La llegada

Creativo

Nadie lo podía creer. Estaba espeluznantemente nublado precisamente el día en que llegaba la nueva gloria de este pueblo costero para participar con júbilo y ardor en las festividades en su honor. Fabián Fabián Mckenzie no sólo era una gloria para Green Hills City; lo era, decía la radio local, para el país, en estos tiempos en que había sequía de héroes. ¿¡Divino creador, se preguntaban casi a coro los usualmente aburridos residentes de este pueblo, será posible que en este día de gloria caiga una tormenta!? .Anonadados, muchos le imploraron a Diós que dejase la tormenta para otro día. Después de todo, esta era la parte seca de la isla.

Entre la muchedumbre, se notaba la cara de angustia de Gladys, una jovencita que trabajaba en el salón de belleza del pueblo. Ella sujetaba con fuerza un ramillete de flores para dárselas al cantante. Si llovía se acabaría el evento, y se echarían a perder las flores, las carrozas, la venta de los timbiliches de frituras y los restaurancitos de pescado frito (importados). Este día, Papito Diós, por favor nó, rezaba Papitín Hernández, el alcalde de este pueblo que hace un rato no tenía nada que celebrar. No había empleos desde que se fue la última fábrica de hacer tornillos de plástico. Pero eso sí, Green Hills City había producido otros personajes célebres en años recientes. Por ejemplo, hubo un casi momento de gloria hace dos años cuando peleó por un título mundial un boxeador del pueblo que luego se dio a la bebida. Por cierto, a pesar de su valentía, perdió por un nocaut tan aparatoso que lo dejo tarado, y ahora andaba por el pueblito pidiendo monedas para poder darse otro traguito de ron.

--!Fabián Fabían, no te vayas sin mí! - pronunciaba con un tono perfectamente honesto la “beautician”. Su dolor era real. –Si yo canto también -. A eso el exboxeador, que se había puesto sus viejas trusas de lucha de cuando era famoso, se rió a carcajadas. –Darte un trago es lo que tienes que hacer -. No se supo si estos comentarios iban dirigidos a la peinadora o al cantante.

Pero, lo de hoy no era chiste, Fabián Fabián había ganado, en un país que la mayor parte de los greenhillenses no conocía,  la competencia de la canción del Gran Festival Voces Dulces de la Cadena Telegaláctica. Eso le garantizaba una grabación pagada por la poderosa compañía además de un potente carro lujoso. No había duda de que el único residente de Green Hills City que tenía ojos color cielo iba a ser una estrella internacional, poniendo el pueblito en el mapa mundial. Gladys llevaba años añorando mirar de nuevo esos ojazos, y de tener la misma oportunidad que él de mostrarle al mundo lo que ella consideraba era su propia voz privilegiada.

El nombre del pueblito se había cambiado no hacía ni un año. “Pero si es aquí nadie habla inglés”, lamentaba el sacerdote del pueblo cuando la Asamblea Municipal votó para cambiarle el nombre. En lo que podía caracterizarse como otro acto estrambótico también le cambió el nombre de la Calle Eugenio María de Hostos, uno de los máximos próceres que tenía esta pequeña colonia, a Main Street. Por Main Street era que transitaba en estos momentos el desfile de honor. De Hostos fue a la vez un pensador, educador  y escritor. Pero lo que estaba ocurriendo ahora con lo menos que tenía que ver era con pensar. La multitud que  rodeaba peligrosamente el automóvil que transportaba al cantante y al alcalde actuaba como una manada de animales ciegos. A esta solo la movía la locura. Era como una ameba gigante, incapaz de razonar pero queriéndose comer al cantante con todo e Impala.

--¡Papito, Gladys aquí! Papisongo déjame cantarte una canción”- .Ya había dejado atrás su respeto propio y el sudor le estaba dañando su maquillaje.

--Ese muchacho lo que necesita es un palo e’ron y tú también m’hija –se le oyó decir al boxeador, quién comenzaba ahora a bailar al ritmo de una música que sólo existía en su cabeza.

A la entrada de este pueblo había un rótulo gigantesco que leía “Welcome to downtown Green Hills City”. Eso fue hechura de Papitín, que vivía más convencido que nunca que cambiar el nombre del pueblo de Lomas Verdes a Green Hills City iba a atraer más turismo y, de paso, acercar al pueblo más a la metrópolis del Norte, en donde se hablaba “el difícil”. No se sabía por qué él pensaba que iban a venir turistas al pueblo si el mar que lo rodeaba era sucio, tenía una gruesa capa de algas y su marea traicionera y violenta era capaz de llevar al más ágil y valiente bañista arrastrado hacia el ahogo seguro o a las bocas de los tiburones. Ese mar no tenía amigos; ni los tiburones tampoco. El calor aún en la época navideña, la llamada época de “la brisita refrescante”, era para como para convertir en líquido a todas las golosinas que habían preparado en el pueblo para el evento. Papitín, pensando en que su pueblo necesitaba un lugar digno para celebrar y atraer a los turistas, había contratado para que se construyese el Centro de Bellas Artes de Green HIlls City, hoy día un adefesio dejado a medias por el contratista por falta de pago. Mientras tanto, los drogadictos y los borrachos del pueblo se habían apoderado de la estructura. Tuvieron, entonces, que construir una tarima improvisada para el recibimiento.

