EL ADMINISTRADOR DEL CAOS

Política


Su llegada a la región coincidió con una serie de peculiares eventos. Frutos antes menospreciados por su abundancia, de repente comenzaron a escasear. El exquisito calor de esos días abochornó hasta a los más prolíficos arbustos.

Los lugareños que lograron disfrutar alguno de aquellos raros manjares, fácilmente pasaron por alto la extraña conducta de algunos animales. Como impelidos por un comando electromagnético, hordas de gusanos marchaban sobre la tierra en atolondrada procesión. Hormigas que antes servían lealmente a su reina, súbitamente escaparon despavoridas. Las serpientes pululaban a su antojo por doquier. Algunos achacaron estas plagas a la súbita desaparición de los gatos de las casas. Disipación laboral que parecían querer imitar los perros, que no dejaban de ladrar para ser liberados. Todo esto era atentamente observado por el visitante, quien no tardó en comprender, que algo malo se avecinaba.

No era necesario tener un sexto sentido para columbrar el fatídico evento. Pero en vano trató el recién llegado de advertir a las gentes del área. Nadie vio en estos sucesos una señal de la amenaza que se acercaba. Ni siquiera cuando un resplandor naranja apareció en el cielo, acompañado de nubes en forma de pluma. Un inofensivo fenómeno natural: “Nada de mal agüero”, se dijeron. Los vecinos continuaron haciendo sus cosas, como todos los días, de la misma forma. Unas cuantas curiosidades ecológicas no ameritaban abandonar sus cómodas rutinas. Mucho menos, cuando quien intentaba amonestarlos, era un forastero que apenas acababa de llegar. ¿Qué podía saber él sobre los modos de su tierra?

Persuadido ya de lo inútil que resultaba su prédica, el extranjero se resignó a levantar un refugio para él.  Apenas estaba comenzando cuando sobrevino la tragedia. Paradójicamente, luego de la hecatombe, los más afectados le achacaron su desdicha. Era su culpa por no insistir con más denuedo en que buscaran cobijo. Otros en su desesperación, se dedicaron a menoscabar los últimos rastros de autoridad. La ocasión era propicia para imponer sus intereses mediante la fuerza bruta. Todavía otros se volvieron indolentes, y vagaban entre los escombros, buscando que renaciera de la nada su antigua forma de vida. Los políticos que primero se acercaron a la zona en breve se alejaron. Sólo dejaron tras de sí promesas como cántaros vacíos. La estabilidad y control que instintivamente ansiaban, estaban ausentes. No había manera de resolver ningún problema rápidamente. En realidad, los damnificados quedaron abandonados a su suerte.

Al desconocido esta falta de estructura le pareció ideal.  Ahora todos eran iguales. Los requiebros de las víctimas que le increpaban por su alegada desidia, no eran más que una metáfora de su nuevo poder. Su aguda percepción podía tener una aplicación artística. Donde antes había fallado usando la lógica, quizás podría triunfar mediante la utopía. Su primer ejercicio estratégico fue aceptar responsabilidad por el desastre. En efecto, fue su fallo no haber podido convencer a la gente del peligro en ciernes. Pero si ellos le daban otra oportunidad para guiarles, él les mostraría hacia donde enfilar curso a una solución.

Esta inusitada actitud funcionó. Los quejosos se volvieron sus aliados para someter a los violentos. Luego de lograda una tregua, desarrollaron planes para atender a los alienados. La suma de voluntades permitió a los habitantes organizar su propio rescate. Con el tiempo, la región se fue levantando de sus ruinas y los políticos retornaron con las manos llenas de aguaceros. Pero ya no era la misma comarca, ni siquiera el mismo territorio. En adelante las cosas se hicieron de una forma distinta y el hombre que los lideraba, ya no era un visitante.