El derribo de estatuas de figuras prominentes de una historia global, que van de Colón a Churchill, y de Minneapolis a Londres, no tiene que ver, en contra de lo que algunas intentan hacernos creer de una forma muy esquemática, con un cambio violento de percepción valorativa de determinados acontecimientos o figuras históricas. No tiene que ver con que quienes fueron un día considerados héroes, sean ahora tomados por villanos, como estamos leyendo con machacona insistencia en prensa.
Es fácil acogerse a esa interpretación simplista y, a partir de ahí, adherirse a la causa de quienes defienden que cuestionar el pasado, su posteridad y las políticas de memoria es un acto de “barbarie” o un ejercicio de “presentismo”, o de quienes tratan de ubicar ciertos impulsos de derribo en polémicas historiográficas concretas como por ejemplo la de si Colón fue un emprendedor o un genocida.
Vengo a proponer que ni lo uno ni lo otro. Vengo a decir quienes a estas alturas continúan afectados por un residuo de hegelianismo viven una alucinación elitista, catastrofista y cínica, y que no hay que hacerles más casito del necesario. Porque a estas alturas todas sabemos que si bien una cosa es hacer un burdo uso político del pasado (algo que no nos gusta y a lo que nos oponemos y que observamos con rubor en la ultraderecha que hace pasar el mito por historia) otra cosa distinta es pretender que no existen las políticas de la historia. Es decir, que no escribimos una historia, con rigor metodológico y respetuosa con las fuentes, afectada por la política.