Del campo a la ciudad: un recorrido sociológico por La memoria del paisaje

Historia

La veneración extrema o desmedida del pasado implicaba el riesgo de desembocar en la ´parodia´ o generar una versión irreal del pasado y del presente.”

Mario R. Cancel

La primera vez que viene a ver la exposición* comparecieron a mi memoria dos artefactos remotos. Uno, “la casa de madera machimbrada de mis bisabuelos Nana Rita y Tomás, enclavada en sancos de pino, con palos de ausubo, puertas y ventanas de cantazo inventadas a la medida del ojo, de tres aguas el techo con fregadero que volaba por la ventana como en la pintura de Félix Rodríguez Báez titulada “Flamboyán”. Y el otro artefacto, una sala como la que se esboza en la acuarela “Camino del silencio” de Antonio Maldonado.

Fue en esa sala donde conocí los bancos improvisados con la madera que sobró de la obra. Recuerdo mi banquito, uno que podía cargar de una casa a otra cuando tenía 4 años y todavía no habían embreado el camino a pesar de ser vecinos de la Base Ramey en Aguadilla. Irónicamente, desde allí veíamos la torre de control con las insignias de la Fuerza Aérea, podíamos ver y escuchar aviones supersónicos cuales naves del espacio.

Aquella casita campestre no era muy distinta a las de La Vía aguadillana, un enjambre urbano de viviendas desordenadas al margen de la servidumbre de paso del tren, aquella “Maquina que patinaba desde que salía de San Juan” y llegaba a chocar en el cerro de las 11 mil vírgenes de la Villa del ojo de agua. Cuenta la leyenda urbana que aquellas ánimas también habían ahuyentado a los invasores ingleses con flamantes jachos desde sus precarios bohíos. Pero en los constantes viajes en carro público, en la pisa y corre, del campo al pueblo me impresionaban con sus contrastes. Quizás, desde entonces ya asumía una mirada circunspecta y sociológica del escenario que me enmarcaba.

El otro artefacto remembrado fue un libro escolar titulado “Del campo al pueblo”, una antología publicada en 1971 hace 50 años, de carpeta dura predominantemente verde, tenía dos partes, el “Regreso a la escuela” y “Vida en el campo”. En esta última tenía los poemas “Iremos a la montaña” de Alfonsina Storni, así como “Adivinanza” de Isabel Freire y Francisco Matos Paoli. No sabía que privilegiado fui en la Segunda Unidad Borinquen Luis Muñoz Marín donde cursé mis primeros tres grados. En aquel primer grado aprendíamos de Isabelita sus versos “Borinquen es islita que parece un caracol, por encima es una rosa y por dentro una canción” La memoria reconstruye y codifica selectivamente los hechos. Con el tiempo puede suprimirlos o sublimarlos. Así mismo como recordamos ese primer encuentro con el bosque, la primera vez que fuimos a la playa o el paso avasallador del Ciclón San Ciprián (1931) o María (2017). Podemos suprimir las tragedias de María o sublimar los viajes al campo.

En este viaje que vamos a hacer a través del tiempo y el espacio en esta capsula tecnológica llamada museo debemos advertir la mirada idealista del campo como el prístino jardín del edén, primicia de nuestra cosmogonía judeo-cristiana que propone “alguna vez hubo perfecta armonía entre el creador, los seres humanos, la flora y fauna que hemos inventado como la naturaleza” heredada a los hijos e hijas de esta tierra inmaculada ahora condenados a la separación del edén para migrar a la tierra prometida de leche y miel. De esta forma aprenderemos a separar el campo de la ciudad, desde nuestra infancia cristiana, espiritista, santera, cimarrona, isleña y caribeña, nos desdoblamos, dividimos y multiplicamos en jibaros, trabajadores y peregrinos migrantes.

En este recorrido los invito a mirar, reír y llorar, con y sin nostalgia la transformación del paisaje puertorriqueño en el Siglo XX. Nuestra identidad nacional se forja en los campos, barriadas urbanas, migración, desastres, conflictos e injusticias íntimas y colectivas. Estas estampas documentan unos imaginarios geográficos, emocionales e históricos que pintan sobre el lienzo múltiples impresiones sobre ¿quiénes éramos?, ¿quiénes somos? y ¿quiénes ya no somos? ¿quiénes queremos ser como humanos y como pueblo?

