La anémona o como diría George Harrison: How “life flows on within you and without you”

Caribe Hoy

altComentarios sobre la novela homónima de Ana Marina Rúa

Adentrarse en La anémona es viajar por el tercer piso de José Luis González y detenerse ante un espejo que, como le sucede a los niños al verse por primera vez, nos permite descubrir que el “reflejo en el espejo comunica un verdad irreversible…. [y] en ese instante formamos conciencia independiente; nace la personalidad, nos sabemos solos y la inocencia se nos escurre entre los dedos, para no alcanzarla jamás”.

Ana Marina Rúa nos lleva por el viaje interior y exterior de un ser solitario que habita en una realidad que es propia y ajena a la vez. Por un lado descubrimos los parajes secretos de las familias Bienmaison y Rossi, arquetipos de la burguesía europea que la Cédula de Gracia de 1812 le confirió la visa para el sueño de blanquear y depauperizar la isla. En un constante rewind y fast-forward las diapositivas históricas revelan las raíces de una idiosincrasia que descubrimos disfuncional, pero que interpretamos como una trayectoria cultural sofisticada que nos adorna con sus excentricidades y tradiciones.

Del otro lado, un narrador académico y triste pela la cebolla de su aséptica existencia y trata de hallar en Luz, la mujer que le estremece y que aborrece, una razón de ser al centro de una marginalidad que no ha escogido pero que no puede remediar. El protagonista es un espectador de lo que nos sucede como sociedad. Somos – sin haber pasado por el ejercicio cartesiano de pensar primero – aunque no podamos evitar sentir que no pertenezcamos.

Las múltiples dualidades de la narrativa nos inducen a reflexionar sobre el mundo que nos rodea y en el que nos desdoblamos intentando ser intérpretes (en ambas acepciones), protagonistas y, en el mejor de los casos, observadores partícipes de una realidad que nos repugna pero que no podemos negar que nos define.

La dualidades son paradójicas y complementarias: el viaje al pasado y a un presente que es cada vez menos inmediato y más desconsolador (“…hay ciertos hechos que se desligan del tiempo y que causan tristeza sin importar el contexto”); la alternada predilección por la forma y el contenido (“… la forma vale solo en el texto, y el texto es lo que más vale en la vida, porque permanece”); la búsqueda interior y la evasión exterior a unos preceptos adoptados y mordazmente ridiculizados (“… esas beatniks dulcemente criollas que aprenden a hacer mundillo y que sienten nostalgia por la Iupi de Jaime Benítez, que llenan sus bibliotecas de biografías de Mariana Bracetti y arte de Jan D’Esopo, pero que no son estrictamente independentistas sino más bien ‘ciudadanas del mundo’…”); la necesidad y el hastío de esa persona que fascina y agobia (“Luz ya empezaba a exasperarme… si me amarré a ella necesariamente y nunca la solté fue porque le tuve el desprecio y la piedad que se merecía, el desprecio y la piedad del verdadero querer”); la vacilación de transigir esa dualidad que conforma la naranja y a la vez el desapego que permite verse como parte de un diodo, un objeto que permite la circulación de una corriente de emociones que da razón de ser a la existencia (“A veces no sé si hablo de ella o de mí. ¿Cómo determinar dónde comienzo a ser yo y cuáles son mis límites?”); el desconsuelo entre lo que pudo haber sido y no fue (“como suele ocurrir con gente de promesa, poco a poco se quedó atrás, toda gentil, educada, de logros a medias. Los ojos de los demás no repararon en los suyos”); lo que se es adentro se reafirma en contra de lo que es afuera para validar su individualidad y una originalidad que solo lo es en función de distanciarse del clisé, de la chabacanería, de la mediocridad (“…el susodicho jet set era una amalgamación muy euro-trash, con altísimas mujeres llamadas Dominó y hombrecitos que ostentaban Patek Philippe y calvicie prematura.”); el afuera es un distanciamiento geográfico y a la vez emocional de lo que define el adentro (“No podía volver a Puerto Rico, al tedio, al estrés de una vida sin propósito, de cambio constante, de ningún progreso...”).

La narradora tiene una “facilidad aterradora para encasillar en compartimientos independientes, aquellos principios en los que [alega] creer, pero que su conducta [contradice]”. El protagonista se desplaza por la historia como nuestro propio alter ego, pasando juicio sobre sus limitaciones con la misma fruición con que describe un entorno emocional, familiar y cultural mediocre, superficial, mezquino, que siente le ha tocado vivir al margen de su voluntad.

