Vivir en la Loiza

Historia

Llegué a la Calle Loiza como por incongruencias del destino, sin proponérmelo.  Tomé puerto en la Loiza como cuando uno se baja en un barco y alguien advierte: “Hasta aquí la travesía.  El regreso, la estadía o la peregrinación corren por cuenta cuando se apearon”.

Pero ya en el lugar, ni modo.  Sacar pecho y hacer de tripas, corazones.  Al rpincipio la situación fue difícil.  Me invadió un sentimiento de abandono e impotencia que me impedía los pronombres posesivos.  El hábitat que me cobijaba en las noches no era mi apartamiento, sinó el apartamiento; el lugar donde aparcaba mi coche era el estacionamiento del Condominio, siempre en mayúsculas, no vivía en la Loiza, sinó en Santurce.  Estaba, en resumidas cuentas, desmadrado y desvalido por la ominosa fealdad de aquel entorno coronado por doquier de alambres eléctricos.

Sin embargo, poco a poco, como todas las cosas en la vida, me fui acostumbrando a la cadencia del nombre Loiza, habituándome al ruido y al hollín de las guaguas de la AMA, y de todo tipo de vehículo que por allí transita.  Y se encallecieron mis tímpanos hasta no escuchar los gritos de los borrachos, de los locos y de cuanto vástago del desorden antillano que por allí cruza o vagabundéa.

Vivir allí ya no era razón para el susto, aunque tampoco para reírse de lo lindo.

La Calle Loiza se me fue haciendo rutina, dejó de ser una manía contra la cual despotricar.  Sin darme cuenta se me convirtió en querencia.  Mis ojos se ajustaron a sus limites y su gente, como legión, me conquistó con hechizos de caldos enjudiosos y el mal de ojo generoso de las miraditas y sonrisas, en el saludo matutino y vespertino.

La Loiza, mi Loiza, puede ser una aventura diaria entrañable pero no por la quietud y la paz bucólica que otras calles evocan y que aquí, desnuda de árboles, no existe. Sino precisamente por la terrible batalla de gente viva, real de carne y hueso que la habita y que ostenta con desenfado su burlona melodía tropical de sobrevivencia, de quebrantos, de gestos exagerados e inocencia zumbona y perseguida. La gritería endémica, la confusión histérica, el jolgorio merenguero, y las eternas trifulcas soslayan las diferencias.  Aquí se hegemoniza el Caribe mulato. 

Vivir en este lugar es a primera vista como estar en dos mundos al mismo tiempo. 

Por un lado, el Puerto Rico de años cincuenta y sesenta, de techos de zincm de cafetines con velloneras canturreando boleros, guaguancós y merengues; de quincallas y tiendas de 5 y 10 abarrotadas de tereques y cachivaches con los letreros uncidos y místicos del Lay Away Plan.  También las fondas con olor a fritangas y caldo de mondongo o la hercúlea fuerza, con sus mesas cubiertas de hule y los casquitos de frutas,  y dulces pretéritos de rancia puertorriqueñidad: mampostiales, besitos de coco, polvorones, pirulies, ardillitas. Maryjanes…Y como un vaho que todo lo nivela, el tufillo a cebollín de axila sudorosa, y el embrollo de aromas de Coty, Heno de Pravia, Maja, Avon y Agua de Florida de Murray y Lanman, además de las azucenas espiritistas de las botícas santeras y cubanas.  Todo ello enriquecido por  la dominicanada trabajadora, los jamaiquinos, haitianos, más los cubanos, santomeños colombianos y unos cuantos españoles en busca de trabajo y de chicas casaderas.   Sin olvidar la argentiniada porteña y la dosis de chilenos soñando a toda hor con su mantequilla, sus vinos y sus divinas empanadas. 

Parejo a todo ello, la Loiza ofrece otra realidad, la hiriente, la del ”joseo” neoyorkino-sanjuanero con el “dame una pejeta” a flor de labios y los tristes deambulantes, bañándose en las cunetas y gritándole a sus fantasmas, que no se les acerquen.  En esto la muerte puede encontrase en un tecato de Llorens o de un blanquito también adicto, pero al crack o la coca, que viene desde Guaynabo por los lares de Shannahs Pub. El Padrinito o Mona’s.

Sin embargo existe otra Loiza de reciénte fundación, la de los “yupies” boricuas, que entre col y col, por aquello de las inversiones, comprar un apartamiento para restaurarlo en su antigüedad, cuyo enorme espacio se levantó cuando el cemento era casi gratis.  Este nuevo entramado incluye las tiendas chic de regalos, las sucursales de Bancos, las boutiques exclusivas, las galerías de arte, las floristerías distinguidas, las tiendas de yogurt y “health food” y las temibles tiendas de “fast food”.

En fin,  tres elementos sustantivos de un mundo para todos que, por supuesto, cuentas con sus iglesias católicas, protestantes y hasta su sinagoga judía. 

He aquí el pandemónium comercial y mítico donde se puede conseguir sin mucho esfuerzo, el bálsamo fierabrás tan cotizado por Don Quijote.

La Loiza es una calle dura, contradictoria, espinosa en la que se descubre la belleza a pesar del tormento y de la pena.  Una calle que se sabe desproporcionada y cimarrona habitada por gente, unas ociosas, otras laboriosas, que a pesar del hambre, y del excesos son más fuertes que las cosas: tenaces, suspicaces, respondonas. 

En la llamada brega de todos nosotros, la Loiza tiene su capítulo brillante, aquí se sufre pero se goza.  Justo acá, entre la De Diego y Punta Las Marias, se prueba la paciencia, pero se puede ser feliz.