Democracia y coloniaje: en busca del presente perdido (segundo de una serie)

Caribe Hoy

En la década del 1970 la democracia electoral comenzó su evolución hacia la vulgar partidocracia. Un sistema electoral virtualmente unipartidista, el PPD había dominado el panorama electoral desde 1944 hasta 1964, se convirtió en uno bipartidista. Cualquier parecido con las prácticas electorales estadounidenses era pura coincidencia. Lo cierto es que dos maquinarias políticas pésimas comenzaron a turnarse en el poder sin la necesidad de que un Rey lo regulara desde afuera, como había ocurrido en los ancestrales tiempos de la España del siglo 19.

Una de ellas, el PPD defendía el estatus quo afirmando su presunto carácter descolonizador a la luz de la teoría de una  “teoría del pacto” entre iguales que se trazaba hasta el 1952. La otra, el PNP, clamaba por la transformación de Puerto Rico en un singular “estado jíbaro”, artefacto nacido en el gabinete de curiosidades que una apertura liberal alimentada por un multiculturalismo de paso, impusieron a la política estadounidense en la década de 1960. La “Estadidad Jíbara” de Luis A. Ferré Aguayo usaba un lenguaje cultural similar al que había manipulaba el proyecto cultural del ELA, “Operación Serenidad”. No solo se podía ser “puertorriqueño” sin la independencia sino que la Estadidad tampoco amenazaba en la condición de ningún modo. Aquel “Nacionalismo Cultural Estadoísta” serviría para enfrentar el “temor” a la disolución de la identidad nacional en la Estadidad. Las “identidades líquidas” habían llegado a Puerto Rico para quedarse.

La “Estadidad Jíbara” representaba el reconocimiento de una derrota histórica que el Estadoísmo había experimentado tan temprano como en el año 1904, cuando el Partido Republicano Puertorriqueño, perdió la hegemonía electoral que había fraguado al amparo de la Ley Foraker de 1900. Un esfuerzo análogo puede detectarse en el Estadoísmo de la Gran Depresión, sin duda. Pero lo cierto es que, en 1968, la alocución “jíbaro” vinculada a la “estadidad” implicaba una transacción necesaria para el adelantamiento de una causa que se había atascado precisamente por lo poco convincente que resultaba su discurso en el territorio de la cultura y la identidad. La eficacia de aquella propuesta fue de corta duración, como lo fue el liderato efectivo de Ferré Aguayo.

El ascenso al poder de la figura contradictoria de Carlos Romero Barceló, condujo al PNP desde 1971 en otra dirección más de acuerdo con la situación que rodeaba al país. La Recesión de 1971 puso a los ideólogos a mirar hacia las capas sociales bajas que sufrían la estagflación dominante de la manera más viva. La Estadidad no debía preocuparse tanto por la preservación de una cultura ancestral. La Estadidad era un proyecto social que debía encabalgarse en el Estado Benefactor que crecía en medio de la crisis económica, igual que lo habían hecho el Populismo y el Estadolibrismo en su momento. La consigna de que la estadidad era para los “necesitados” representaba una nueva transacción también necesaria. Aquel acto revisionista de Romero Barceló se concretó en un panfleto político publicado  en 1973 y vuelto a imprimir revisado en 1974 y 1976 titulado La estadidad es para los pobres.

Los antecedentes del giro se encuentran en las políticas de Ferré Aguayo. Con el lenguaje de la Guerra Fría, el “humanista en la Fortaleza” había insistido en la necesidad de que cada obrero fuese un capitalista o al menos pensase como ellos. La carrera por la atracción de más forndos federales al territorio había comenzado. Tanto en caso de aquel como en el de Romero Barceló, se imponía la retórica interclasista del desaparecido Partido (Obrero) Socialista de las primeras décadas del siglo 20. El descubrimiento de los “pobres” como un objeto preciado alimentó la imagen de mecenas paternal del industrial de Ponce, y reinvindicó ante las masas urbanas relegados por “Operación Manos a la Obra” aquel proyecto político. El Estado 51 se transformó en la utopía más popular en el país mientras su poder continuaba ceciendo.

Para el Estadoísmo el giro era útil. El “pasado republicano” al cual habían sido vinculados como proyecto ideológico que respondía a los grandes intereses y al capital extranjero pesaba mucho por aquel entonces. Romero Barceló se proyectó como un ideólogo Demócrata. La eficacia de aquella propuesta no puede ser puesta en duda: entre 1976 y 1984 el país vivió, para bien o para mal, el periodo del “Romerato”. La eficacia era comprensible dado que el PNP hablaba el mismo lenguaje que el PPD: las diferencias entre el discurso público de ambos se disolvían por lo que, estuviese el uno o el otro en el poder, el Estado Benefactor estaba allí y se hacía responsable de la situación de los pobres o los humildes, como los denominaba cristianamente Ferré Aguayo. Para Romero Barceló, sin embargo, la cuestión de la jibaridad y la cultura adoptó otro tono por lo que su activismo anti-puertorriqueño fue mucho más evidente.

