Cartas Romanas

Creativo

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Puede que fueran tan sólo rumores. Pero la posibilidad de que el propio emperador Augusto hiciese de nuestro rescate una prioridad, inundaba mi pecho de esperanza.

Había tomado por costumbre sentarme en las afueras de la aldea y esperar el atardecer. El poniente sol, al irse ocultando tras las montañas, transformaba en silueta toda actividad sobre la sierra. Me concentraba en el angosto pasaje que formaban los dos picos menores, allí donde las caravanas que cargaban en sus espaldas la seda, el jade, y la porcelana, salían hacia el eventual encuentro con los partos. En ocasiones, estas se entrelazaban con los vacíos lomos del regreso. Mas eran las valijas de este retorno, repletas del tesoro romano, las que capturaban mi ansia y curiosidad.

Los años sin embargo, habían erosionado mis sueños auríferos, y hasta el brillo del argento se había convertido en una indeseable distracción. Imaginaba era por esto que los guardianes de las caravanas me daban paso libre en sus marchas de vuelta por las afueras de la pequeña villa. En estas breves visitas que los mercaderes usaban para observar la producción de las exquisitas túnicas de seda que las manos locales habían aprendido a confeccionar, me les acercaba para interrogarlos y ver si esta vez traían noticias, o mejor aún, alguna documentación que confirmara el renovado interés de Roma por nuestro rescate. Durante años la respuesta fue siempre negativa. Cóng Dàqín méiyǒu xīnwén. No hay noticias de Dàqín.

Sin embargo, en tiempos recientes habían comenzado a circular rumores de que importantes pergaminos eran intercambiados entre Roma y las autoridades del imperio parto. Treinta y tres años de resentimientos y sospechas mutuas parecían ahora estar llegando a su fin, y la humillante derrota que recibimos en Carras ya no buscaba ser vengada. Los tiempos de la altiva demencia del general Marco Licinio Craso, junto con las absurdas estrategias militares que terminaron por traernos aquí, más allá de las fronteras con el pueblo de Los Seres, eran parte de un pasado que el corriente y próspero enriquecimiento del comercio con Oriente ansiaba sepultar.

Los rumores acrecentaron cuando se vio a los mercaderes partos acceder como intermediarios en la entrega y regreso a los emisarios romanos, de los emblemas e insignias militares de las siete legiones que perdimos en batalla. La información llegó hasta nuestros oídos aquí en Liqian. Mas Augusto aún insistía y procuraba por el resto de la legión de Plubio, hijo de Marco Licinio Craso, capturada durante la campaña pártica y luego desaparecida, nuestra legión. Los partos alegaban no tener registro alguno nuestro, aunque reconocieron que era costumbre antigua enviar prisioneros de guerra a combatir en los lejanos extremos del noreste territorial, dominio de las tribus turcomanas, frontera con los hunos.

II

Famoso sólo por la batalla que dirigió en contra de los mal nutridos y pobremente armados esclavos que, liderados por Espartaco, se revelaron contra Roma, Marco Licinio Craso, entonces enriquecido al asumir el control del mercadeo de los prisioneros, permite que sus equivocadas ínfulas de depurado estratega militar le seduzcan el juicio y, como miembro del primer triunvirato, convence al tesoro romano de costear su nueva aventura militar contra los partos. A modo de desechar a uno de los aspirantes al trono, los otros dos miembros del triunvirato, Pompeyo y Julio César, aun sin ver urgencia militar alguna en la campaña parta, acceden al financiamiento.

Me uní a tan desdichada campaña en las costas de Brindisi, lugar donde mi legión fue convocada. Marchamos desde Calabria, hinchados de valor, y deseosos por ejercer nuestro destino como soldados romanos. Pero la fama de Marco Licinio Craso como general inepto, ya se conocía entre las amasadas legiones. Poco tiempo pasó cuando, solidificando nuestros temores, éste ordena el embarco de más de cuarenta y cinco mil soldados en medio de una horrible tempestad marina. No todas las naves llegaron a la costa destinada, siendo esta la primera derrota de la campaña, aun sin haber enfrentado soldado enemigo alguno. Para empeorar las cosas, y mientras nos reagrupábamos del angustioso desembarco, nuestro bisoño y opulento general, dirige un discurso al ejército en donde indica sus planes de destruir cada puente que construyamos en cada río que crucemos, cosa de que nadie pudiera regresar. Cuando nuestro incapaz adalid notó las caras de desconcierto entre los soldados, intentó arreglar el daño, explicando que se refería al enemigo. Semanas después, en la víspera de la batalla, y mientras el campamento se preparaba para la cena, Craso ordena la repartición de sal y lentejas para los soldados, olvidando por completo que era esta la comida tradicional servida en los funerales. Tales torpezas, las cuales muchos vieron como claro oráculo de nuestro inmediato porvenir, sembraron la desconfianza y aprensión entre los miembros de las legiones. Yo por mi parte, comenzaba a cuestionarme el futuro mismo de Roma, si como imperio, habíamos sido capaces de permitir ascender a las más altas esferas del estado a este tipo de engreídos energúmenos.

