El triunfo del furor

Cultura


altLa decadencia de un pueblo se vuelve patente cuando es incapaz de reconocer su grotesca situación. El más sórdido evento es mirado como normal. Los signos más evidentes de este fenómeno se pueden leer en los diarios. Ocurre cuando un ex Secretario de Educación convicto por robo es excarcelado prematuramente ante el estupor general. Se nota en el creciente sadismo que empieza a acompañar a los delitos comunes.

Y culmina con el desparpajo con el que la clase política se otorga inmerecidos privilegios sin provocar una indignación masiva. No obstante, lo que hace de este colapso moral uno catastrófico es su carácter sistémico. En este caso se trata de una crisis que abarca todos los estratos sociales. Lo que sigue es una involución acelerada de la civilización en la nación afectada.

Las señas del derrumbe a este nivel son menos visibles, aunque más incisivas. Todas se caracterizan por el debilitamiento de la dignidad en el trato entre los seres humanos. El espectro discurre desde la falta de cortesía en las carreteras, la procacidad en los medios de comunicación y el descuido de la formalidad en el gobierno. Sin embargo, su aspecto fundamental es la depredación de los más débiles. En este escenario, proliferan los abusos contra los niños, las madres solteras y los ancianos. Las minorías especialmente identificables se vuelven pasto de las llamas. Eventualmente, esta implosión estatal sepulta hasta las instituciones más vetustas. Se infringen las leyes alegando lo implausible de seguirlas. El desbarajuste resultante es usado para justificar la anarquía, en lugar de para explicar su causa. Para este momento, los pilares básicos de la ciudadanía se vuelven deleznables.

Esto comienza a notarse con el agrupamiento de las personas, en sus trabajos y domicilios, en bandas o clanes. Al final estas cadres ganan la lealtad de sus miembros por encima de las estructuras políticas tradicionales. La debacle sobreviene cuando la psicología de la tribu sustituye a la racionalidad del Estado de Derecho. Dentro de cada burocracia, se atomizan grupos pendientes exclusivamente de sus intereses. La administración pública discurre entre intrigas de palacio y golpes de Estado oficinescos. Al interior de cada agencia, las luchas de egos terminan ahogando los propósitos colectivos. Esto último se traduce en las bajezas con la que algunos pretenden mejorar sus condiciones de empleo. Así las cosas, los gobernantes se muestran como patéticos epígonos de un profesionalismo perdido.

El relato a continuación revela una posible solución al dilema: No hace mucho en una pequeña villa un intenso debate teológico dividía a sus habitantes. Los descendientes de las viejas familias aristocráticas instaban los pobladores a que imitaran a nuestro Señor, poniendo la otra mejilla ante sus agravios. Mientras tanto, los plebeyos campesinos insistían en recordar el ejemplo dado por el Maestro, cuando expulsó a los mercaderes del templo. La dicotomía siervo manso y redentor justiciero paralizó la vida económica del poblado. Agobiado por el ardor de la disputa, un niño se escapó de su casa buscando solaz. Muy pronto terminó en una cercana montaña donde vivía un sabio ermitaño. Al consultarle el asunto, su solución no pudo ser más eficaz. La cólera, aunque sea exaltada, no es pecado si su objetivo es santo. Airaos mas no pequéis. Descienden el niño y el sabio a la aldea donde el furor en sus palabras impuso la solución. Deben obedecer los siervos a sus amos, y estos a su vez, dar a aquellos un trato digno. La solución restableció el orden y aplacó la furia entre los grupos, que volvieron a ponerse de acuerdo, para expulsar al ermitaño del pueblo.