Lo del nombre del pueblo había causado algo de controversia al principio cuando se tradujo Lomas Verdes a Green Lomes. Fue una maestra que estaba en la Asamblea Municipal que puso la voz de alerta de que la traducción correcta de lomas era hills. El alcalde, que apenas había pasado la secundaria, acogió su sugerencia, pero hizo todo lo que humanamente pudo para que no la instalasen como principal de la escuela secundaria del pueblo. Papitín simplemente no podía tolerar que le llevasen la contraria, y más todavía si era con razón. La orden del día para Papitín era acercarse más a los Estados Unidos, si no en palabras del alcalde “caeremos en las garras del comunismo”. Nada más ofensivo para los oídos de este primer mandatario a pesar de que el Muro de Berlín había caído hace dos décadas. El se describía orgullosamente como fascista, argumentando con fervor que todo lo que quería decir la palabra fascista era “amante de la ley y orden”. Tenía al exdictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo en su corazón y un enorme cuadro de este psicópata en su oficina pintado con todo y su traje militar blanco  y con su pecho colmado de medallas, aunque nadie nunca supo donde se las había ganado. Inexplicablemente, al lado tenía una bandera estadounidense gigante. Papitín  repetía vez tras vez que “eso de las hermanas Mirabal (víctimas del trujillato) era un embuste. Una creación de los comunistas”.  Ahora, suspiraba honda y angustiosamente. La inminente lluvia tenía que ser parte de un plan fraguado en la misma caldera hirviente del Demonio.

–Papote. Yo canto, yo canto también. Llévame contigo para cantarte una de mis canciones -.  Era la voz de Gladys de nuevo, pero sus palabras ridículas nadie las escuchaba. La atención colectiva se concentraba en el Impala.

El calor que hacía era del tipo que daña ropa y ruega por desodorantes. Había una fila de carrozas con coches, camiones, motocicletas, las niñas batuteras del pueblo  y sobre todo con el Impala del 1957 con el techo recogido del alcalde que sirvió como mariscal de la parada. Con él venía Fabián Fabián con unas gafas oscuras, escondiendo unos ojos de pescado que solo  podrían producir los estragos del ron y tal vez otras sustancias nocivas. Fabián saludaba al público a medio pocillo, meneando una mano débil hacia la muchedumbre mientras con la otra se cubría la boca de la que salía una tos seca.

A la pobre Gladys la conocía todo el pueblo  de manera inmisericorde como  “la gordita”. Cuando salía de trabajar los colegiales del pueblo le gritaban con mofa “!gordita cuando le vas a hacer el peinado a la Primera Dama!” Se había graduado de la secundaria con Fabián, y siempre había estado loca de amor por él. El racimo de brillantes flores que llevaba las había escogido personalmente. Ella sintió con alarma que la lluvia le impediría mostrarle su cariño al hijo prodigio de Green Hills. Quizás él le podría presentar a algún cazatalentos que se la llevaría a otro festival en un país lejano. Sintió par de gotas en la cabeza, y se alarmó. Ojala que eso haya sido un depósito de las palomas, pensó. Su afán era tanto que prefería gotas fecales en la cabeza en vez de gotas de lluvia que pudiesen dañar el día. Jadeando corría al paso del coche. Se dio cuenta, en un momento de gran pánico, que no iba a poder llegar donde su ídolo. El remolino de gente era terrible, y las motocicletas de la guardia municipal trataban de impedir que la masa de personas se acercase demasiado al convertible. Por fin llegaron a la tarima improvisada y el alcalde se trepó en ella y con la cara fresca y rojiza (se había dado unos cuantos tragos del mejor ron clandestino que se daba en esta parte de la Isla). Entonces comenzó a hablar.

-- Jeló leidis an yentelmen. Gui jaf jear todei de nex Frank Sinatra” - gritó el alcalde, con una sonrisa orgullosa, no obstante su dominio frágil del idioma de Hemingway. Las caras del público que escuchaba la tentativa de inglés por parte de este bufón eran de perplejidad, pero por Fabián Fabián Mckenzie, estaban dispuestos a perdonar.”Feibian, Puerto Rico and Green Lomes (y dale con el Lomes) chu ar ar Jiiiro, Feibian”.

--Feibian –prosiguió - Jear I prisent tu iu the llave tu de citi of Grin Jils. Viva aur Governor Luisín Fortunato, an President George W. X. Y. Z. Boss, an especially mi, iur alcalde, Papitín – dijo con la cara más colorada que nunca como si estuviese a punto de explotar.  Comenzó a reírse pero el chiste no le llegó a la muchedumbre.

La mole de gente clamaba por que la nueva estrella cantase una canción. “que cante, que cante”, gritaba la gente. Pero Fabián estaba estropeado y su voz estaba maltratada. Levantó la mano en saludo y le susurró algo a Papitín. El alcalde brincó en el convertible y el chófer trató de pasarle a la mole de gente. Qué error había sido esto de llevarlo en mi maquinón, pensaba Paptín. Me lo van a rayar, maldita sea. A todo eso Gladys seguía jeringando. Tenía que entregarle el racimo de flores y darle un beso en un cachetito, no importa si lo tenía un poco carcomido por los rastros del acne. Pero el automóvil avanzaba. Ella pensó rápido y se le adelantó al carro, gritando sandeces con un desespero candente. Se posicionó en frente del automóvil con las manos extendidas. En eso el carro logró arrancar dejando atrás a la muchedumbre, pero inadvertidamente le dio un golpetazo a la peinadora con la fuerza que solo tiene al arrancar un maquinón de hierro de ocho cilindros. Ella voló por los cielos. Cayó duro en la brea, como un saco de cal; su cabeza rebotó dos veces, suficiente para llevarla al más allá. Le salía sangre por las orejas. Nadie la socorrió. La mole no pensaba, actuaba con una energía desmedida y alocada corriendo detrás del convertible.

Hubo un rayo estruendoso, que logro estremecer a la mole por ser un inigualable signo de advertencia de lo que venía. Fue entonces que comenzó a llover a cántaros.