El profesor llega frente al auditorio. La asistencia es de unos quince estudiantes. Respira profundo y enciende el proyector. En la pantalla vemos imágenes de gallinas degolladas colgando como piñatas, de un chivo que es arrojado de lo alto de un campanario, entre otros, todos rituales provincianos. Habla a los asistentes sobre el arte de provocar ante lo inevitable y de cómo el hombre a través de la historia se ha deleitado con la crueldad. Dos o tres escuchan incrédulos, otro solo textea en su celular. El académico, quien también es escritor, recurre a sus encantos de orador, lee textos de sus libros donde se documenta cómo amamos lo cruel y cómo nos evadimos ante el arte del confort, donde todo se resuelve y tiene un final feliz como en las novelas de Coelho, o en el cine de Hollywood.

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Mis primeros años los hice en una escuelita en Long Island, Nueva York. Vivíamos en un barrio judío. Cuando me monté en la guagua que me llevaría a la primera escuelita de mi vida, una niña negra se sentó a mi lado. Nunca había visto a una niña de ese color tan profundo. Desde entonces, creo, preferí estar con personas distintas a mí, la intensidad de su color y su mirada me iniciaron en maneras de amar que mi familia no entendería nunca. Pero era yo quien sería más diferente.

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Queremos hablar. Vamos a hablar. No hay riesgo de hablar por hablar. El reino de las babas para los realistas de realezas caducadas como Rafael Hernández El Malo no el benigno músico por sí solo una vellonera de bellezas, de perlas del caribe. Hay que estar del lado de los que construyen. Por favor no me dispare, no continuemos esta matanza de nosotros mismos que nos aleja de enfrentarnos a nuestros verdaderos problemas sociales que para resolverlos hay que empezar abordándolos como colectivo, como sociedad.

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A mi madre

Duerme mamita linda

Duerme Mamá Bebé

Que el Ángel de la Guarda

Guarda tu sueño fiel.

Cierra ya tus ojitos

Porque es de noche ya

Mira que es importante

Debes de descansar

En tu sueño seguro

No sentirás temor

Duerme mamita linda

Duérmete con mi amor.

Con qué soñarás, mamita.

Madre, cual decir bebé.


Estudié en Nueva Orleans. Era principios de los 80. Apenas se conocía del SIDA. Recién llegaba el otoño. Solía coger el streetcar para ir a la ciudad desde la universidad. Una tarde particularmente fría, mientras esperaba, observé a un hombre joven sin camisa. Recuerdo que lo observé detenidamente, pensé: pobre, debe tener frío. El joven se detuvo en la esquina de la florista, compró una rosa de pistilo largo. Lo vi acercarse y con sobriedad extendió su mano a aquella mujer que fui. But why?, le dije, why not?, replicó. Lo observé marcharse, perdiéndose en el bullicio de la calle Canals. Jamás lo volví a ver. Con el tiempo supe que aquel incidente se repetiría en cada país por el resto de mi vida. Los instantes se van, se fugan, incluso de la memoria.

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Gorda inmunda. Doscientas cinco libras. Dieciocho meses a dieta. Todos me miran, se burlan. Soy la pelota de la oficina. No les importa que la secretaria llora porque su bebé desapareció. Solo le dicen que crea en papito dios y aparecerá, pero a mí no hay santo que me ayude a rebajar. Cinco días sin comer. La balanza indica lo mismo. Regreso a la trotadora. Ciento ochenta libras. Seis litros de agua, una manzana y cinco coles de Bruselas hasta el día siguiente. La madrugada es un banquete de pesadillas, juegan en mi mente, me hipnotizan y no puedo rebajar. Ciento cuarenta. Soy la cerda, redonda, la que es más fácil brincarla que darle la vuelta. Mi padre me mira con pena, porque no soy tan bella como mi hermana, que parece actriz de cine. Nueve litros de agua, un pedacito de jamón fat free y dos almendras. Ciento dieciocho. Tocan a mi puerta, mi vecina pregunta si he visto a su perro.

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Hay días, y estoy segura que esto nos ha pasado absolutamente a todos, que no quiero levantarme a enfrentar el mundo. Días en que deseo requedarme por infinitas horas en mi cama de sábanas azules, cubrirme la cara para no sentir el sol. Entonces me levanto, uso el baño, me cepillo los dientes con los ojos cerrados y vuelvo como sonámbula. Me pongo mis sandalias ya gastadas, miro la puerta semicerrada de mi cuarto y es entonces cuando doy dos pasos para atrás. Vuelvo y me siento en la cama con la intención inocente de tomar fuerza y enfrentarme a la puerta. Pero su suavidad me seduce hasta tirarme de espaldas. En un segundo me levanto, me digo, y mientras pienso en eso, justo en ese microinstante, levanto mis piernas y cubro mi cuerpo con el manto azul más parecido a una nube. Y así me deslizo entre mis almohadas.

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No sé porqué extraña razón las mujeres tenemos la sensación de que debemos encargarnos del mundo. Soy una persona muy ocupada, y sin embargo no escatimo en pensar en todos los detalles de mi entorno. Sí, así es, me detengo a pensar y a observar. Todos los días desde la galería de mi casa miro el mar. Presto atención al tamaño de las olas, la espuma blanca y densa que baja por intervalos hacia la arena. Sé la marea más alta y la marea más baja en las diferentes estaciones del año, que aunque vivimos en el eterno trópico, el mar sufre los cambios.

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