Fue un momento inexplicable.
Cuando Brams salía del vientre de su madre muerta, pero oxigenada para que él pudiera nacer, el médico que lo extrajo se quedó asombrado por lo alerta que estaban los ojos del niño, como mirándolo todo con ansiedad de discernimiento. No lloró, pero pareció protestar con gritos, por el frío, mientras lo evaluaba el pediatra. Su pequeño rostro viejo era el cuento del día: todas las enfermeras del hospital querían verlo. Se quedaría allí hasta tanto le hicieran más exámenes, ya que, sospechaban un funcionamiento atípico en el comportamiento del niño. En efecto, las pruebas cerebrales indicaron que se trataba de una anomalía novel con forma de triángulo membranoso sin aparente conexión con el resto de la masa encefálica, pero con un pulso propio. En la sala de infantes fue amamantado por una hermosa nodriza voluntaria del hospital. De ella escuchó las primeras palabras de bienvenida al mundo.