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Crítica literaria
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Cuando pensábamos que José ya había hecho uso de todo posible refrán salido de la fértil imaginación puertorriqueña del siglo pasado, este nos sorprende con otras cien páginas de sabiduría popular isleña en su segundo libro de cuentos La Mancha Que Me Persigue.

Es casi como si los cuentos se escribieran solos, pues da la impresión de que lo único que hay que hacer es recopilar las mil y una frases idiomáticas de nuestro castellano insular, regarlas al azar sobre una mesa, y según el orden donde caigan, irlas hilvanando y presenciar como las historias se construyen a si mismas. Mas sería iluso pensar así. Ya que solo viviendo en los zapatos de este jovenzuelo de Carolina es que estos cuentos se hacen posible. Miles de historias parecen entrelazar las memorias de José, cuando este le confiesa a sus amigos, aquellos que viven fuera de las páginas del libro, que hay muchos más relatos salidos de la misma fuente de donde todos demás vinieron. Y es en esta inagotable narrativa de nuestra puertorriqueñidad que José nos hace consciente de la mancha, esa que nos delata y a la vez nos recuerda quienes somos al mantenernos presente quienes fuimos.

 

Las moralejas de nuestras autóctonas fábulas Esoponianas, las cuales si quisieran, podrían sustituir los lobos y serpientes de la antigüedad mediterránea por las vacas y lagartijos del saleroso Caribe, prefieren en los cuentos de José usar los personajes de su pueblo, esa escondida rendija de bosque que se abre entra la sierra y el litoral. Estos recuerdos y enseñanzas, en donde hombres soberbios como Me Convenciste releen su colección de libros y descubren la necesidad de cambiar altanería por humildad, son entonces las que proveen la coraza de la cual José nos habla en la dedicatoria de su libro, esa que frente a la convulsa existencia del exilio se hace necesaria para sobrevivir. Vemos estonces como esa armadura se va soldando, parcho a parcho, con estos pedacitos de memoria. La debilidad y la derrota son entonces aparentes. Y es en historias como las que contaba la nana en aquellas seductoras noches, donde el débil, despreciado, y olvidado era el héroe que finalmente vencía a los gigantes que lo acosan, que aprendimos a ser valientes. Colección de parábolas esta, que forja nuestra nacionalidad, y que en los cuentos de Risa Tengo, los cuales congregaban a la población pueblerina tornándola en audiencia provocadora de envidias a los autodenominados centros de atracción, se convierten en nuestras armas de defensa.

Al principio da la impresión de que este segundo grupo de cuentos pudo haber sido fácilmente incluido en el primer libro, pues parecería que, excepto por la novedad de los personajes, los temas, acercamientos, y enseñanzas son fundamentalmente similares al primer volumen. Sin embargo, según van pasando las páginas y los cuentos, comenzamos a percibir que hay un elemento novedoso, oculto entre los resquicios de las oraciones, el cual, si no mantenemos los ojos bien abiertos, fácilmente se nos puede escapar. Es un secreto que pretende permanecer escondido detrás la embabucada en que Risa Tengo nos manosea con sus chistes. La colección de historias en este libro solo aparenta ser una recreación de lo anteriormente dicho. Una lectura más profunda revela que esto no es mas que una envoltura. Mas el verdadero mensaje de José, pienso yo, requiere de esfuerzos especiales y destrezas arqueológicas, pues no cede ni se revela tan fácilmente. Es entonces cuando el retorno de Risa Tengo a su lugar de origen se nos presenta como la primera pista de este velado acertijo.

Acordes armoniosos salen de cada planta en el monte. Hojas que sintieron nuestros dedos de niño, y que al limpiar su roció mañanero, no solo satisfacían la curiosidad infantil sobre los misterios del amanecer, sino que también creaban las notas musicales de nuestras futuras memorias. Esas evocaciones que hoy nos hacen sonreír callados, sacuden nuestro corazón melancólico, y a la vez entonan una melodía muy grabada en nuestros adentros, se mantienen vivas al compás de la música de aguinaldo y el acompañamiento al pie forzado que de cuando en cuando nos susurran al oído. Tiene entonces toda la razón la maleza al negarse ser parte del olvido.