El recorrido comienza con la pintura de Francisco Oller “Camino con bohíos” que data del 1890, de Manuel E. Jordán “Camino del Barrio Guaraguao” de 1885, de Ramón Frade una espectacular “Niña con chinas” de 1948, en camino posando flores y una bella sonrisa. Los ríos, lagos y el mar, grabados en otras pinturas como nos sugiere una visitante del recorrido también son caminos hasta el mangle cangrejero del Atlántico.

Estaremos admirando más de la mitad de estas obras deshabitadas por puertorriqueños como usted y yo, como nuestros padres y ancestros, aparecen apenas humanos en algunas de las pinturas de final del Siglo XIX a mediados del siglo XX. Predomina el bohío de ramas y yaguas, en la costa hasta el 1957 en la obra de Miguel Pou Becerra. El bohío es protagonista en la pintura de Rafael Tufiño, “Loíza Aldea”, 1953 y en el lienzo de Fernando Díaz Mackenna en “Bajada al río”, 1920, el bohío aislado en la montaña rodeado del monte o plantación. Sin embargo, ese ausente humano, campesino, obrero, carpintero, agricultor, arrimado, medianero, quincallero, transeúnte, el que abre caminos a su paso, desmota el bosque para construir bohíos, casas en madera machimbrada de pino caribea y piezas de caoba o ausubo, viviendas de piedras y mezclilla, varillas, bloques y cemento, que transforman nuestra casa.

Un nuevo contrato social propone; modernizar las calles, urbanizar, desarrollar comercios, escuelas, hospitales, auto expresos, puertos y aeropuertos, plantas hidráulicas o de carbón generadoras de energía, consumir alimentos, ropa, tecnologías, educación, arte, costumbres y tradiciones convertidas en artefactos mercadeables. Recordemos las navidades en las que hacíamos el güiro y maracas echándole semilla de la casa pa’ que suene y comparémoslas con el Parranda kit que compramos en las megatiendas Walmart o Walgreens. En este recorrido de La memoria del paisaje estamos observando la plena metamorfosis del paisaje puertorriqueño y su gente.

Miramos una exposición creada por virtuosos maestros puertorriqueños, artistas residentes de Europa y Norteamérica que documentan con belleza el paisaje que conocieron desde finales del siglo 19 hasta los albores de este siglo 21. Pero estas obras primero pasaron por unos devotos coleccionistas y admiradores de la campiña puertorriqueña. Don Francisco Arriví, empresario y desarrollador junto a su amada esposa Doña Lourdes de Arriví, quienes en sus paseos familiares escogían y compraban estas obras que les representaba el Puerto Rico pasado recorrido junto a su padre Francisco Arriví Alegría.

Esta colección (re)imagina el hábitat desde un presente post industrializado. La colección celebra la vida campesina romantizada salvo por el paso de huracanes que transforma violentamente el prístino paisaje y sus habitantes, como vemos en la acuarela de Guillermo Sureda “Tormenta, 1960” y en el óleo de José Oliver “Las primeras ráfagas, 1962”. Estas obras de arte se aprecian mayormente deshabitadas o con apenas habitantes, estos paisajes montañosos y costeros, pasaron la invasión e industrialización de la agricultura, desde 1898, “la Gran Depresión del 30”, la “Operación manos a la Obra” de Luis Muñoz Marín quien fue considerado como el mesías que nos llevaría a la tierra prometida, moderna y urbanizada.

Pablo Castillo, hijo de campesinos agregados a la tierra de hacendados con título, nos describe en su historia oral “antes usted vivía en una finca y el dueño mandaba ... a sacar a Fulano de tal, entonces iban ... y le tiraban las cosas a la calle”. En su discurso Pablo Castillo piensa en Luis Muñoz Marín y su Nuevo Trato, como el padre que protegía al campesinado sin tierra de los atropellos de los terratenientes y las corporaciones absentistas que industrializaron el paisaje transformando al jíbaro en obreros y ciudadanos dotados de modernos derechos, idealizados en el Pan, Tierra y Libertad.

