todo el brazo y lo colocara en agua caliente. Además, debía realizarlo sola para que nadie pudiera rescatarme. Fue entonces cuando el viejo y obeso médico se quedó sin palabras. La muchacha tenía puesta una camisa blanca de manga larga. Se levantó de la silla y se subió las mangas para que él corroborara que lo que le decía era cierto. En ese preciso momento, a él se le ocurrió preguntarle: “y quién salvó tu vida.” Su respuesta le taladró los oídos con un ruido espantoso: “mis padres.” Ya le comenté que si uno quiere morirse debe suicidarse solo; en mi caso, mis padres estaban en la casa. A veces creo que lo hice así, a propósito, porque no quería morirme. Según transcurría el tiempo, el galeno sentía que le faltaba el aire, que apenas podía respirar, se le nublaba la vista y las manos no dejaban de temblarle. Sin embargo, su nueva paciente estaba sentada de frente a él tranquila, inerte, sin demostrar ningún sentimiento. En el otro intento de suicidio – según la joven – me tomé una veintena de pastillas, pero otra vez mis padres lograron encontrarme y me llevaron a emergencias donde me hicieron un lavado de estómago. El viejo médico meneó su cabeza de izquierda a derecha y tuvo que levantarse de su silla, para servirse un poco de agua de una jarra que había en una pequeña mesa. Le ofreció a su joven paciente, pero ella le dijo que no le apetecía.

De pronto, se sintieron dos sutiles toques en la puerta que indicaban que ya habían pasado treinta minutos. El viejo y obeso doctor le pidió unos segundos a su paciente y salió de la oficina. Se dirigió al escritorio que ocupaba su secretaria y molesto le exigió: “cancela todas mis citas.” Ella un tanto confundida le contestó: “usted está loco mire la oficina no cabe más nadie.” El médico le gritó: “o lo haces tú o lo hago yo. Tengo que seguir escuchando a esta paciente porque de lo contrario puede cometer una locura. Además, es mi deber brindarle todo mi apoyo.”

El viejo y obeso doctor entró de nuevo a la oficina, se sentó de frente a su paciente, unió sus manos como si estuviera orando y continuó escuchando aquel relato espantoso. “Mi padre me estuvo abusando durante seis largos años. Cuando cumplí los dieciocho las cosas cambiaron.” Cuando oyó esas palabras el médico sintió interés en saber qué había sucedido. ¿Por qué de pronto ese hombre perdió interés en su hija? Todo sucedió cuando entré a la universidad -precisó ella. Tal parece que mi padre se asustó porque estaba próxima a cumplir la mayoría de edad. En las clases me sentía protegida; la universidad se convirtió en mi refugio, en el templo sagrado del que no quería salir. Pero, era mi padre el que me llevaba y buscaba. Todavía recuerdo cuando eran las cuatro y veinte de la tarde. Yo tenía una clase que me gustaba mucho pero nunca se lo dije al profesor. Una vez mi reloj marcaba las cuatro, empezaba mi agonía, no podía mantenerme quieta en el pupitre. Me meneaba de un lado para el otro y sé que el profesor se irritaba.  Muchas veces me preguntó si necesitaba ir al baño. A lo que yo contestaba que no. Por mi cabeza sólo pasaba la horrorosa idea de que en el estacionamiento me estaba esperando mi padre que era mi marido.”

En la universidad no tenía amistades, no hablaba con nadie, no conocía a mis compañeros de clase. No me interesaba llegar a conocerlos. Iba a mis cursos, a duras penas cumplía con mis tareas y todavía no comprendo, cómo logré pasar el semestre con buenas notas. Aunque usted no me crea, aprobé todas mis clases con excelentes calificaciones. El problema explotó cuando al docente que dictaba el curso de Ciencias Sociales se le ocurrió asignarnos escribir un ensayo. Una tarde entró al salón y sin saludar se dirigió a la pizarra y la llenó con palabras: adicción a drogas, suicidio, delincuencia juvenil, incesto, pornografía infantil, alcoholismo, homosexualidad, anorexia, bulimia, y otros más. En silencio me identifiqué con tres: suicidio, incesto, bulimia. Ah, olvidé informarle que soy bulímica, que me alimento como una cerda para luego provocarme el vómito. Ese es mi mecanismo de defensa. Quiero ser fea, no me interesa atraer ninguna mirada. No quiero, soy fea y esa es una afirmación.

Los minutos iban pasando y la confesión extendiéndose. Escuche lo que le voy a contar. Hice mi ensayo y cuando me paré frente al salón a leerlo todos, oyó bien, todos quedaron en shock cuando afirmé que era la mujer de mi padre hacía seis años. Los varones que estaban en la clase se miraron unos a otros incrédulos; el profesor no sabía qué hacer y yo muy estoica seguí leyendo. Con fuerza hablé de mis tres intentos de suicidio, de que me enviaron a consultar un psiquiatra, de que me obligaron a tomar pastillas antidepresivas, píldoras para la ansiedad y para poder dormir. Atentos estaban cuando expliqué que después de mis tres intentos fallidos de suicidio, me había dado por automutilarme. Como los emos, me corto la piel porque así puedo olvidar el dolor emocional que siento. También olvido los recuerdos desagradables de lo que fue mi adolescencia, pero me agobia un pensamiento que no logro borrar de mi mente: “ahora me preocupa mi hermanita que acaba de cumplir diez años.”

           El viejo y obeso doctor la miró a los ojos profundamente y por arte de magia, a él se le escaparon las lágrimas que había contenido durante todo el relato. En la Escuela de Medicina le habían enseñado que no podía identificarse con sus pacientes. Esta vez no pudo evitarlo y entonces como un robot, le marcó a su secretaria y le indicó llama a la policía.