Caribeñidad portátil

Caribe Hoy

altLa “portabilidad” es un privilegio de la era de consumo. La revolución tecnológica ha conseguido portentos. Un concepto, “portabilidad”, considerado un barbarismo, se civiliza con el uso. Cosas que no podíamos llevar de un lado a otro hace 30 años, ahora nos acompañan a todas partes.

Algo “portátil” puede ser transportado de un lugar a otro si mucho esfuerzo: un teléfono es ahora móvil y la música que nos apasiona cabe en un dispositivo de 88 gramos.

Dos escenarios

Hace varios años mientras caminaba por el Parque del Retiro en Madrid, tuve un encuentro fortuito con una gitana. Leyó mi mano a cambio de unos euros y me obsequió una rama de olivo. Era una buena señal pero en el proceso descubrió que yo tenía un mal de ojo peligroso. Me pedía 75 euros para librarme del mismo. Nunca pensé que un mal de ojo cíngaro fuese peor que otro afrocaribeño. Después de todo, cuando chico, mi madre me había hecho llevar un puño de piedra de azabache durante años para protegerme: yo tenía los ojos verdes pero mi pelo era grifo. El amuleto era para evitar la ojeada y frenar la mala fe voluntaria o involuntaria de terceros. Por ello me permití dudar de la confiabilidad de la quiromante y le aseguré que yo no necesitaba de su magia porque provenía del Caribe que tenía una magia más poderosa. Después de decir un par de cosas en caló, se alejó y me dejó en paz. Mi caribeñidad portátil surtió el efecto deseado.

Aquella mañana me encontré con dos jóvenes puertorriqueños estudiaban y vivían en la península. El viento seco traía un frío para mí insoportable que penetraba la piel de mi cara como un amasijo de agujas: me había vestido para una caminata en el trópico. Hacía tiempo no sentía aquella sensación. Las islas son calientes y húmedas. Hablamos sobre diversas cosas: la Unión Europea, los Etarras y, claro está, el Caribe, Puerto Rico y aquella lejana Cuba que sigue siendo un lugar común de los insilios y exilios simbólicos de cada rebelde puertorriqueño. Por aquellos días los boricuas o boriques, da igual, habían ocupado un espacio en la Feria Internacional del Libro de Madrid para realizar una fiesta y afirmar su “carirriqueñidad”. Los ritmos de bomba y plena, me dicen, tiznaron los sonidos de la ciudad con la irreverencia de siempre. La música y la danza son mecanismos apropiados para afirmar que “estamos aquí”.

Debo aclarar que el asunto no puede reducirse al mero acto folclórico: era algo más complejo. La crisis económica que se cernía sobre el Reino de España, había estimulado una rebatiña contra los emigrantes hispanos que había desembocado en actos de violencia étnica y, me consta, el Caribe del que provengo es casi Hispanoamérica cuando se le mira desde el viejo continente. Un Hispanoamericano en España y un Hispano en Estados Unidos, ya no eran muy distintos.

En 2011 con otro año otro viaje y otro continente. Cuestiones de trabajo me llevaron a la “Fiesta Boricua” que anualmente celebra la comunidad puertorriqueña en el “Paseo Boricua” de la Division Street. Hice las fotos propias del turista: varias al pie de la gigantesca bandera de Puerto Rico que sirve de límite al predio y caminé hasta el Humboldt Park en repetidas ocasiones. Pero también visité las escenas del turista ideológico: me emocioné con un bronce de Pedro Albizu Campos y un megalito de Juan Antonio Corretjer como nunca los he visto en la Isla. Después de todo, por aquellas calles habían hecho de las suyas no sólo “Weather Underground” y su famosa furia contra los monumentos oficiales de Haymarket Square, sino los “Young Lords” y Cha Chá Jiménez, rescatador urbano y apóstol de los desposeídos. La “Fiesta Boricua” fue un sabroso caos de gente que, mientras escuchaba la música que salía de una tarima distante, se abría en núcleos donde proliferaba la bomba, la plena, la salsa dura y el baile huracanado que erotiza todo gesto. Con ello imponían una frontera infranqueable para las comunidades minoritarias que proliferaban en la ciudad. Con aquella bandera de metal se marcaban los límites del Caribe, la caribeñidad portátil volvía a hacer de las suyas y dejaba su huella fugaz.

La llevamos y la traemos y nunca pero nunca se parece a sí misma. Tiene el sabor del recuerdo de la comida favorita de la niñez. Luego volvemos a ser occidentales, europeo-americanos y consumidores. En Madrid y en Chicago me di cuenta que es más sencillo sentirse caribeño en los espacios emblemáticos de los Imperios que “nos hicieron”. Esto lo digo con toda la reserva del mundo: la conciencia colectiva y el “hecho” de la caribeñidad es producto también de la voluntad manifiesta del otro por impedir que “seamos”. Reconocer ese pugilato me ha llevado a concebir que no fuimos caribeños de una manera voluntaria…lo fuimos y lo somos como expresión de un acto de supervivencia y de una subversión. Lo somos a pesar de todo. La caribeñidad portátil es esa habilidad que tenemos para emborronar la memoria y olvidar. Definitivamente, la “portabilidad” es un privilegio de la era de consumo.