“Pestes y más pestes”

Historia

[Nota Editorial:  El crítico literario Francisco Cabanillas, nos comparte este documento histórico escrito luego de la epidemia de la Peste Bubónica de 1912 en el Viejo San Juan.  Lo compartimos para refrescarnos la memoria histórica].

La peste va avanzando. Y a medida que la sentimos avanzar, nuestro miedo crece y crece hasta que casi no nos cabe dentro del pellejo.

Este miedo ejerce en el alma de muchas gentes una muy saludable influencia. Mientras a unos, puercos de nacimiento en su cuerpo y en su casa, les ha hecho enamorarse repentinamente del agua y del jabón—los dos mejores médicos del alma y del cuerpo que existen—a otros muchos puercos también de nacimiento en su alma, les ha hecho la merced de encariñarlos de pronto con la belleza del hábito de la liberalidad. Conocían éstos a los dos médicos excelentes y nada pedantes denominados doña Agua y don Jabón, y por rutina fregoteaban quizás diariamente su piel; pero no se acordaban nunca de lavarse el alma y… ¡tenían cada costra!

Costras de sordidez, de ruindad, de un ciego, brutal, casi delirante culto de la roñería. Y gracias a la invasión de la peste, muchas de estas costras han ido cayendo, como lo comprueban las copiosas dádivas que en estos días de pánico ha recibido, casi sin moverse, la comisión de la “Liga Progresista” encargada de reunir fondos para sanear la ciudad.

Gente que durante toda su cachazuda existencia de crustáceos jamás supieron lo que era meter la mano en el bolsillo para desprenderse de una peseta en beneficio de alguien o de algo, hoy se han visto empujadas por el miedo hasta las oficinas de la Liga donde han dejado, casi sin dolor, dólares y más dólares.

En presencia de esto, dan ganas de pedirle a Dios que nos suelte una pesetita un día sí y otro no.

Una pesetita como ésta de ahora, suave, mansa, hasta bien educada, que, sin matar mucha gente, nos tenga siempre ante los ojos el fantasma la muerte, único que logra que los sucios de cuerpo y de alma se decidan a lavarse tantísimas mugres como llevan encima.

El fantasma de la muerte… La verdad es que yo no me explico por qué ciertas gentes, esas que llevan como cien quintales de roña en el alma, esas que encierran su vida toda dentro de las costuras de su bolsillo o el metal de su caja, esas que van por ahí uncidas como bestias al yugo vil de la codicia, esas que viven esclavizadas por el dólar, esas, en fin, que no estudian, que no sueñan, que no cantan, que no aman, que no vibran, que no viven, le tienen tal terror invencible a la muerte.

¿Para qué diablos querrán esos benditos una vida que no usan, que no gastan, que no queman en la llama de ninguna pasión, ni entusiasmo, ni ideal? ¿Para qué querrán defender con uñas y dientes una existencia opaca y fría, una vida gris y pesada como el plomo, más fea y más puerca que la misma muerte, que no les sirve para maldita de Dios la cosa?

Quizás la quieren conservar y defender de la misma manera ciega y torpe que defienden y conservan el dinero. Por el asnal placer—raquítico y bajo, pero placer al fin—de sentirse poseedores de algo precioso que es suyo, muy suyo, tan suyo que les ata y les inmoviliza y los vuelve centinelas y esclavos por siempre, por siempre. Tan suyo que ni una sola molécula se deja nunca cautivar por otro, pues para evitar eso, para evitar que nadie lo atrape y lo goce, son ellos los primeros en privarse de toda familiaridad con el sagrado tesoro escondido.

Hacen estos bolonios desdichados con la vida y el dinero—(términos equivalentes)—lo que hacen las sanguijuelas con la sangre. Chupan y chupan con una sed insaciable y feroz la sangre humana para gozarla, no para usarla, no para hacerla arder en el incendio prodigioso del vivir, sino para almacenarla, para llevarla dentro convertida en un líquido negro y viscoso e inflarse hasta reventar con ella. Entre ellos, entre estos pobres bolonios ilusos e insulsos, y las pulgas esas que tan comedidamente reparten la peste (y que al parecer le han dado su honrada palabra a la Sanidad Insular de no alejarse mucho de San Juan al hombro de nadie), yo descubro grandes y misteriosas afinidades. Ambos, pulga y bolonios, son depósitos y vehículos de infección, pero yo prefiero a las pulgas. Porque es verdad que las pulgas conducen y esparcen la plaga, pero es una sola plaga, la peste bubónica, que camina despacio, (y que, si hemos de creer a Mariano Abril, ha convertido a San Juan en poco menos que en un edén. Pero los bolonios no se contentan con regar por el mundo una peste, una plaga: ellos, ¡ay!, llevan constantemente en su alma de crustáceos todos los virus de todas la plagas.

Plaga de codicias engendradoras de miserias; plaga de prejuicios engendradores de odio y pasiones espantables; plaga de bajos e innobles instintos que todo lo envilecen y lo empeoran; plaga de brutales y feroces egoísmos disfrazados con nombres altisonantes y huecos; plaga de hipócritas y rígidas virtudes negativas que en el fondo no son más que cobardes y groseros antifaces de vicios inmundos; plaga de ruindades, de dolos, de ignorancias, de rapiñas, de inicuas y miserables degradaciones; plaga, en fin, de sarna, de roña, de esa roña nauseabunda e incurable que les llena de costras el alma.

¡Esa sucia y hedionda alma de crustáceo que vive, sin aires, y sin sol, entre las costuras de un bolsillo, y que no sale nunca de su encierro, para asomarse al mundo y a la vida, sino cuando su hermana, la pulga del ratón reparte la peste bubónica…