Cualquier puertorriqueño de la Isla puede leer a José y entender perfectamente lo que esta pasando en sus cuentos, pero yo los leo desde el extranjero, desde el mismo lugar en que fueron escritos. No dejo entonces de pensar que desde esta perspectiva, los sentimientos y reflexiones que esta lectura provocan tiene que ser diferentes a los que experimentan aquellos que lo leen en la Isla, pues el mío es, al igual que el de José, un exilio doble, el de la tierra, y el de los años. Ambos estamos lejos del terruño, y a la misma vez, más lejos aún de nuestra adolescencia. Tiempos de formación aquellos, peculiares por su contexto geográfico, pero a la vez universales, al entender nuestra maduración como una que es compartida en la suma total del crecimiento humano de cualquier rincón del planeta, y a través de toda la historia.

Aparece entonces La Abuela, aquella refunfuñona lapidaria, impúdica del comentario abrasivo, a la fuerza tolerada por los que la rodean, y que se ve un día obligada a partir hacia los Estados Unidos. Años pasan, y sometida tal vez a las mismas bofetadas y miradas de flecha acusatoria que Pedro El Largo recibe por causa de su idioma y negritud mientras servia en las guerras extranjeras, cede a la urgencia del regreso, y es completamente otra al volver a tocar suelo isleño. Hoy batallamos tal premura, y la criminalidad en que parece sumergirse la Isla es nuestra excusa favorita para evitar el retorno. Más el cambio radical de La Abuela nos invita a reflexionar y a considerar las armas del exilio suficiente útiles, no solo para transformar nuestras vidas, sino también para un regreso feliz y saludable. Un llamado quizás a devolverle el favor al terruño y regalar lo que hemos aprendido a una nueva generación. Por esto la obra de José es una marcada por lectores expatriados que viven en constante melancolía en mundo sin consecuencias reales y qué solo existe para recordar. El recuerdo perpetuo de tiempos mejores, la irrelevancia del hoy y del ahora, algo así como sí nuestras vidas actuales fueran un eterno paréntesis entre lo que vivimos y lo que añoramos volver a vivir, ansiando en secreto compartir el regreso con la familia de gigantes del sitio en donde se habían escondido, y en donde se les aclaró el color. Es el regreso ancestral del hijo pródigo, que como fantasmal alegoría merodea agazapada los escritos, e imagino también, la conciencia de José.

Escribiendo con la misma meticulosidad con que Risa Tengo preparaba su repertorio de chistes, José nos revela las claves del recuerdo, la añoranza, y la callada tristeza de algo hermoso que no volverá. Más sin embargo, las flores en el cuento La Fuga, las cuales renacen en una claramente marcada primavera, el renacimiento que sigue a un invierno que para nada se sufre en la Isla, son para mi la clave y pista final de la transición que este segundo libro de José nos ofrece. La reflexión juvenil que coherentemente une ambos trabajos, termina finalmente en este segundo admitiendo la realidad de los Nuyores en nuestras vidas, y esta aceptación, de que también estamos vivos en nuestro presente y no solo en las memorias, nos vuelve a tentar, como tentaba a los exiliados del pasado, a considerar lo que ya habíamos clasificado como impensable. Y aunque esto no sea evidente en el libro, ni indiscutible a flor de piel, es para mi su mensaje escondido, y si así se prefiere, inconciente. Leo entonces este segundo grupo de cuentos como una reflexión encubierta del volver, una metáfora oculta del regreso, la revelación de que todos los corrientes sonidos del país no son más que ensayos de la sinfonía que planean interpretar el día de la llegada.

 

*Originalmente publicado en: http://ricardovegarivera.blogspot.com/