Doña Consuelo Lee (nacida un 29 de marzo en el 1904)

Voces Emergentes

Un 29 de marzo como hoy pero en 1904 nació doña Consuelo Lee, mujer extraordinaria que fue la amantísima esposa de un hombre extraordinario, Don Juan Antonio Corretjer. El siguiente relato de la autora del poemario “Con un hombro menos” narra el atentado frustrado de que en 1970 fueron objeto estos dos patriotas puertorriqueños, tal y como se publicó en Reintegro-Extraordinaria, Año 3 #2, Agosto-Diciembre 1983):

“Consuelo era mayor que Juan Antonio. Como dato curioso, nació cuatro años antes y murió cuatro años después que él. Sin embargo, cuenta un “incidente”, ocurrido en el 1970. que le cumplió su deseo: nacer juntos. Cuenta Consuelo: “Pensando en nuestras vidas juntas son muchos los “incidentes” (palabra frívola para las cosas grandes), experiencias buenas y malas que hemos convivido. Pero todas han sido dentro de la experiencia de un amor indestructible. A pesar que haya tenido momentos que fuera machacado por el hambre, las enfermedades y la persecución, pero siempre nuestro amor ha vencido cuanta crisis trató de meterse entre nosotros. Es bueno que él en su afán inútil de ser “mayor que yo o alcanzarme”, haya llegado a los 75 intacto y a mi lado. Esa carrera no la ganará nunca. Yo seguiré con mis cuatro años menos unos días en la delantera. La vida de él ha sido tan azarosa que yo necesitaba llegar antes para lo que nos esperaba.

Este preámbulo es a modo de ambientar los 41 años de nuestro encontronazo (que viene de encuentro). Mi preocupación al conocernos fue y siempre ha sido que perdimos mucho tiempo por no haber nacido el mismo día, a la misma hora, en cunas adyacentes.

El “incidente” que les voy a contar es uno en que Juan me dijo: —se cumplió tu deseo: Nacimos juntos.

Una noche entre las 10:30 y las 11:00 regresábamos a Guaynabo de la reunión semanal de la Liga Socialista Puertorriqueña, de la cual somos miembros fundadores antes de que algunos se nos unieran. Al llegar a la entrada de la casa y por ser temprano y el tránsito pesado aun, tuvimos que retenernos antes de virar a la izquierda hacia el caminito que lleva a casa.

Venía la “escolta policíaca” de rigor que se detuvo en la estación de gasolina antes de llegar a casa a velarnos entrar. Pero esa noche tenían un fin nefasto especial. Era cerciorarse de que se cumpliera el mandato de matarnos a Juan y a mí por carambola.

Juan miraba por el retrovisor esperando la vía clara para virar. Pasaron varios autos.

Inmediatamente un auto que no voy a describir en detalle porque no viene al caso, se nos pegó al lado, lo más cerca que lo puede hacer un auto sin chocar otro. Delante iba un chofer y en el asiento detrás iba otro hombre con los brazos descansando en la puerta, que nos miraba fijamente.

Todo esto ocurrió en segundos. Me extrañó la inmovilidad del auto. Juan seguía mirando por el retrovisor. Otro auto pequeño con dos hombres pasó a gran velocidad o a gran ruido. El que guiaba por poco se lleva a uno jóvenes que caminaban y tuvieron que saltar a la entrada de nuestro caminito. El que lo acompañaba me llamó la atención porque sacó la cabeza y parte del cuerpo para mirarnos.

Entonces miré el auto del lado nuestro, y en el segundo que dije —Juan—, para llamarle la atención sobre su inmovilidad, él inclinó la cabeza y veo un arma que apuntaba a la sien de Juan. Al instante él movió la cabeza para atenderme. No me dio tiempo a decirle nada, ya que en ese mismo momento un disparo con “sordina” atravesó por detrás de nuestras cabezas y rompió el cristal del auto de mi lado, que siempre lo llevo arriba. Me llovió cristal roto como leve lluvia, pasándome la falda y sacándome puntitos de sangre en los muslos. Pero lo que me aturdió fue el ruido del “silenciador”. Por eso le digo sordina. Juan me miró y me preguntó: —¿Estás bien— y yo le contesté: —Un poco sorda.

— Pues se cumplió tu deseo: Nacimos juntos. Eso fue un atentado. ¿Qué hacemos?—. Yo contesté: —Lo sé. Pero que fecha antipática: el 17 de julio, cumpleaños de Muñoz Rivera.

Los asesinos del gobierno de turno esperaban en otra estación de gasolina más adelante. Me imagino el susto que pasaron cuando vieron un auto guiado por un cadáver con otro al lado. Porque el arma apuntaba a la sien, como he dicho, de Juan, y no podía fallar. Lo que faltó fue no conocer la filosofía jíbara que nos asegura: “Nadie muere en la víspera”. Y ese día no nos tocaba.”