El dulce dolor de la querencia o el querer de la dulce dolencia

Historia


A quienes se empeñan en atizarme la querencia;

a Michael, especialmente.

A Anjelamaría por haberlo dicho mejor.

Lo he dicho antes y me reafirmo, no creo que haya palabra más bonita en el idioma español que “querencia”. Mas no hablo aquí de la cualidad de “lo bonito” o de una “lindura” circunscrita a la eufonía, si bien el vocablo contiene una musicalidad inherente; anclada por esa ene que se hunde como ancla en la arena de lo que se quiere; quemante como esa cu inicial que hierra el deseo; clamorosa como ese diptongo final, -ia, sílaba al viento que rasga como grito de arte marcial, justo antes de la movida decisivamente final.

La querencia, pues, se encuentra ocupada semánticamente como territorio invadido y agostado por la guerra (acepción pasiva), pero también se la puede hallar subsumida en la ocupación de querer (acepción activa), con un querer deseante que no ceja. La querencia se ocupa de lo que, a la postre, más importa a nuestra especie, se ocupa simple y llanamente de querer, con esa raíz de dolencia que le inyecta el sufijo –encia.

Que el amor puede ser dolencia, lo ha dejado bien establecido la literatura medieval de tradición hispánica: entre el amor como cárcel a la que se ingresa voluntariamente, la libre servidumbre de amor, la dama-dueño y la religión del amor, nos allegamos a los albores del Renacimiento y a ese querencioso tour de force que son los traqueteos de la Celestina para “curar” a Calisto de su enfermedad del amor por Melibea, con consecuencias desastrosas para todos los envueltos, como se sabe.

El dulce dolor de la querencia se parece mucho a “la douleur exquise”, frase francesa usada para designar el desgarre deliciosamente doliente de desear a quien no puede tenerse. El dulce dolor de la querencia es jalón que anima nuestro breve tránsito por este planeta llamado Tierra, con fecha no sabida de expiración. La querencia es pulsación que impele (sea por afirmación o por negación) a procurar paliar la sed primigenia, sed uterina de perdida unidad, cósmica sed que hace chispear el polvo de estrellas en nuestros huesos, sed iniciática del ser, que se inaugura con conciencia de separación (desgarre) de lo que nos circunda.

El querer de la dulce dolencia, del amor en todas sus manifestaciones, hace pulsar la veta madre de la Poesía, así con pe mayúscula como forma de expresión primera, anterior al alfabeto. El querer de la dulce dolencia no encuentra mejor expresión que la poesía, que nos devuelve impertérrita al tremor del estallido inicial del Big Bang, al arrullo de la marea que regula la sangre menstrua, la misma que nos potencia como especie bípeda y querenciosa. Somos el “lugar” de la querencia, su punto de partida y de llegada. Nadie ha entendido esto mejor que nuestra preclara Anjelamaría Dávila, quien le cantó a la fiebre queriente en su luminosa colección de poemas, titulada precisamente La querencia (Instituto de Cultura Puertorriqueña 2006).

En el poema-prólogo de esta colección, Anjelamaría Dávila presenta una suerte de Ars quaerendi, o arte de la procura de lo que se quiere. Paradójicamente, el amor, único sustantivo en el poema, se sustantiva (valga la redundancia) a partir de la circunstancia, de lo condicionado y lo condicional de la larga lista de preposiciones, salpicadas de alguno que otro adverbio, que lo precede:

a afuera adentro arriba abajo adelante atrás antes bajo cabe con

contra cuando de desde después durante en entre excepto hacia

hasta mediante mientras para por pues salvo según sin so sobre

tras

el amor.

Poesía y querencia laten con similar latido, tal y como se muestra en este maravilloso poema; o acaso como lo revela el rozar de yemas que impregnan su querencia en las paredes de la Cueva de Altamira, para signar que, como especie, no somos para nada diferentes de esa tendenciosa querencia, a una vez, ocupada y activamente queriente.

Pienso en otros dos poetas, de nuestras letras puertorriqueñas, que nos interpelan luminosamente con el hecho fundamental de la querencia como instancia de nuestro ser y nuestro quehacer, que sana y que hiere y que como toda dolencia se padece. La cantautora y poeta Sylvia Rexach lo canta hermosamente en su bolero Olas y arena, en donde se describe el beso tan eterno como imposible entre las olas y la arena: “al llegarme tan cerquita/ veo luego te recoges/ y te pierdes en la inmensidad del mar”. Olas y arena, ambas atrapadas en el vértigo de la erosión de esa orilla que queda, sin embargo, henchida por la humedad reticente del beso. “Por eso un beso es una herida/ que abrimos para curar al otro y sanarnos”; con estos bellísimos versos, de su poemario Mapa al corazón del hombre (Isla Negra Editores 2012), el poeta dominicano-puertorriqueño Carlos Roberto Gómez Beras hace refulgir poderosamente la cualidad vulnerante y sanadora del impulso querencioso.

La querencia, como bien se ve en los versos de estos tres poetas, no es inmune al amor; es más, activamente tiende hacia él como su natural crescendo y ruta. La querencia se padece con pasión. No olvidemos que ambas palabras, “padecer” y “pasión” comparten una misma raíz etimológica, como bien lo evidencia el símbolo cristiano de un Dios vuelto hombre y aplastado literal y simbólicamente por el peso de su pasión. La cruz cristiana se vuelve, así, símbolo de la querencia llevada al extremo amatorio de dar la vida por la persona amada. Con la debida disciplina de la mutua entrega y el compromiso, la sed de la querencia es capaz de elevarse a las más dadivosas cumbres del amor, como lo muestran de manera conmovedora los siguientes versos, del poema “Sábados”, de Fervor de Buenos Aires (1923), de Jorge Luis Borges. En este poema, de manera significativa, se conjugan querencia y amor con una imagen que sugiere el peso de la cruz sobre las espaldas de quien ama sin ser correspondido. Primeramente, se queja el hablante:

A despecho de tu desamor 

tu hermosura 
prodiga su milagro por el tiempo. 

Para luego reconocer el peso del desamor como una cruz sobre las espaldas:

En ti está la delicia 

como está la crueldad en las espadas. 

El poema cierra con el reconocimiento de la querencia tornada en amor:

que ayer solo eras toda la hermosura

eres también todo el amor, ahora.

La querencia nos unge como especie aquejada por la fiebre de existir en cuerpos “crucificados por los anhelos”, para parafrasear a Borges. [1] El dulce dolor de la querencia o el querer de la dulce dolencia, se vuelve, así, marca y seña de nuestra humana condición de seres querientes, querenciosos seres a la procura de lo que se nos ha perdido.

Notas

[1] Dice Borges en la primera estrofa de “Sábados”: “Alguien descrucifica los anhelos

clavados en el piano”. Las citas del poema se toman de la versión publicada en http://www.escribirte.com.ar/textos/31/sabados.htm.

La autora es profesora de literatura latinoamericana en Marquette University, Milwaukee, WI, U.S.A.