Democracia y coloniaje: en busca del presente perdido (último de una serie)

Caribe Hoy


El Puerto Rico de los últimos 10 años fluctúa entre dos aguas. Una recuerda con nostalgia la tradición y sueña con la supervivencia del estado asistencial manufacturado durante la Guerra Fría y el liberalismo proteccionista. Alrededor de esa imagen se han ubicado los que desconfían del neoliberalismo y lo que queda de las izquierdas locales tras el fin de la Guerra Fría. La otra  celebra y participa del cambio que le impone la Era Global y el neoliberalismo, enconomía la competencia salvaje y la privatización como si fuesen la panacea o la piedra filosofal. 

En cierto modo, el último gesto “sincero” de la tradición populista lo ejecutó la gobernadora Sila María Calderón (2001-2004) a través del hoy olvidado programa de “comunidades especiales”. Algo quedó demostrado con aquel episodio. La lucha contra la pobreza no es asunto de neoliberales por lo que a nadie debería sorprender que aquel proyecto haya sido tan duramente crítica desde 2004 al presente. Azules y rojos comparten los mismos valores y fórmulas teóricas: la degradación de las clases trabajadora y media es un asunto que esas clases deberán enfrentar privadamente.

Por eso el discurso de la clase política, de los rojos y los azules, resulta tan contradictorio y tan vacío. La retórica que emplean en la carrera tras el poder y los actos concretos una vez en el mismo se contradicen. A nadie sorprendió que el expresidente del Senado Tomás Rivera Schatz, fuese tan eficaz en la negociación con los débiles sindicatos que todavía quedaban en el país el pasado cuatrienio. El clamor de Eduardo Bhatia durante su campaña electoral, “habla pueblo habla”, no era sino otra forma de articular el discurso de que la clase política representa a la gente. Proyectarse como “voz de los que no tenían (y no tendrían) voz”, resulta publicitariamente mandatorio para ambos casos aunque nadie pondría en duda el alto porcentaje de demagogia que cada expresión contenía.

La política es como un tortuoso happening. La performatividad (post/neo)populista, paternalista y proteccionista, todavía convence a las mayorías que votan. Ese lenguaje impone un “optimismo filosófico” infantil que siempre encuentra terreno fértil en los cerebros de los “consumidores políticos” del país. Pero a mi modo de ver, en medio de una crisis fiscal y económica como la que se hizo vivible entre el 2000 y el 2006, aquellas expresiones deberían haber sido vistas como un desencaje. La pequeña era de Pedro Roselló González había dejado claro que la dirección que habría de tomar el país, era la que aplaudía las  virtudes de la “libre competencia” y el “(re)avivamiento (neo)liberal” y que ello requeriría la disolución del estado benefactor o asistencial. La reiteración machacona sobre el “gigantismo” del Estado, su alto costo y su ineficiencia, así lo demuestran.

Sin embargo, cada vez que alguno de los candidatos azules o rojos se enfrentó a un proceso electoral, su propaganda volvió a apelar al manido y dudoso discurso populista y asistencialista. Muñoz Marín no se había muerto en 1980. Por el contrario, las sombras de su discursividad volvían a asomarse por todas partes como espantajos. La idea de que el Estado y su Príncipe -un gobernador colonial en nuestro caso-, debían actuar como agentes mediadores entre el pueblo y las fuerzas de un mercado agresivo impuesta desde la Segunda Guerra Mundial, sirvió a la burguesía para lidiar contra la “amenaza” comunista, es cierto. También fue de suma utilidad para Muñoz Marín cuando confrontó el orden capitalista colonial en las décadas de 1940 y 1950 en el marco del “Nuevo Trato”. Al menos sirvió para reformular la relación colonial dándole el carácter de una relación colonial postcolonial desde 1952.

Pero en el mundo macdonalizado del presente, que ha destruido a fuerza de megatiendas y tecnologías de consumo la conciencia ciudadana hasta reducirla a la inconsciencia consumista, aquellos principios han perdido toda su credibilidad. El estado benefactor o asistencial, fundado con el propósito de salvar el capital de la “amenaza” comunista y al pueblo de la amenaza del capital, ha sido dejado atrás dando paso al estado facilitador hace tiempo. Lo más patético, desde mi punto de vista, ha sido la capacidad demostrada por la clase política para sobrevivir sobre la base de una contradicción: subrayar su  compromiso con el pueblo mientras articulan prácticas en el sentido opuesto. La retórica (post/neo) populista ha permitido el ascenso al poder de las figuras destinadas a desmantelar lo poco que queda del estado benefactor y asistencial. Esa duplicidad del discurso de la clase política debería haber animado la “desconfianza” del pueblo en la misma y en sus métodos. En Puerto Rico no sucede de ese modo.