Incluso en la ferocidad contra el independentismo y las izquierdas no había diferencia. El PPD tenía a cuestas su 1948 y su Ley de la Mordaza. El PNP cargaría con su 1978 y su Cerro Maravilla. El lenguaje de la Guerra Fría, que asomaba a su fin sin que muchos se diesen cuenta, era un dialecto común. El desmantelamiento del Nacionalismo tradicional que facultó el PPD en el poder durante los años 1940 a 1959; tenía su doble en la dura batalla que desarrolló el PNP contra los barbudos, los fupistas y los Nacionalistas revisionistas que apelaron al socialismo y la socialdemocracia, en las décadas de 1970 al 1989.

Por aquel entonces, como si el fin de unipartidismo y el inicio de bipartidismo fuesen responsables de ello, la devaluación de la imagen pública de la clase política era ya un hecho. Aquel sector, alguna vez respetado, caminó hacia los espacios de la mediocridad. El caudillismo autoritario de Muñoz Marín poseía para muchos, tal vez por el efecto de la deformación de la memoria colectiva que todo lo romantiza, el carácter de un poema épico que podía ser justificado por el valor, incuestionable entonces, de sus “logros”. Puerto Rico le “debía” al “Vate” y sus acólito su modernización e industrialización, tanto como lo jíbaros aceptaban que le debían los zapatos. Por lo tanto, cualquier de sus deslices era perdonable, como se le perdonan con la muelas de atrás los abusos del padre cuando se es adulto y se ha tomado distancia de él en el tiempo y en el espacio.

Los nuevos iconos políticos, Hernández Colón, Romero Barceló por mencionar lo más visibles, no fueron menos autoritarios que el viejo liderato. El autoritarismo siempre estuvo allí: lo que cambió fue la forma en que la gente lo apropió y lo enjuició. El caudillismo tuvo en los medios masivos de comunicación el laboratorio que inició en proceso de espectacularización de la política nuestra de cada día. Sin embargo, en el  Puerto Rico de 1970 y de principios de 1980 cuando los cultos paternalistas perdían credibilidad, aquel autoritarismo se proyectaba más bien como torpeza y falta de tacto. El hecho de que Romero Barceló fuese el primer gobernador electo tildado de “bruto” y asociado a un equino torpe desde Emett Montgomery Riley en la década de 1920 me parece emblemático. El hecho de que hoy la torpeza del gobernador Alejandro García Padilla sea un tema que se reitera no debe ser pasado por alto. El problema es que su torpeza se sostiene sobre la base de que no domina el inglés, a pesar de que también en español muestra tantos problemas retóricos como los que mostraban Romero Barceló o  Pedro Roselló González, por ejemplo. ¿Habrá que recordar que ni Luis Muñoz Rivera ni José De Diego dominaron el inglés con fluidez durante su vida pública? Lo cierto es que las grandes crisis materiales han favorecido de un modo consistente la devaluación de las figuras del poder.

El bipartidismo revivió el fenómeno de los gobiernos “compartidos” o “divididos”, escenario que animó  los choques renovados entre el poder ejecutivo y el legislativo. El PPD de 1940 había surgido de aquella incómoda experiencia, situación que lo forzó a negociar alianzas con partidos de minoría  a los cuales en realidad despreciaba. Los gobiernos “compartidos” o “divididos”, los forcejeos que producían, fueron terreno fértil para el desarrollo del canibalismo político más pertinaz. La caribeña agresividad de los caníbales del poder y los políticos depredadores se convirtió en una práctica primero tolerada y, luego celebrada por una “práctica democrática” que se degradaba cada vez más.

Las confrontaciones entre el ejecutivo y el legislativo cuando se encontraba uno y otro en manos de colores opuestos, son bien conocidas. Nada tenían mucho que ver con la defensa de los espacios democráticos de un poder u otro en el marco de los ideales “check and balances”. De lo que se trataba era que el ejecutivo estaba en manos de un partido y la legislatura en manos de otro y las puertas que debían conducir a la concertación estaban cerradas siempre. El sabotaje al programa del opositor era más importante que la democracia misma.

Por otro lado, los ejecutivos fuertes no solo sobrevivieron sino que se hicieron más poderosos y rapaces en la era del bipartidismo a fin de lidiar con una carrera hacia el poder que se hacía cada vez más y más vulgar. La idea de que la “política” es el “deporte nacional” de Puerto Rico se fortaleció en aquella época, en medio de las desbocadas carreras electorales que tenían como única meta la obtención del derecho de un puñado de demagogos rojos o azules a administrar un presupuesto que entre fondos estatales y federales, les permitiría vivir como la vieja clase de los hacendados azucareros o cafetaleros del siglo 19, o como los modernos centralistas y mogules del tabaco y la aguja en el siglo 20.

En la década del 1990 se asomó un giro interesante. Las bases sobre las que sostenía aquel esquema comenzaron a derrumbarse con el fin de la Guerra Fría y del capitalismo liberal apoyado en el Estado Benefactor. En Puerto Rico se reacomodaron las fichas del juego.