Una novela puertorriqueña en la frontera

Crítica literaria
Typography
  • Smaller Small Medium Big Bigger
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times
Hace ya un año se publicó Estercolero, de José Elías Levis, en la biblioteca virtual llamada “La Novela Corta”, al cuidado de Carmen Centeno Añeses y de la Universidad Nacional Autónoma de México, como parte de la colección “Novelas en la Frontera”. Comparto los propósitos del archivo “Novelas en la Frontera”, según sus editores: “Esta colección recupera la tradición de la novela corta en una zona desdibujada en las cartografías literarias de América Latina: la frontera sur de México, Centroamérica y el Caribe de lengua española. Con la novedad de este corpus, buscamos propiciar su lectura y estudio, así como el reconocimiento y la diversidad de los vínculos geográficos, históricos, culturales y literarios de estas fronteras, abiertas al diálogo en el tiempo y en el espacio.” Dicha serie también incluye La muñeca, de Carmela Eulate Sanjurjo, Historia con irlandeses, de José Luis González, Yuyo, de Miguel Meléndez Muñoz y Póstumo el transmigrado, de Alejandro Tapia y Rivera.
La inclusión de Puerto Rico tiene su tradición en aquella teoría de la frontera, de Jorge Mañach, que apenas recuerdo, aunque sí recuerdo un comentario informal de Cristina Rivera Garza: “Puerto Rico es lo más parecido a Tijuana fuera de Tijuana”. Creo que en este renovado acercamiento al concepto de frontera se prescinde de las jerarquías y el residuo de menosprecio. En las fronteras se cruzan y enriquecen corrientes y es esto lo que proyecta la colección donde se incluye este fuertísimo libro.
El libro que presentamos corresponde a la segunda edición publicada por el autor en 1901, ampliada de la primera que se publicó en Ponce, en 1899, a unos meses del paso del huracán San Ciriaco, cuando regía la censura militar en Puerto Rico, reseñada por José Román Díaz en su tesis La prensa en Puerto Rico entre la censura y la persecución política (1898 a 1917) y por María del Pilar Pla Rodríguez, en La censura en la prensa durante el gobierno militar de Puerto Rico, 1898 a 1900.
A propósito de la literatura obrera y su relación con la novela naturalista, la editora usa una imagen fuerte: la clase trabajadora “toma por asalto intelectual” esta forma literaria. Y continúa:  
En la esfera pública de fines de siglo XIX surgieron grupos que desafiaron las condiciones laborales generadas por la Revolución Industrial y el capitalismo. Esto provocó la emergencia de un proletariado que logró crear un movimiento internacional. Emergieron así nuevos intelectuales en toda América Latina y otras partes del mundo que divulgarían las ideas socialistas, lo que provocó el nacimiento de una contra esfera pública que organizó una vida cultural y social alternativa que tenía el propósito de cambiar la economía imperante en el mundo. Los escritores obreros recurrieron a las estéticas realistas y naturalistas porque les facilitaron la producción de un discurso testimonial, de recuperación de la memoria de la opresión y de la miseria a la que estaban sometidos los trabajadores. Se apropiaron de esta forma literaria y abrazaron también el naturalismo, lo que radicalizó en consecuencia sus denuncias.
En efecto, aquella literatura de protesta y denuncia que se expresó en periódicos y libros, encuentra eco en la misma época en la literatura escrita por obreros o periodistas obreros en América Latina y Estados Unidos. Aquel entre siglos fue de agitación social en Estados Unidos, provocada por la desigualdad abismal en la distribución de la riqueza, y del otro lado el desarrollo de movimientos globales con conciencia de clase. De ahí la base de una literatura escrita no ya solo por intelectuales obreros, sino por autores de extracción popular asociados con el periodismo: Jack London, Theodore Dreiser y Upton Sinclair, autor de la novela The Jungle (1906). Alguna vez intenté escribir unas “vidas paralelas” entre Sinclair y Ramón Juliá Marín: Sinclair el retratista de la explotación en los mataderos de Chicago, murió millonario; Juliá Marín murió pobre y enfermo, y su obra se olvidó hasta mediados del siglo pasado. La misma suerte corrieron las novelas de José Elías Levis, recuperadas a comienzos de este siglo, por Estelle Irizarry, para Ediciones Puerto y Carmen Centeno, para la serie Clásicos no tan clásicos (Editorial de la Universidad de Puerto Rico) y ahora en esta edición del Fondo de Cultura Económica.  
En el salto tremendo de un sistema de opresión a otro, de la agonía de un imperio a la poderosa aparición de otro; en esa coyuntura, emblematizada por los destrozos del huracán San Ciriaco, se sitúa la acción de Estercolero. Y si la comparamos con el paradigma del género naturalista en Puerto Rico, La charca, sobresale la dureza, el terror, incluso, que provoca esta novela de Levis. 
Quisiera añadir otra mirada, una mirada femenina situada dentro, pero en los márgenes del poder imperial. Cuando escribía PR 3 Aguirre encontré un dato en un periódico bostoniano: The Evening Standard. Se daba noticia de la reunión de dos jóvenes, uno de ellos socio propietario de la Central Aguirre, con un grupo de damas bostonianas. En el contexto de los daños provocados por el huracán, se privilegiaba la miseria de las mujeres de “las mejores clases”. Los bostonianos mencionan a Lizzie Graham, pianista y compositora ponceña, fundadora de una entidad filantrópica: The Porto Rico Benevolent Society. Compadecen, en particular, a las mujeres “de abolengo”, que no salían a la calle para recoger las ayudas del gobierno militar, otorgadas a cambio de trabajo servil en la reconstrucción de caminos y carreteras. Las mujeres de “buenas familias” preferían morir de hambre o depender de lo que les llevaran sus criadas. Fue así que la intervención militar, endurecida por la catástrofe del huracán, y la ruina de empresas locales, destruyó los privilegios de algunos. El huracán y las imposiciones del régimen miliar igualaron en el infierno a los pequeños propietarios con la masa de los marginados.   