Más patético aún es lo fácil que resulta para los políticos profesionales convencer al elector común de que la alternancia entre rojos y azules es  un “cambio” y que las posibilidades del espectro político se sigan limitando a esas dos. El fenómeno es interesante. El “electorado flotante” se ha convertido en el protagonista de nuestra democracia. Los espacios abiertos desde 1968 al presente, el tránsito del unipartidismo autoritario al bipartidismo ídem, ha sido el logro del siglo.  El mito del “electorado flotante” e inteligente que “decide” por encima de líneas partidistas, me sugiere la metáfora del pantano en donde no hay circulación y se aposenta el miasma. La “madurez” del “electorado flotante” se expresa en  decidir, entre azules y rojos, quién podrá esquilmar mejor al país por 4 años.

En 1940, cuando se echaron las bases del estado asistencial, se convenció a la gente en que había que confiar en las estructuras del Estado, en su paternalismo, su buena fe y su eficacia. El 2000, cuando se afirmaban las bases del estado facilitador, se convenció a la gente de que ya no se podía confiar en la capacidad de las estructuras estatales para ser eficaces y había que permitir que el Estado las entregara los mismos intereses privados a los que las había arrebatado. La clase política hace y deshace, se degrada en el proceso, se corrompe,  pero su poder de convicción sigue allí incólume.

El balance actual es precario. Los sinsabores de la administración Aníbal Acevedo Vilá (2005 a 2008) y Luis Fortuño Burset (2009 a 2012) ya son cosa del pasado. Pronto también lo será los de la de  Alejandro García Padilla, sin duda. Dos preguntas se me ocurren. ¿Confía la gente en la clase política? No tengo por qué dudarlo: siempre eligen a los mismos. ¿Resiente la gente el abuso de poder de la clase política? Tampoco lo pongo en cuestión: escucho las quejas en las calles, en la universidad y en las redes sociales todos los días. Pero lo cierto es que haya confianza o no, resentimiento o no, nada indica   la posibilidad de un cambio sociopolítico radical en el presente. El desmantelamiento del estado benefactor y asistencial avanza sin prisa pero sin pausa. La misma clase política que lo montó lo desmonta mientras asegura su pedazo de pastel en lo que salga de ese experimento.

Al día de hoy una clase política vociferante y un sector de los  medios masivos de comunicación han concertado una interesante alianza. El propósito común es justificar el desmantelamiento del estado benefactor o asistencial, un espécimen surgido de las cenizas de la década de 1940 que se ha degradado dramáticamente y cuyos ingresos ya no dan para pagar los gastos que genera. En el proceso, la clase política asevera que no es responsable del derrumbe del país. Así lo afirmó Roselló González en una entrevista reciente. También lo habían sugerido Acevedo Vilá y Romero Barceló en otra.

La clase política presume, por su parte, que su gestión es sincera, limpia e impecable y ejecutan el más vulgar desplazamiento de responsabilidad en el otro. El chivo expiatorio son las clases medias a las que todos alegan representar:  los trabajadores del Estado que cuestan mucho, los estudiantes universitarios que exigen demasiado de la universidad pública, los ancianos y los veteranos que pesan en el presupuesto porque no puedan valerse por sí mismos, los vagabundos y los desclasados que afean las calles de la isla, los sindicatos que quieren proteger los derechos adquiridos, la economía subterránea que no para impuestos ni patentes, etcétera, etcétera. Los responsables de la crisis son los mismos que ponen en el poder a los rojos y los azules.

Si el “Patrimonio para el Progreso” de Luis Ferré Aguayo (1969 a 1972) aspiraba que todo puertorriqueño fuera un “capitalista”, el connubio  entre la clase política y los medios masivos de comunicación ha conseguido que todos los puertorriqueños se sienta como un “privatizador”. El Estado cambia y cambiará más. La resistencia al cambio, desarticulada hoy, podría ser más efectiva mañana, quién sabe.  Pero la clase política, azul y roja, sigue allí incólumes con sus privilegios sostenidos sobre el apoyo de la gente que vota y a la cual expolia. Y todo parece indicar que continuarán allí por mucho, mucho tiempo.