En la madrugada en que todos esperábamos el inicio de los enfrentamientos con los partos, Craso, frente a todas las legiones, deja caer el animal del sacrificio puesto en sus manos. Ante la mirada atónita de todos, éste, tembloroso, trata de impartir confianza entre los que observaban, diciendo que no había nada que temer, pues a pesar de su avanzada edad, era todavía capaz de sostener su espada en combate. Para colmo de males, y una vez comenzada la batalla, Craso decide vestir una túnica negra, en lugar de la tradicional color púrpura para los generales romanos. Ya los primeros borbotones de sangre militar tocaban el suelo cuando éste, al darse cuenta de su imprudencia, sale corriendo hacia la carpa de campaña a cambiarse. No pocos de nuestros valientes soldados perdieron la vida al boquiabiertos, distraerse ante tal espectáculo.

 

 

III

Al comienzo de nuestro exilio, en la pequeña aldea que marcaba la frontera entre mundos mutuamente desconocidos, vivíamos despreciados y relegados. Sólo nuestras destrezas para la batalla evitaba que fuéramos completamente desechados. En aquellos tiempos, parecía no tenerme más que a mí mismo, y a mi cada vez más reducido grupo de soldados, para sobrellevar las vicisitudes de encontrarse fugazmente transplantado a un territorio en donde no se conocía ni la lengua, ni la cultura, y en nuestro caso, ni siquiera con certeza, en que lugar del mapa nos encontrábamos. Nos refugiamos entonces en nuestro destino de combatientes y, dejando la fidelidad por la expansión de la gloria romana atrás, nos inspiraba ahora un sentido común de supervivencia que fortaleció nuestros lazos de amistad más allá de lo que la lejana Italia era capaz.

El poblado de Zhizhi también tenía su lucha por mantenerse independiente. Orgullosos herederos de tradiciones provenientes de los hunos, no pasó mucho tiempo antes de que ejércitos de la dinastía Han llegaran para intentar cambiarlos e imponer su control. Todo esto era para nosotros una inesperada novedad pues, como buenos romanos, estábamos acostumbrados a la idea de que nuestra península era el centro de todo lo conocido, y que lo que podía existir pasadas nuestras fronteras, no eran más que seres barbáricos sin ningún tipo de conocimiento importante que aportar a la humanidad. Mas al ver a los ejércitos Han, prontamente entendimos su sofisticación en estrategia militar y, sobre todo, los avanzados armamentos que poseían. Era obvio que estábamos enfrentando una civilización antigua y que como tal, desarmaba todos nuestros prejuicios sobre el mundo y las cosas. Mas luego de diecisiete años en Zhizhi, nuestras fidelidades estaban con los hunos.

Al ver la formación de soldados de la dinastía Han enarbolando sus ballestas con pernos y dardos de largo alcance, no pudimos sino pensar que estábamos ante una repetición de la batalla de Carras. Nuestros escudos parecían derretirse ante el impacto de aquellos misiles que con tanta facilidad los penetraban. Nos defendimos como pudimos, y nuestra formación de testudo, la cual los cronistas oficiales de la corte Han describieron como “las escamas de un gran pez”, sólo sirvió para retrazar la inevitable toma de la villa. Una vez saqueado el poblado, y asegurándose de que los líderes hunos eran expulsados, los ejércitos Han, al ver nuestras habilidades militares, nos llevan prisioneros a un oscuro, desconocido, y minúsculo poblado al sur del gran desierto de Han Hai, al cual, por no tener nombre, y por ser nuestro nuevo destino, el de los restantes ciento cuarenta y un soldados de la gran legión de Plubio, deciden, en su muy acostumbrada transliteración, nombrarlo Liqian. En adelante, y a lo largo todo el territorio Han, a nuestra legión, a nuestros ejércitos, y por consiguiente a todo lo que estos concebían como Roma, se le conoció como Liqian.

