El voyeur

Caribe Imaginado

Nellie Bauzá Echevarría

Siempre que pienso en un voyeur, viene a mi mente el cuento El mirón subrepticio, del escritor francés Henri Barbusse. Río Piedras, la ciudad universitaria, siempre ha sido famosa por sus voyeurs. Los que estudiamos en la IUPI sabemos que por sus calles pululan de todas las edades, razas, colores y tamaños.

Primera parte:

Recuerdo que el handyman del edificio donde viví en los ochenta era un voyeur, aunque él no hablaba francés. Lo descubrí junto a mis compañeras de hospedaje, cuando en una ocasión una de ellas usaba el inodoro, y al mirar al techo, se llevó la sorpresa de que un hombre la observaba por el extractor. Sí, aunque no lo crean. El individuo había despegado el ventilador que se usa para eliminar los malos olores y evitar la humedad. Nora, atónita, actuó con naturalidad. Después de secarse, arrojó el papel húmedo al zafacón, se subió la ropa interior y el pantalón. Bajó al primer piso y con gestos que denotaban terror en sus ojos nos pidió que la siguiéramos. A toda prisa subimos la escalera que daba al segundo nivel del apartamento y para nuestra sorpresa allí estaba Lico, el enfermito.  Nos paramos frente a la puerta del minúsculo baño para contemplar en silencio los ojos nerviosos del voyeur. Nora, con su dedo índice, señaló el extractor. Entonces, descubrimos que el mirón era el empleado de mantenimiento. El canalla, rompió todos los extractores de los apartamentos en que solo vivían mujeres, ya que no le interesaba ligar a los varones. Mi compañera de hospedaje, aunque pequeña de estatura, fue a confrontarlo y él le sacó una pistola. Nosotras la seguíamos por si necesitaba ayuda. Sin embargo, ella no se intimidó ante el individuo y a la cara le gritó: “eres un ligón, un enfermo que se deleita con mirar mujeres desnudas”. El hombre, que carecía de escrúpulos, de forma tranquila le contestó que sí, que todo lo que ella decía era cierto. Al escucharlo, asustadas decidimos hablar con los vecinos del apartamento de al lado. Estos sin pensarlo dos veces lo confrontaron y le propinaron senda paliza que por poco lo deja paralítico.

 

Segunda parte:

Para la década de los noventa, mis compañeras y yo, nos mudamos a la calle Esteban González. En la esquina de la casa en que nos hospedábamos, quedaba la famosa Línea Sultana, que transportaba estudiantes del área metropolitana al oeste. Mi prima y yo ocupábamos el primer cuarto de una casona inmensa comparada con el pequeño departamento de la Ponce de León. En las noches de verano, a pesar del calor intenso semejante al de Comala, teníamos que dormir con las ventanas de aluminio cerradas. Las inmensas gotas de sudor recorrían nuestros cuerpos. En aquella residencia los abanicos de pedestal apenas enfriaban. Amanecíamos encharcadas, pero no podíamos abrir las ventanas porque un ligón, perdón un voyeur, se trepaba en la terraza para espiarnos mientras descansábamos. Por las mañanas, al abrir el portón del balcón para salir a la terraza, encontrábamos las huellas de sus tenis en las paredes. Ahora que analizo la situación desde la óptica de la adultez, estoy segura de que ese tipo había cogido clases de trepar edificios con Spider Man.

Tercera parte:

Cuenta una leyenda urbana que en la calle Humacao, en la urbanización Santa Rita, cerca de la rotonda, un voyeur se trepaba a un árbol para mirar a las estudiantes en paños menores. Un buen día se cayó y se fracturó un brazo. Pero, el muy pícaro, parece que había tomado un curso intensivo con el fenecido funambulista Karl Wallenda. El intrépido sujeto con todo y el yeso blanco que le colocaron en la fractura, hacía malabares para treparse al palo a ligar a las señoritas cuando se desvestían.