Estercolero es una novela durísima, de alegato de predicador, de mirada cercana a las clases de la calle, dura de leer por las invectivas cortantes del autor, la denuncia del alcoholismo y la adicción a la morfina. También es una novela deslumbrante, por la potencia poética del lenguaje. En ese río crecido se cruza una fuerte inventiva evocadora y minuciosa con el duro sermoneo moralista del narrador. Conmueve porque más allá de la denuncia hay una capacidad expresiva apabullante.
Una excepción que me parece notable es la imagen del jíbaro como especie aparte, como emblema fantasmal persistente, apenas cuerpo. La excepción a esta figuración del jíbaro convertido ya en emblema es el personaje de la jíbara Bella, descrito en pormenores de físico y vestimenta, en un retrato entre costumbrista y caricaturesco.
 Al narrador se le impone como un enigma la fuerza que permite sobrevivir. La vida está en la naturaleza, no en la especie envilecida. Los escenarios de la ciudad invadida por despojos humanos componen una crónica. Hay escenas muy precisas de víctimas: una anciana y su nieto se cruzan con los llamados morfineros “carne que se podría sobre el montón del estercolero social”. Pero también hay un elenco de personajes que el autor caracteriza y destaca sobre el fondo de la masa, con intención moralizante, aunque con tanta fuerza expresiva que a mi juicio superan el poco memorable papel del estereotipo. A pesar de los tópicos higienistas, Estercolero no comparte el racismo que se cuela como tesis en otras novelas latinoamericanas y en la narrativa y ensayística posterior de autores puertorriqueños. En esta novela se nos presenta, el primer personaje importante negro (“mulato de facciones pronunciadas y rudas”, escribe el autor) de una novela puertorriqueña: el obrero y maestro espiritual llamado Pedro Carré. Es cierto que, en palabras de la editora, “las obras narrativas de Levis Bernard no tienen como centro el mundo interno de los actantes, ya que privilegia las relaciones sociales”. Lo sobresaliente es que las relaciones sociales se materializan en las cosas; en las minuciosas descripciones de objetos metafóricos de la miseria, como el mantel con retazos de tela de hule tan abundante en agujeros que resalta la suciedad de la madera de la mesa; una voluntad mimética con pocos antecedentes conocidos por mí en la literatura puertorriqueña. Ciertamente ese testimonio fotográfico no está presente en los claroscuros ambiguos de La charca y llama la atención a la necesidad de seguir investigando la prensa de entre siglos. Es como si en el contraste entre La charca y Estercolero se mostrara lo que la retórica distinguía entre estilo alto y estilo bajo: la representación de una clase letrada en La charca y el sórdido espectáculo de las clases populares en Estercolero, salvo que aquí hay dos aspectos divergentes de la caricatura propia del “estilo bajo”: la ausencia de humor y la representación del detalle local, la descripción detallada de espacios urbanos y de formas de trabajo y subsistencia: los albañiles, las lavanderas, los obreros desempleados que emigran a Hawai.
La voz autoral interviene en todas las páginas. Hay numerosas claves vinculadas con tópicos contemporáneos del autor, y con su vena de periodista, así como con la literatura por venir, desde la visión médica con que se denunciaba la situación de las masas hasta el llamado pesimismo literario que caracterizaría a la literatura puertorriqueña de mediados del siglo veinte. Pero también se cuentan personajes descritos en su contradictoria humanidad y propensos a la transformación.
Estercolero tiene una resonancia en el momento actual, este que más que iniciarse culminó en 2016 con la imposición de una Junta de Control que abolió la constitución de Puerto Rico, producto a su vez de una ley del Congreso de EUA. Me parece que esta edición disponible abiertamente desde una editorial mexicana debería formar parte de las lecturas que ya conforman una bibliografía sobre los desastres en esta etapa de pérdidas. Por lo demás, entiendo que Estercolero no haya pasado al canon escolar, como sí pasó La charca. Es una novela peligrosamente abierta y, en cierto modo, anti literaria.
Tan fascinante como este libro singular es la figura del autor, afincada en el ecléctico ideario de obreros ilustrados que combinaban la lectura de panfletos y libros socialistas, de novelas y poesía con las sociedades secretas místicas, espiritistas y teosóficas. Tales son los casos de Eugenio Astol, Luisa Capetillo y José Elías Levis: maestro espiritista, editor de revistas, activista cultural durante su residencia en Estados Unidos, interesado en el entorno caribeño, maestro en la fábrica de juguetes de la penitenciaría estatal.
Su publicación y difusión en versión digital, la instala en otro archivo abierto que la da al mundo, gracias a las labores de Carmen Centeno, una de las estudiosas más constantes y solidarias de nuestra literatura. La primera vez que me acerqué a ella ya conocía su trabajo. Fue en la colección puertorriqueña de la UPR: qué lugar aquel para compartir el silencio de lectores que se adentraban en investigaciones casi esotéricas, puesto que alumbraban una pequeña porción del archivo desconocido. La relaciono con el recuerdo del velorio de Reyes que fue una tradición en la familia de los Centeno Añeses. Es que en la maestra Carmen son inseparables la elegancia, la dedicación al trabajo de investigación, la sensibilidad de una corriente casi mística de vida muy mediada por el amor a esta tierra y a sus redes caribeñas y por la vocación docente.