Mas los años siguieron pasando, y cuando fue evidente que habíamos sido olvidados por nuestros gobernantes, además de la fuerte sospecha de que nuestras mujeres e hijos también nos creían muertos, comenzamos a acostumbrarnos a la idea de que este árido punto en medio de la nada sería, por el resto de nuestros días, nuestro hogar. Paulatinamente aceptamos nuestro nuevo destino, y al integrarnos a la cotidianidad del poblado, nos fuimos ganando el respeto de los locales. Con el tiempo encontramos nuestras nuevas esposas, las cuales concibieron nuestros nuevos hijos. Nos habíamos ganado el título de locales, y nuestras vidas adquirían por fin, un nuevo sentido de paz y ternura, que sólo la dedicación a la familia y a todo lo que la rodea pueden dar. Todo esto cambió el día que vimos al Cesar, en toda su gloria y rodeado por su glamoroso séquito, descender por las colinas del Oeste.

IV

Cayo Julio César, sabiendo de la trama que existía en el senado para asesinarlo, y del odio y conspiración que se acumulaba en su contra, se comprendió sin escapatoria y posibilidad de sostener su mando. Orquestó éste entonces una de las escapatorias más brillantes de la historia, que por increíble, todavía permanece, para muchos, en el plano de la fantasía.

Saqueando lo más que pudo del tesoro romano, gran parte de lo cual terminaría usando para comprar a los mercaderes partos, logra embriagar a unos de sus súbditos en la corte, el cual había mostrado sus deseos de jugar a ser emperador cada vez que se intoxicaba. Para suerte del Cesar, y desgracia del siervo, ambos tenían un increíble parecido físico. Marco Junio Bruto mata entonces al Cesar equivocado, y cubierto por la oscuridad de la noche, el verdadero Cesar, junto a una pequeña comitiva de fieles, a los cuales se les promete una vida de plena riqueza en las más alejadas regiones de la seda, salen hacia la ruta del Este. Su destino, un tanto al azar, dependía de la veracidad de las fantásticas y esperanzadoras historias que las viudas e hijos de los soldados de la legión perdida de Publio habían logrado recopilar, entre los fragmentados informes de los mercaderes romanos, muchos de las cuales merodeaban los pasillos del senado y las cortes del Cesar. Pues luego de la valiente resistencia en donde Publio pierde la vida y la cabeza, muchos miembros de las legiones lograron escapar y regresar a Roma, con las noticias de los prisioneros tomados por los partos. Perseguían entonces el Cesar y sus acólitos, afanosos, la gran leyenda del enclave romano en la frontera con el país de Los Seres.

 

 

V

 Una vez llega el ejército de Craso al norte de la Siria, sus más cercanos consejeros militares le advirtieron de las ventajas de avanzar por el norte, evitando así el extenso desierto que dividía nuestra posición y la capital parta. En cambio, y por razones desconocidas, éste prefiere confiar en los consejos de Arimanes, jefe de la tribu local árabe, el cual le ofrece seis mil hombres a caballo para ayudarlo a cruzar la desolada aridez, y así derrotar al enemigo común. Ya bien entrados en el desierto, y en el acordado lugar de encuentro con la caballería árabe, esta nunca llega. Cuando nos enteramos de la traición de Arimanes, era demasiado tarde, pues en alianza con el ejército parto, éste y sus hombres nos emboscan, sembrando así pánico y confusión en las filas romanas. Desesperado, Craso ordena las legiones asumir formación rectangular, y así, empacados como sardinas, fuimos fácil y cruelmente masacrados por las flechas de los partos, los cuales, utilizando arcos inventados por los hunos que, al extender los extremos en curvaturas convexas, le daban a las flechas un alcance de hasta cuatrocientos metros.

Publius, el hijo de Marco Licinio Craso, al darse cuenta de la posibilidad de que la totalidad del ejército romano fuese exterminado, ordenó a nuestra caballería, compuesta por unos mil soldados, separarse de la formación y avanzar hasta los flecheros partos, en un intento por mitigar la matanza. Pero fue inútil. Más de la mitad de nuestra fuerza montada fue aniquilada por los partos, y los demás, tomados como prisioneros, no sin antes poner la cabeza de Publius en la punta de una lanza y mostrársela a su padre, y al resto de los romanos que todavía quedaban con vida. Fue entonces cuando presencié el único momento de grandeza romana en toda la campaña, cuando Craso, desde la vanguardia, indica que ese era un asunto privado que no debía afectarnos, y ordena a lo que quedaba de las legiones a seguir batallando.

Al caer la noche, y sin esperanza de recuperación alguna, Craso accede a una invitación a negociar con los partos. Mas era una trampa, pues también fue degollado, mientras a la vez se perdía la vida de unos veinte mil soldados romanos. Otros diez mil fuimos tomados como prisioneros, y el resto logró huir despavorido de regreso a Italia.

