ni yo tampoco la necesito.
Ella en mis labios se quedó
por las mentiras placenteras
que a mi mente infligió.
La amé como ella lo quiso
y a olvidarla bien aprendí,
por sus sensaciones causadas en mí
por tanto daño que me hizo.
Ella fue como una bebida fermentada
pero no como de esas cualquiera;
de esas que compramos
en alguna tienda en el camino
ni como otra cualquiera
que se le desapareció la dulzura.
Entonces la tiré a la basura
porque al terminar con sus delicias
ése era su destino.
Pero la quise, yo la quise sin quererla,
y ella conmigo también fingió lo mismo.
¡Qué pena! Porque tuvimos
una noche buena
de deliciosos exquisitos.
Fue una de esas noches
en que el deseo es sumiso
adonde se alcanza
la dicha de querer dominar.
A donde comienza la pasión
y derrumba al lúpulo el apetito
y la salud mental.
Oh, qué placer me dio su vicio,
qué sensación fue tragarme
toda su melaza,
acariciar su cristalina piel,
y saborearme toda su miel
cuando ella conmigo logró
todo lo que quiso.
Aquella noche inolvidable
dormité en sus brazos de cristal
como si fuera yo un niño.
Sí, me bebí sus placeres,
el desarrollo de su germinación,
y me harté de cada sabor
de sus hilos de hierbas
y sus salvajes desventuras.
Y fue mía, fue tan mía,
que sentí la fermentación,
y le usurpé todos sus gustos
y me tragué toda su vida,
esa cebada que la mantenía viva.
Lo hice hasta caerme de rodillas.
Después la maldita se me agotó
y muy triste me dejó.
Tan deseoso estaba yo
de seguírmela saboreando
con ansias de tragármela toda.
¡Oh, la ingrata
toda su dulzura me entregó!
Y fue mi maldita,
mi maldita ambición,
de bebérmela sin que nunca
se me acabara toda su dicha.
No puedo olvidarla
ni quiero olvidarla
porque fue tan dulce conmigo
que permitió saciarme la sed
con su sudor y su fluido
tan caliente y espeso.