Los entierros de Maelo y Cheo, como despiden los pobres

Voces Emergentes


Maelo y Cheo. Ambos eran soneros, negros y nacieron en barriadas humildes de Puerto Rico. Maelo en el emblemático y glorioso sector Cangrejos de Santurce. Cheo en una barriada ponceña cerca de la playa. Cuando Maelo era un chamaco le decía a su madre, una digna negra de arrabal que trabajaba todos los días, que algún día iba a ser un cantante famoso y con chavos. La vieja, abatida por las penas de la vida, mucho no le creía. Lo conminaba, a modo de respuesta, a trabajar con ella llenando sacos de cemento con madera para vender por la calle. Cheo a los 17 años se fue con sus viejos a Nueva York. Allí aprendió inglés, trabajó en lo que aparecía y se hizo cantante. En la Gran Manzana, cuna y sede de las grandes orquestas de salsa en los años 60 y 70, Maelo y Cheo se toparon unas cuantas veces dentro y fuera de los escenarios.

Maelo era un genio del soneo que rompía con la clave para añadir versos a sus canciones y luego volvía a la clave sin perder el compás. Benny Moré, el más grande de los grandes cantantes que ha dado Cuba, lo bautizó “El Sonero Mayor”. Cheo, por su parte, era dueño de una capacidad casi sin parangón para cantar salsa y bolero. Dicen los que saben que podía cantar diez veces una misma canción, en salsa o en bolero, y las diez veces sonaba diferente. Ambos alcanzaron la gloria cantando. En Panamá y Colombia, por ejemplo, son casi dioses. Dos negritos boricuas de barriada, llevando la bandera puertorriqueña por el mundo. Maelo murió el 13 de mayo de 1987. Cheo el 17 de abril de 2014.

En el tiempo en que Maelo murió la cosa era diferente. No había redes sociales, no existía internet ni los celulares con cámaras. La gente se convocaba de otra forma. Y cuando moría un querendón del barrio, a quien los pobres, las gentes de las caras lindas como dijo Don Tite, sentían como suyo, se formaba una grande. Lo despedían con amor y lágrimas sinceras, con sufrimiento de verdad. Así fue el entierro de Maelo. El más apoteósico, hermoso y sincero, creo yo, de toda la historia puertorriqueña. El cortejo partió, con solo dos carros fúnebres, de la calle Calma en la Loíza hacia el cementerio de la Eduardo Conde en la parte de Villa Palmeras que colindan con Barrio Obrero. Era mayo de 1987, al mediodía. Hacía un sol y un calor de aquellos. El ataúd con los restos de Maelo lo iba cargando a mano un grupo de gente grandísimo. Cada tanto se lo pasaban de un grupo a otro. Mantenían, siempre, sin reparos, el ataúd bien en alto, por encima de los hombros, como para que toque el cielo. Un Cristo negro traído de Panamá, deidad de la cual el héroe de la Calma era seguidor, iba también en la suerte de procesión de aquel día. En los balcones de las casitas de Villa Palmeras la gente ponía sus radios a todo volumen con las canciones de Maelo. Conforme se acercaban al cementerio, más gente se sumaba.

No paraba la música. Plena, salsa, bomba, rimas, improvisaciones, como cantaba Maelo. El pueblo a pie tiraba flores al féretro. Y cuando ya casi llegaban al cementerio, subiendo por la Fajardo, se escucharon por radio las voces de Maelo y Cortijo cantándole al pobre Perico que “por ponerse a comer caña en la vía lo mató el tren”. Ya en la Eduardo Conde, a pocos metros de la entrada del cementerio, con el lugar atiborrado de gente, un baño masivo de pueblo, del pueblo humilde que llora bailando, la comitiva tuvo que detenerse. Pero el ataúd siguió allá bien arriba. Entonces pegó a cantar al unísono la muchedumbre. Comenzaron cantando el Incomprendido, luego las Caras lindas – ¡y cuántas caras lindas había allí!-, Las tumbas, Bombón de Elena, el Negro bembón, Mi negrita me espera, El nazareno y finalmente La Borinqueña. Terminado el particular ritual, entró la multitud con el féretro al cementerio. La marea humana con sus flores, banderas y canciones se ubicó como pudo en el lugar. Cuando llegó a donde sería enterrado el ataúd con los restos de Maelo, la gente volvió a cantar. Así enterraron a Maelo. Un océano de gente humilde, buena y auténtica, despidió a Maelo haciendo lo que el boricua de barrio tanto sabe hacer: cantar y bailar.

La despedida de Cheo, ahora en el 2014, cuando todo es tan diferente, tuvo sus diferencias. Se convocó por redes sociales, internet, la prensa escrita y digital y otros medios. En el Coliseo Roberto Clemente, donde desde el sábado 19 de abril posaron los restos de Cheo para que el pueblo lo despida, la gente llegó a granel. Una fila extensa, que casi le daba la vuelta al recinto, desde temprano en la mañana, esperaba por entrar para ver al ídolo por última vez. El pueblo cantó y bailó. Anacaona, Amada Mía, Los entierros de mi gente de pobres, Juan albañil y otros temas que el glorioso Cheo cantó e hizo mundialmente conocidos, se escuchaban cada tanto. Fueron mayoritariamente, se podía ver fácilmente, los humildes que todavía lloran y despiden sus muertos con amor y sinceridad, los que llegaron a despedir al suyo. Sábado y domingo estuvo el féretro con los restos de Cheo en el Coliseo. El domingo se dieron cita grandes glorias de la salsa que junto a Cheo, en aquellos tiempos brillantes, pusieron a bailar a medio mundo.

El lunes el funeral se trasladó a Ponce. Esta vez la cosa fue solemne. Las más altas autoridades gubernamentales de Puerto Rico llegaron hasta allí a mostrar sus respetos al sonero y sus familiares. Dentro del recinto no se cantaba ni bailaba. Afuera sí. Terminado el funeral en el Centro de Convenciones de Ponce, como pidió la familia, el féretro de Cheo fue conducido hasta el cementerio donde en un acto estrictamente privado y familiar darían sepultura al gran sonero y bolerista. Antes de llegar al cementerio, por última vez, Cheo fue paseado por su barrio ponceño. Bailando, cantando, improvisando y queriendo, su gente humilde, su familia, le dijo adiós en las calles que lo vieron nacer.

Cheo y Maelo ahora están en el mismo lugar. Allá abajo donde todos iremos, ricos y pobres. Dos glorias puertorriqueñas, dos hijos gigantes de ese Puerto Rico de barriada, callejón y caserío que la cultura racializada de las élites trata de borrar o minimizar, pero que, sin ninguna duda, no solo es el Puerto Rico auténtico, sino el que más aportaciones ha hecho a la cultura popular puertorriqueña. De donde sale la música, la genialidad y el sabor que ha llevado la bandera boricua hasta la China. Ese humilde pueblo mulato, negro, mestizo y de todos los colores que, sabrosón al fin, como buenos caribeños por cuyas venas corre indómito un torrente de herencia africana, despide sus muertos bailando y cantando. Que llora lágrimas sinceras y cuando sufre, es porque sufre de verdad.