Las observaciones del protagonista de sí mismo, de Luz – quien lo encandila y lo deja vacío como sujeto de un amor que le pertenece pero no le corresponde -, del ámbito académico en el que la falta de creatividad es la norma, y de la realidad social de la que proviene pero en la cual se siente extranjero, revelan el angst, la angustia, de saberse forastero fuera de su propia piel.

La narradora nos sumerge en un mundo de referencias estéticas que despejan telarañas y nos invita a ceder a sus provocaciones y buscar referencias. Hurgamos en YouTube para ver “…como Merle Oberón [desciende] una escalera líquida, mientras el celuloide arenoso le nubla la piel”, desempolvamos mamotretos de historia para confirmar que “la Vendée [fue] el…único periodo honorable para la nobleza de Francia”, transamos por Wikipedia cuando los portales del Louvre, el Prado y el MOMA nos niegan las piezas de Agnes Sorel, para entender la fascinación de Luz.

Pero sobre todo, la narradora nos coloca en frente - como el investigador que le coloca sobre la mesa del cuarto de interrogatorios las fotos de las víctimas del crimen al principal sospechoso -, los rasgos de nuestra personalidad colectiva, una idiosincrasia que cada vez más parece definir la imagen que rechazamos de nosotros mismos. La narradora se avergüenza, y nos invita a compartir ese sentimiento en peligro de extinción: “Cuando la cultura no promueve un sentido de vergüenza, (y recuerde que no hablo de culpa) todas la acciones valen, todos sienten que cualquier cosa que aporten al grupo es valiosa, que el simple hecho de respirar el aire con los demás les da derecho a exhibirse. De ser famosos. Espera reconocimiento sin producir nada. Y al hacer el ridículo con su exhibicionismo, o aportando cualquier basura que sea que escupen al espacio público, no sienten vergüenza sino placer. Así que terminamos en el mismo lugar los avergonzados y los frescos: todos contentos.”

El esfuerzo del dúo narradora-protagonista de distanciarse de esa realidad que detesta y a la vez siente que irremediablemente le define, resulta infructuoso. Al protagonista y al lector, se nos sugiere que nada tenemos de qué avergonzarnos pues como observadores partícipes solo describimos la realidad según la vemos. En el juicio valorativo con que describimos las vergonzosas conductas, nos distanciamos de ellos, el resto, los que viven en búsqueda de los quince minutos de fama de Warhol pero que en nada se parecen a nosotros. No somos responsables de nuestra raza. Somos los otros de los “otros”. Los que nos parecemos más a quienes nos “otrifican” aunque no deseemos pertenecer a su casta. La narradora nos conmina a decir: “Mi ausencia de culpa es la otra cara, o la consecuencia, de adivinar las sensaciones e intenciones de los demás: no tengo propósito de enmienda. Sentir lo que sienten los demás es la meta, y si soy responsable de hacerlos sentir mal, y por eso me siento mal yo también, disfruto del juego entero sin ganas de cambiarlo.”

A manera de dispensa personal, por el privilegio que me ha conferido Carlos Roberto Gómez al invitarme a pronunciarme sobre este provocadora novela, hago recuento de un pasaje que me incita particularmente y que me resulta fascinante en voz de una narradora: Luz era “…esa carne que yo adoraba a tal punto que el tocarla me dolía, me cortaba el aire, me agobiaba, y que para mí era la única constante, un hogar maravilloso cuya anfitriona rara vez apreciaba”… Esta desgarradora sensación es, a su vez, reflexión sobre la inefable inequidad del amor: “¿De qué vale una amante que no adora su propio cuerpo, que no participa del placer que ella misma pueda crear?”

A manera de conclusión: La anémona nos convierte en una extensión de sí misma, un pólipo antozoo morfo a través del cual, como en la canción “Within you, without you” de George Harrison del disco St. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. A través de ella, la vida fluye conformándonos y a la vez siguiendo un curso que no podemos transformar; solo podemos ser parte del ecosistema que define nuestra existencia y confiar en que la misma solo es porque somos parte de ella.

Si una anémona, al desprenderse de un arrecife, sangrara, pero no hubiese nadie que la viese, ¿tendría color la sangre?

Anémona de mar:

1. f. Pólipo

solitario

antozoo,

del orden los los Hexacorolarios,

de colores brillantes,

que vive fijo sobre las rocas marinas.

Su cuerpo, blando y contráctil,

tiene en su extremo superior la boca,

rodeada de varias filas

de tentáculos,

que, extendidos, hacen que el animal parezca

una flor.

Recomiendo sin ambages mirarse en el espejo de Ana Marina Rúa. Sugiero no vestir objetos brillantes ni collares de dientes de ajo. Usted no sabe lo que va a encontrar.