VI

Los campesinos y artesanos de Liqian, al ver el despliegue de riquezas con que Cayo Julio Cesar entró a la villa, lo recibieron como un gran benefactor del cual todos querían ser parte. Acostumbrados por décadas a nuestra romana presencia, les fue muy fácil creer que cautivaban al Cesar con sus cacofónicamente aprendidas frases en latín, y con las túnicas que, imitando las que veían sobre nuestros hombros desde el día que comenzó la segunda parte de nuestro inesperado exilio, habían aprendido a confeccionar, y que ahora eran comunes en los ancianos de la villa, los cuales las usaban para acentuar su posición, además de ser el producto principal de intercambio con las caravanas que mercadeaban con los partos, y por tanto, fuente prima de subsistencia.

Para el Cesar, aún sorprendido por la veracidad de la leyenda, toda aquella empobrecida deferencia era una desgraciada burla, a la cual sonreía, mas sin dejar de pensar en la gran Roma que dejaba atrás, y que ahora tenía que trocar por este seco y arenoso pueblo en los confines del mundo. Solamente el recuerdo del asesinato que escapó, le hacía entender que estar aquí era su mejor alternativa. Ahora sólo le quedaba mantener en secreto su presencia en Liqian. Roma debía seguir creyendo en su muerte, y los intentos de Augusto de querer recobrar la legión perdida, debían ser apagados. Además de que nunca estuvo muy seguro de que el susurrado intento de rescate no fuese más una excusa para capturarlo y llevarlo a juicio.

Cuando resultó evidente que el Cesar tenía intenciones de mantener en secreto nuestra existencia, y de promover la idea de que habíamos sido irremediablemente perdidos por la historia, la esperanza que se había alimentado en los ciento cuarenta y un sobrevivientes de nuestra legión, comenzó a convertirse en angustia y desesperación. No tuvimos otra salida. Tuve que asesinarlo.

He pasado las últimas semanas escribiendo todo lo acontecido. Lo hago en letras muy pequeñas y sobre un precioso papel que las caravanas del este suelen traer al pasar por Liqian, en su camino al encuentro con los partos. Dicen que está confeccionado con una mezcla de cáñamo y seda. Es muy liviano y da gusto tocarlo, motivándome a redactar con el más absoluto cuidado y elegancia. Tiritan mis adentros con el poder de transformación que escapa de mis dedos el cual, impregnándose sobre cada una de las palabras que minuciosamente selecciono y escribo, construyen las perfectas oraciones que cambiarán el curso de la historia. Ni siquiera el antaño poder de metamorfosis impuesto a mis enemigos con el desenfunde de mi espada se compara. Estaba conciente de la suprema importancia de lo que escribía, y asumí mi ministerio con la seriedad más absoluta. Después de todo, era en estas cartas donde revelaba los secretos del Cesar, le aclaraba a la humanidad la forma en que habían sido engañados por éste, además de que contribuían a quitarle el título de leyenda a nuestro drama. De ahora adelante, seríamos parte oficial de la historia.

Al terminar mis cartas, estas crónicas que le darán a mi legión su merecido reconocimiento de héroes, haciéndonos inmortales y ejemplo para nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos, reconsideré mi plan inicial de enviarlas a Roma con las caravanas de mercaderes. Sabía que al caer en manos de los partos, estos las leerían e inmediatamente las destruirían, pues no iban a permitir que tropas romanas usaran nuestra búsqueda y la del Cesar, como excusa para arrancarles el control que tenían sobre el comercio y el tramo final de la ruta de la seda. Conocía esto por experiencia, pues por veinticuatro años, y deliberadamente, mantuvieron perdido a Julio Cesar, fingiendo no saber con certeza de nuestro paradero. No fue hasta que vaciaron casi por completo el tesoro que éste traía de Roma en pagos por protección, información, orientación y guía por los vastos desiertos y montañas de la región, que finalmente revelaron nuestro lugar en Liqian. Aun los emisarios del gran imperio Han, el cual deseaba abrir ruta de comercio directa con Roma, fueron engañados por los partos, haciéndoles pensar que Roma (Dàqín) era Siria, y que no existía civilización más allá del mar.

Entonces recapacito. Pienso en mis hijos, mi nueva familia, mi nuevo mundo, los cuales los partos no titubearían en finalmente liquidar, si temiesen que nuestra presencia tienta la atención de otros mundos, otras gentes que amenacen su dominio sobre el ombligo de esta gigantesca tierra. Considero entonces esconder mis cartas, enterrarlas, quizás hasta destruirlas.

 

Al día siguiente me siento en las afueras de la villa a mirar las montañas, en dirección al poniente sol que hace siluetas de las caravanas que se alejan, y que sin saberlo, esta vez llevaban mis cartas escondidas dentro los tejidos del borde superior de una de las exquisitas túnicas de seda, hecha por uno de los maestros artesanos de nuestra pequeña aldea. Sabía entonces que iban seguras y en camino a Parta, Roma, y quien sabe hasta que partes del mundo.