Pero si uno no toma la verdad-en-el-arte seriamente,
¿de qué vale, entonces, ser artista?
EE
Diacronía. A toda velocidad, se aleja del presente con la soga al cuello, pedaleando como un ateo que ha visto la muerte de cerca, demasiado cerca: “Yo me río. Y no es que lo sepa, no, / yo voy poco a poco / por las sombras” (“Tal vez fueron los niños,” 1983).
Huye, por supuesto, del poder. Máquina de tiempo (1993), autorretrato del pintor-poeta-teórico en dos ruedas: “El arte debe surgir de la vida real” (Los ensayos del artificiero, 1999).
Bicicleteo descalzo, como quien dice, a pie, para que el contraste con la tecnología —una reliquia— saque chispas. Prisa.
¡Pedaleo o muerte! “La vanguardia ha muerto, pero nosotros no. Nosotros como la obra de arte, como la actitud de una ontología revolucionaria que se niega a venderse, porque el espectáculo del arte como mercancía le da un asco profundo” (Los ensayos de artificiero).
Máquina de tiempo (1993); propuesta que se chupa el espacio. Compresión; intensidad. Aura de liberación, sideral y biopolítica. Sinestesia; la libertad huele a velocidad. Magnetismo que se expresa en colores; azul pintado de violeta claro.
Nuevo centro de gravedad, desde un pedaleo viejo, que, sin embargo, escapa de la Nada, con urgencia de Vida y necesidad de Futuro. Triunfo temporal de Eros.