Hoy he estado perdida en el sopor de la canícula de agosto. Un agosto inmisericorde que derrite mi rostro en una inmensa lluvia de sudor. Por las mejillas se corre mi belleza artificial y las líneas de rímel acentúan el deseo de la perpetuidad en este pueblo montañoso. Ya ni sé qué hacer para escuchar o leer la voz digital que trae noticias vagas de un mundo virtual pero muy cercano a mí. Trato de deslizarme por este día calladamente, considerando las enfermedades que de súbito aquejan el transitar de aquellos pasajeros que comparten mi cabina. Pero no logro ni siquiera acercarme a las puertas clausuradas de la privacidad digitalizada que se toma como una limonada con o sin azúcar y a la que nadie le importa si la decisión es tomarla agria.

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A veces pienso que soy bipolar porque cambio de ánimo muy rápido; unas veces la alegría se desborda a flor de piel, y es precisamente, cuando salgo a comprar cosas que no necesito. Si estoy alegre, le sonrío a la vida, escribo sin parar, no paro de trabajar. Luego, en cuestión de semanas, caigo en una tristeza profunda que me lleva a plantearme si merezco vivir. Constantemente, mis estados de ánimo cambian y no sé la razón.

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Las lloronas modernas recogen los pedazos que quedan de sus hijos muertos a quienes no volverán a ver. Estas lloronas no son madres que han asesinado a sus hijos como cuenta la leyenda. Todo lo contrario, lloran porque sus 43 hijos normalistas, estudiantes de la Escuela de Ayotzinapa, en el estado de Guerrero en México, desaparecieron como los niños de Hamelin.

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El lobo feroz pulula por el bosque, salivando y pensando en la Caperucita, porque quiere devorarse ese exquisito manjar. Los lobos son depredadores carnívoros y les gusta atacar a los que consideran más vulnerables. Se esconde en la zona boscosa para atacar a sus presas. Ya degustó las carnes viejas de la dulce abuelita, las cincuentonas de la madre de la Caperucita, y junto a la manada, acabaron con el leñador que les hizo frente.

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Amanda desconoce cómo se convirtió en una adicta a los funko pop. Ella ni siquiera conocía que los muñecos de vinilo, con la cabeza grande desproporcionada para su cuerpo, existían. La primera vez que los vio, fue en la habitación de Selma, la hija de una compañera de trabajo. La joven, sin saberlo su madre, coleccionaba estas pequeñas figuras que atrajeron su atención. La muchacha le explicó que los muñecos cabezones imitaban en forma a una persona o un personaje. Después añadió: “Para tu conocimiento, la moda de los funko pop se apoderó del planeta.” Amanda la escuchaba muy atenta y le preguntó: “Se pueden conseguir de brujas.” Selma le contestó que sí. Los ojos de la mujer brillaron de felicidad porque era la respuesta que deseaba escuchar.

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Tras desplomarse la torre norte y la sur, solo quedó un intenso silencio y la oscuridad pobló las calles del bajo Manhattan. El humo negro marcaba el cielo, como la fumata que sale de la Capilla Sixtina, cuando no se ha podido elegir un Papa.

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Fumar es el comienzo, la divisa
la batalla que agota la esperanza
transformarme en un cuerpo estropeado
y sin más voluntades en mi alma.

Mamá lo decía tarde y noche
que la tristeza así no se combate
Hijo mío:
«te vas a reventar en ese bache»

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