Como estudiante del antropólogo Manuel Valdés Pizzini, aprendí que “la ciudad es el epítome un ecosistema donde el ser humano reordena, codifica/reglamenta, compra y vende bienes y raíces, controlando el espacio natural, son las ciudades enormes ecosistemas urbanos entramados sobre ecosistemas rurales” donde remplazan y añado, “desplazan poblaciones, suelos, cauces y energía bio-física transformando el paisaje” (1989). La urbe ya sea la planificada por dameros cuadriculados, acueductos, plazas de comercio y recreo y hasta coliseos romanos, la ciudad transforma el paisaje, nos obliga a (re)imaginarnos lo rural, el campo, el monte y mar. Es la nostalgia de mi viejo San Juan, la separación del jardín del edén del paraíso cosmogónico es la expulsión y migración forzada. Entonces deseamos volver a (re)encontrarnos o como dice el poeta César Miró:

“Todos vuelven a la tierra en que nacieron

Al embrujo incomparable de su sol

Todos vuelven al rincón de 'onde salieron

Donde acaso floreció más de un amor”

 

La modernización del campo a la ciudad forzó una migración desorganizada en busca de trabajo remunerado, salarios a medias lejos de la hacienda y las relaciones seudo serviles del campesinado sin título con los terratenientes. Cientos, miles de familias bajaron de las inmensas estepas verdes al llano costero, inundando de humanos los mangles y riberas que llamaron suburbios, barriadas urbanas improvisadas y hasta comunidades especiales. En el óleo-collage de Margot Ferra, “El Fanguito”, 1965, observamos un conjunto de casas coloridas de madera y zinc, aglomeradas y en desorden, enclavadas en el mangle.

Al final del recorrido encontramos representaciones del Caño Martín Peña de Rafael Rivera García, 1968, canal que se abre camino a la ciudad de San Juan. La magnifica pintura de Juan De Prey, en ella se pinta una marina urbana en el Caño Martín Peña, 1960. Admiramos de Myrna Báez, “La Perla”, 1962, la joya de las barriadas, “verde luz de monte y mar” pintada en óleo sobre lienzo. Estas obras representan la playa de Arecibo, la calle Venus de Ponce, el Trastalleres y Dulces Labios de Mayagüez. Ecosistemas al margen de la ciudad damera, ya sea colonial o moderna. Finalizo mencionando el tríptico en la obra de José Ruiz, “Parranda”, 1971, y otras que graba las navidades en escenario alegre, habitado y urbano. En estas últimas obras de desatacan escenarios teatrales de la bomba y la plena de Cortaron a Elena, las promesas de reyes y árboles de navidad electrificados con energía alumbrando los barrios como la estrella iluminó a Belén.

La veneración extrema o desmedida del pasado implicaba el riesgo de desembocar en la “parodia” o generar una versión irreal del pasado y del presente.” Mario Cancel, distinguido historiador nos propone prevenir la veneración extrema del pasado para evitar parodiar o romantizar las memorias. Yo también recuerdo el olor fétido y el vapor que emanaba de las tablas que disimulaban riachuelos de aguas usadas cuales cascadas del Cerro Juan Vega y la soledad de la casita machimbrada de la bisabuela. Kant decía que lo sublime no es la naturaleza o la naturaleza humana sino lo que el ser humano es capaz de hacer con la naturaleza, destruir, conservarla o transformarla. Disfrutemos con y sin nostalgia este recorrido encapsulado en esta real y maravillosa sala del Museo de Arte de Puerto Rico.

Como si rezáramos, repitan conmigo ¿quiénes éramos?, ¿quiénes somos? y ¿quiénes ya no somos? ¿quiénes queremos ser como humanos y como pueblo? El paisaje puertorriqueño se ha transformado sublimando como pueblo los conflictos, desastres y cambios socioculturales que definen nuestra identidad nacional (post)jibara. Hemos recorrido obras realistas, naturalistas y postmodernas que sirven de parámetros para reflexionar en el futuro que deseamos teñir como pueblo indisoluble, capaces de trascender el insularismo romántico y conservador, resistiendo el colonialismo, desastres y depresiones, superado el populismo modernizante hasta fundirnos en solo cuerpo, como si Puerto Rico es un caracol con la música por dentro y fuera una flor.