Hispanoamericanos o Caribeños: el caso de Puerto Rico (Parte I)

Caribe Hoy

Es posible que en un futuro indeterminado, el país celebre el cincuenta aniversario de su conversión en Estado de la Unión. La imagen de Washington presidirá cada salón de clase, como en los días de la invasión de 1898. Un puñado de nostálgicos antiestadoístas recordarán la gestas de 1868 y 1950 en un cenáculo cerrado.

Los que los observen desde fuera, se sorprenderán tanto como cualquier otro ciudadano de una urbe americana cuando se enfrenta a un amish. Para ese entonces se habrán subsanado las heridas que produjo el agrio debate en torno a si la capital del Estado 51 debía llamarse Ciudad Barbosa o Ciudad Roselló.

También es probable que en ese futuro indeterminado, la celebración sea para la independencia. En su cincuentenario, nadie recordará a los demonizados anexionistas o estadoístas y, de paso, se habrán sustituido los nombres de todos los espacios públicos y avenidas que los homenajean, por el los de numerosos patriotas que el régimen colonial había ignorado. Algunos recordarán la división que provocó la disposición de imprimir el rostro de Betances, y no el de Albizu, en la moneda de circulación general.

Es incluso factible que, en ese futuro indeterminado, se esté conmemorando el sesquicentenario del ELA y el cincuentenario de su culminación en un Tratado de Libre Asociación: nadie la llamará República Asociada por un miedo ancestral inexplicable. Todo mundo agradecerá, no cabe la menor duda, a los fenecidos patricios Rafael Cox Alomar y Carmen Yulín Cruz haber sido los columnas fuertes la gesta.

Los futuros practicables están allí. Lo cierto es que yo no estaré presente en ninguno de ellos. Mis cenizas descansarán con los restos de mis abuelos en Hormigueros y nadie recordará quién fui. De momento el país sigue atorado en su bien calculado inmovilismo, ignorando los destinos que le acechan. Los más inocentes viven confiados en que la economía de Estados Unidos saldrá pronto de la crisis que le agobia, y que los Republicanos Conservadores no volverán al poder en los próximos comicios y se retrase el proceso de desmantelamiento de lo que queda del Welfare State. El recuerdo de un pasado mejor se ha reducido a esa nostalgia enfermiza.

En la espera, a esos inocentes no les queda otro remedio que (sobre) vivir su zombificada historia en un Caribe al cual siente que no pertenece y frente a una Hispanoamérica que no lo ve o le mal ve. Por estos días, un conocido casual acaba de decirme que se va de crucero por “las islas” dentro de poco con el fin de salir de la rutina de la vida de todos los días. Habla de las “islas” como si se tratara de un lugar distante, exótico y ajeno. No me sorprende que no se dé cuenta de que vive en una de ellas a la vez que imagina que se encuentra en la Península de La Florida.

En el verano del 2006, mientras me encontraba de paso por la ciudad portuaria de Oranjestad, Aruba un recién conocido amigo ecuatoriano me informó que iba a enviar a su hijo a vivir a Puerto Rico unos meses para que aprendiera inglés. Tenía sobre esta colonia americana caribeña, la misma imagen que proyectaba un viejo y errático poema del Premio Nobel chileno Pablo Neruda. En la mirada que se cruzan esos tres polos hay toda una historia oculta dominada por la ceguera.

La conciencia puertorriqueña en 2013, carga las taras de un pasado complejo al cual ignora voluntariamente tanto como se resiste a enfrentar sus probables futuros. Los intelectuales repiten una y otra vez que se es “puertorriqueño” desde el siglo 19, canal socio-temporal a través del cual la colonia “saboreó” su primera y azucarada Modernidad. Antes del 19, el país no era más que un peñón olvidado de la mítica Antilia, o un demacrado fragmento de las Indias Insulares pobladas de ganado cimarrón, bucaneros y un puñado de hispanos católico que se cebaban de la sangre de los esclavos africanos. Pero el siglo 19 es un asunto tan diverso como los futuros (im) previsibles.

La pregunta es ¿de cuál siglo 19 hablan? ¿Del de los hispanistas que lo identifican con la “gibaridad” de Manuel Alonso Pacheco? ¿Del de los nacionalistas que lo equiparan con el Plan grancolombino del General Antonio Valero de 1821 o con la Gesta de Lares de 1868? ¿Del de los reformistas que apuestan a Ramón Power como icono y retozan con los huesos del año 1812? O bien, ¿del de los historiadores sociales e institucionales que trazan su génesis hasta el Reformismo Ilustrado autoritario y lo ubican en las contradicciones propias de una “Sugar Island” hispana? De la precisión de ese lenguaje dependen cosas tan complejas como nuestra condición de hispanoamericanos y/o caribeños hoy.